Solo se vive una vez (18)

PsolosevivePP
Por Don Quiterio

     Lloramos. Lo decía el ‘Eclesiastés’: “Por muchos años que viva el hombre, que los disfrute todos, considerando que sus días de oscuridad serán más”. La vida pende siempre de un suspiro. Acumular obituarios es una manera de dibujar una existencia con los granos de un reloj de arena viciada por los sentimientos.

   Uno se reconstruye de manera subjetiva sorteando obituarios. Entre la soledad y la orfandad queda la vida atrapada en los pequeños detalles que nos regeneran y nos informan de que somos finitos. Cada día un abandono. Una ausencia. Un lloro. Un repaso a toda nuestra consistencia humana a través de los vagos recuerdos cinematográficos que nos abrazan y nos consolaron más que todos los consumos legales e ilegales. De su ética y estética hacia la luz y todas sus sombras.

    Lloramos juntos a uno de los directores más radicales y libres de la historia del cine español, tan honesto y exigente como descarnado y voraz, que nunca se casó con nadie, siempre ajeno a cenáculos y camarillas. A Vicente Aranda, porque de él hablamos, le hubiera gustado llevar al cine la defensa de Madrid en 1936, “algo muy parecido a lo que ocurrió en Moscú con Napoleón o en Zaragoza con los franceses”. Su sueño de ser el cronista de la guerra civil tuvo que conformarse con la historia de ‘Libertarias’ (1996), retrato coral del conflicto bélico español ubicado en el frente aragonés y la Barcelona en armas, y visto a través de los ojos de seis mujeres anarquistas, una tragedia sociopolítica de un feminismo acaso mal entendido. Su primer filme, ‘Brillante porvenir’ (1964), tuvo que firmarlo Román Gubern (uno de los guionistas) al no tener Aranda carné de realizador. Un Gubern, paradojas de la vida, que quería hacer cine y acabó escribiendo libros, y un Aranda que quería escribir libros y acabó haciendo películas.

    Nacido de una familia proletaria aragonesa emigrada a Barcelona (su padre era de Chiprana y su madre, de Peñalba), Aranda se sentía muy pegado a la tierra de sus progenitores. El festival de cine de Huesca le homenajeó en 2002 con el premio de la ciudad y le sirvió para disculparse por un supuesto comentario despectivo hacia la capital altoaragonesa al explicar las razones por las que no filmó en ella ‘La pasión turca’ (1994). Siete años después participó con el director de fotografía Francisco Femenía en una magnífica conferencia en Zaragoza sobre los oficios del cine. A Vicente Aranda se le recuerda en estas tierras, efectivamente, por el rodaje de ‘Libertarias’ y recorrió un amplio espectro de la geografía aragonesa, desde Alcañiz, Calaceite, Albalate del arzobispo, La Fresneda y Valjunquera hasta Los Monegros, pasando por Sástago y acabando en la capital del Ebro, con escenas rodadas en una de las salas antiguas del hospital Provincial de Zaragoza, que se convirtió en una consulta ginecológica en plena guerra civil, entre Gelsa y La Zaida.

    Aparte de numerosos lugareños que hicieron de extras en ‘Libertarias’, y vistieron el uniforme para dar vida a milicianos anarquistas o a las tropas franquistas, el turolense Ángel Gonzalo participó en la escena en la que dos de los protagonistas –Miguel Bosé y Ariadna Gil- se conocen. Por su parte, la también turolense Angélica Morales tuvo dos pequeños papeles en ‘Celos’ (1999), interpretando a una chica que trabaja en la envoltura de naranjas con Aitana Sánchez Gijón, y ‘Juana la loca’ (2001), en el papel de una de las damas de la reina. También el zaragozano Fernando Sancho participó en ‘Cambio de sexo’ (1976), una equilibrada historia de transexualismo, compartiendo cartel con Victoria Abril –musa del director- Lou Castel o Bibi Andersen.

    Incrustado en la denominada escuela de Barcelona, Aranda también entra en contacto con los jóvenes de la escuela de Madrid, que a principios de la década de 1960 se sueñan todos sus componentes hijos de Juan Antonio Bardem. Con los aragoneses Carlos Saura y José Luis Borau, entre otros realizadores, encuentra su sitio entre una orilla y la otra. Entre la poesía de los catalanes y el hambre de realidad de los de la capital. Las pasiones incendiarias, los sentimientos exaltados o el amor como carburante de la tragedia son las armas con las que levanta Aranda, a lo largo de su fecunda carrera, sus mejores y más turbulentos melodramas, que incluso recuerda al Buñuel de ‘Belle de jour’ en su película de 1997 ‘La mirada del otro’. Y de esto y de lo otro hablan paisanos nuestros (Pablo Pérez, Javier Hernández, José María Latorre, Javier Millán, Agustín Sánchez Vidal, Luis Alegre…) en diversos escritos y publicaciones.

    Adaptador de Luis Martín Santos, Antonio Gala, Gonzalo Suárez, Fernando Delgado, Juan Madrid, Andreu Martín, Jesús Fernández Santos, Manuel Vázquez Montalbán o Juan Marsé, con este último tuvo sus más y sus menos: el novelista declaró que Aranda no era Hitchcock ni le llegaba a la suela de los zapatos, a lo que el cineasta replicó que Marsé, ni de lejos, tampoco era Gustave Flaubert. Desencuentros que no quitan para que el escritor dijera que le entristeció mucho la muerte de su adaptador, refiriéndose, al mismo tiempo, al olvido en el que vivió los últimos años. No sé si ahora somos más olvidadizos que en otro tiempo de silencio o si al ser mayor el número de creadores no hay escaparate para tantos. Lo cierto es que algunos artistas del pasado reciente son olvidados con facilidad. Y es curiosamente la muerte, territorio expreso del olvido, la que cuando llega nos incita a recordar el valor de aquellos que perdemos. Tal es el caso de Vicente Aranda, ya dormido para siempre, ochenta y ocho años después de haber nacido, y al que le hubiera gustado filmar hasta el último suspiro, como su compañero de fatigas Manoel de Oliveira.

    Lloramos juntos el arte y el compromiso del actor vasco Aitor Mazo, fallecido a los cincuenta y tres años, que siempre me recordó a una suerte de Antonio Resines. La edad le sentaba bien, le daba aplomo en la pantalla y el escenario. En su faceta teatral trabajó a las órdenes de Lluís Pasqual o Pere Planella. Debutó en el cine en 1987 con la película ‘A los cuatro vientos’, de José Antonio Zorrilla, y posteriormente prosiguió su carrera con papeles secundarios en ‘Vacas’, ‘Airbag’, ‘Cachito’, ‘Todos a la cárcel’, ‘La comunidad’ u ‘Ocho apellidos vascos’, además de codirigir dos filmes junto a Patxi Tellería. Pero su rostro se hizo popular en series televisivas como ‘Médico de familia’, creada por el zaragozano Nacho García Velilla, o ‘Amar es para siempre’, que sucedió a la exitosa ‘Amar en tiempos revueltos’, realizadas ambas por el zaragozano Eduardo Casanova.

    Lloramos juntos al italiano Sergio Sollima, un icono del ‘eurowestern’. En sus largometrajes (‘El halcón y la flecha’, ‘Cara a cara’, ‘¡Corre, Cuchillo, corre!’) realiza apología del marxismo, dedicando profundas reflexiones sobre los más desfavorecidos. En sus inicios es guionista de discretos péplums como ‘Goliat contra los gigantes’ (Guido Malatesta, 1962), en cuyo reparto aparecen los zaragozanos Carmen de Lirio y Fernando Sancho. Este último también aparece en los dos primeros filmes realizados por Sollima, las películas de espías ‘3-5-3, agente especial’ (1966) y ‘Agente 3-5-3, pasaporte para el infierno’ (1967). El cineasta, posteriormente, realiza tres grandes thrillers ninguneados por cinéfilos e historiadores: ‘Ciudad violenta’ (1970), ‘El cerebro del mal’ (1972) y ‘Revólver’ (1973). Acaba su carrera, ya sin vigor, con una serie televisiva y dos largometrajes en torno a las aventuras del ‘Sandokán’ de Emilio Salgari.

    Lloramos juntos la honestidad de Manuel Ruiz-Castillo, uno de esos tíos estupendos que parecía que no iban a morirse nunca y uno de los grandes del humor español. Ahí están sus guiones para ‘Culpables’ (1958), ‘¿Dónde pongo este muerto?’ (1962), ‘Los guerrilleros’ (1963, con un papel secundario del zaragozano José Luis Pellicena), ‘El extraño viaje’ (1964), ‘Las cuatro bodas de Marisol’ (1967), ‘Mónica Stop’ (1967), ‘Un día es un día’ (1968), ‘La garbanza negra que en paz descanse’ (1971, con fotografía del zaragozano Raúl Artigot), ‘Duerme, duerme, mi amor’ (1975), ‘Cinco tenedores’ (1977, con música del turolense Antón García Abril), ‘¿Dónde estará mi niño?’ (1980, con interpretación del zaragozano Antonio Garisa) o ‘Pepe, no me des tormento’ (1981).

    Lloramos juntos la entrañable humanidad del escritor, guionista, actor y realizador Florentino Soria, que fue director del IIEC entre 1959 y 1963, la época más brillante del centro de experiencias e investigaciones cinematográficas, cuando este se convierte en la cantera del llamado ‘nuevo cine español’, con alumnos como los aragoneses Carlos Saura o José Luis Borau. Dirigió asimismo la filmoteca nacional entre 1970 y 1984. Para José María Forqué trabajó en el guion –junto a Rafael Azcona y el propio zaragozano- de ‘La cera virgen’ (1972), una fallida denuncia al hipócrita moralismo de provincias. También participa en el guion de ‘El otro árbol de Guernica’ (Pedro Lazaga, 1969), un sensiblero folletín al que puso banda sonora Antón García Abril. También fue guionista de Fernando Fernán-Gómez en ‘La vida alrededor’ (1959), en la que la vedete zaragozana Carmen de Lirio compartió reparto con el propio actor-director, Analía Gadé y Manolo Morán. Florentino Soria actuó en varias películas de Berlanga (‘La escopeta nacional’, ‘Nacional III’, ‘Moros y cristianos’), de Álex de la Iglesia (‘Muertos de risa’) o de Icíar Bollaín (‘Mataharis’). Publicó numerosos artículos en revistas como ‘El cine’, ‘Film ideal’ o ‘Nikel Odeón’ y escribió dos libros monográficos, uno sobre José María Forqué, en 1990, y otro sobre el operador Juan Mariné, un año más tarde.

    Lloramos juntos la discreción de José Luis Moro, creador de la familia Telerín, quien fundó con su hermano Santiago unos estudios de animación de gran éxito. En publicidad, estos hermanos llegaron a ganar tres palmas de oro en Cannes, dos copas en Venecia y más de cien premios internacionales. Los anuncios de José Luis y Santiago Moro forman parte de la memoria colectiva de los espectadores más veteranos: el Cola-Cao, la quina San Clemente, el ‘striptease’ de la Gallina Blanca, el zapateado de las botellas de Tío Pepe, los turrones El Lobo, los ‘Pezqueñines, no, gracias’… En 1976, José Luis Moro lograría otro hito popular con la creación de la calabaza Ruperta, mascota del ‘Un, dos, tres, responda otra vez’ de Chicho Ibáñez Serrador. Los hermanos Moro realizaron las cabeceras animadas de las dos primeras películas de Marisol, ‘Un rayo de luz’ (1960) y ‘Ha llegado un ángel’ (1961), y participaron en las producciones del zaragozano Eduardo Ducay, protagonizadas por Los Bravos, ‘Los chicos con las chicas’ (1967) y ‘Dame un poco de amooor’ (1968), dirigida esta última por el también zaragozano José María Forqué.

    Objeto de deseo de toda una generación, lloramos juntos, pero menos, la desaparición de Marujita Díaz,  que nunca entendió el paso del tiempo, cantante de segunda fila que le dio al charlestón, al tango, al pasodoble, a la tonadilla, al bolero, al chachachá, a la zarzuela y al cuplé, y actriz de amplio espectro y limitadas dotes, muy popular en el cine folclórico español de las décadas de 1950 y 1960, en la línea de Paquita Rico, Lolita Sevilla, Marifé de Triana, Juanita Reina o Antoñita Moreno, y que nunca alcanzó, ay, el estatus de sus amigas Sara Montiel, Carmen Sevilla o Lola Flores, todas ellas herederas de Concha Piquer, Estrellita Castro e Imperio Argentina. Precisamente con el protagonismo de esta última hizo su primer papelito en el cine con dieciséis años a las órdenes de Florián Rey en ‘La cigarra’ (1947), una floja historia escrita por José María Pemán. Tras salir en la legendaria ‘Surcos’ (José Antonio Nieves Conde, 1951), logra que le dieran un personaje de peso argumental en ‘Una cubana en España’ (Luis Bayón Herrera, 1951). Luego vinieron las igualmente mediocres ‘Puebla de las mujeres’ (1952), de Antonio del Amo, según la adaptación de la comedia de los hermanos Álvarez Quintero y de la que en esta tierra nuestra tenemos referente; ‘El pescador de coplas’ (1954), también de Antonio del Amo, unas aventuras sentimentales con mucho guitarreo; ‘Polvorilla’ (1956), el filme que cierra la carrera de Florián Rey; ‘Y después del cuplé’ (1959), de Ernesto Aramibia, donde muestra sus malabarismos oculares para asombro de propios y extraños; ‘Pelusa’ (1960), de Javier Setó, con la que gana el premio nacional del sindicato del espectáculo, en un papel de payasa, que no le costaba mucho; ‘La corista’ (José María Elorrieta, 1960), una de las primeras producciones propias de la actriz y su querido Espartaco Santoni; “Abuelita charlestón’ (Javier Setó, 1961), otra de las mediocres comedias producidas e interpretadas por la pareja con las brujas pintadas por Goya de por medio; ‘La casta Susana’ (1963), de Luis César Amadori, segunda versión del filme dirigido por Benito Perojo en 1944; ‘La pérgola de las flores’ (Román Viñoly, 1965), donde interpreta con desparpajo a un florista reivindicativa, o ‘La boda o la vida’ (Rafael Romero Marchent, 1973), un vodevil fotografiado por el zaragozano Emilio Foriscot y en el que interviene en un corto papel Eduardo Calvo, tío del que esto escribe. Marujita Díaz fue una vedete de la derechona más rancia y casposa, que cuando cantaba ‘Banderita’, de la revista ‘Las corsarias’, ondeaba una gran rojigualda que rielaba al viento. Solo le faltaba la cabra de la legión.

    Lloramos juntos, pero igualmente poco, la muerte del alicantino Jaime Morey, uno de los principales representantes de la canción melódica española de las décadas de 1960 y 1970. Amigo de Fraga Iribarne, el cantante prestó su imagen al referéndum ‘Por la paz’ en 1972, en realidad un descarado voto de apoyo al franquismo. ¿A quién se le ocurre cantar para la derecha cuando lo que molaba era la izquierda? Esta nunca se lo perdonó. Y volvió a aceptar en 1977 otro encargo de Fraga para cantar el himno ‘La verdadera libertad’, de Alianza Popular, en las primeras elecciones democráticas en España. Se fue al exilio porque aquí no lo quería nadie y en México protagonizó culebrones de cuarta división y grabó algún disco con mariachis. De vuelta a España, rodó en 1983 la disparatada comedia de José Ramón Larraz ‘Juana la loca… de vez en cuando’, en el papel de Felipe el Hermoso, y la cámara del zaragozano Raúl Artigot hizo lo que pudo con aquel personaje.

    Otro cámara zaragozano, esta vez Emilio Foriscot, se encargó de las fotografías de ‘Objetivo las estrellas’ (Ramón Fernández, 1963) y de ‘Julieta engaña a Romeo’ (José María Zabalza, 1964), ambas interpretadas por la recién fallecida Lina Morgan. Su primer trabajo de protagonista en el cine lo hace a las órdenes del cómico Tony Leblanc en ‘El pobre García’ (1961), donde la Morgan trabajó junto al actor zaragozano Fernando Sancho. Otro zaragozano, José María Forqué, la dirige en ‘Una pareja distinta’ (1974). A lo largo de su carrera cinematográfica, Lina Morgan intervino en unas cuantas blandas comedias a su servicio, como ‘Soltera y madre en la vida’ (Javier Aguirre, 1969), en la que Antonio Mingote ejercía de coguionista, y varias dirigidas por Mariano Ozores entre 1971 y 1975, siempre con música del turolense Antón García Abril (‘La graduada’, ‘La llamaban la madrina’, ‘Una monja y un don Juan’, ‘Fin de semana al desnudo’, ‘Los pecados de una chica decente’). Lina Morgan acabó siendo una de las acaparadoras de audiencias televisivas con las reposiciones de todos sus espectáculos teatrales, pero, sobre todo, cuando le escribieron ‘Hostal Royal Manzanares’, una serie hecha a su media y mayor gloria que la mantuvo muchas temporadas en pantalla haciendo reír a millones de telespectadores.  La duda es que si esta mujer de teatro y del espectáculo era una actriz, una cómica, un personaje, un prototipo o todo a la vez. Siempre se pensó que estaba desperdiciada, muy lejos de una Giuletta Masina, pero no encontró a su Fellini que la convirtiera en una actriz de culto. Fue una actriz popular, “la tonta del bote” que encandilaba con un movimiento de ojos a lo Marujita Díaz, unas trenzas, una voz aflautada y unos remolinos con la pierna que la caracterizaban y la hacían única. Probablemente alcanzó las cuotas máximas que sus condiciones le permitieron. Fue una empresaria de éxito, se compró un teatro y eso la hizo más grande. Los homenajes que se le tributaron insistían en los tópicos. Y todos sus fans volvieron a cantar lo de “agradecida y emocionada, solamente puedo decir… gracias por venir”.

    Lloramos juntos, otra vez, las muertes de los zaragozanos Ángel Aransay y Joaquín Alcón. El primero, el fraile de la pintura –al que dedicamos un artículo en este número de ‘El pollo urbano’-, fue un habitual del bar Bonanza, su lugar de recogimiento, en el que, místicamente solitario, exploraba una suerte de revelación, como elocuentemente lo reflejan Javier Estella y José Manuel Fandos en esa inquietante escena, entre la cristalera de un ventanuco, de su documental ‘Manuel García Maya, detrás de la barra’ (2010): sombrío y enigmático, misterioso y sobrecogedor, cabizbajo, inmerso en su mundo, siempre en presencia y con conciencia de la muerte. Por su parte, el fotógrafo Alcón, un pájaro de mal agüero y asiduo del Niké, retrató, entre las décadas de 1940 y 1970, lo mejor de la vida cultural y artística de Zaragoza con un estilo innovador, y fue miembro de la sociedad fotográfica de esta ciudad, frecuentando la sección de cine que dirigía el realizador zaragozano Armando Serrano, disuelta definitivamente por las envidias y los celos de los fotógrafos. Se relacionó con Manuel Rotellar, José Luis Pomarón, Joaquín Aranda, Antonio Artero, entre otros muchos, pero uno que lo trató frecuentemente fue el gran Alfonso Azcona, que actualmente está escribiendo sus memorias y muchos saldrán escaldados. La memoria de la posguerra zaragozana contada sin falsos moralismos y con las cartas boca arriba.

    Lloramos particularmente la muerte del madrileño Javier Krahe, cinéfilo empedernido que dedicó una canción a Buñuel: “Viridiana en el convento hace buñuelos de viento para el padre Nazarín”. Compartía con el de Calanda la sorna y el gusto por azotar a la religión. Krahe, muy influenciado por Georges Brassens, al que reivindicó, fue uno de los pocos que cultivaron la canción teológica. Y elaboraba las canciones como ecuaciones matemáticas. Un arquitecto radical de las letras que iba a su bola, siempre con la sátira como marca de la casa. En Zaragoza fue un habitual del café Prior, el teatro del Mercado y el pub La campana de los perdidos. Recuerdo alguna noche con él, junto a Dani Clemente y Carlos Malizia. Su primera vocación fue el cine. Tras abandonar los estudios de ciencias empresariales, ejerció incluso como ayudante de dirección en varios filmes. Se fogueó como actor haciendo de médico fumador en ‘No respires, el amor está en el aire’ (1999), de Joan Potau, y fue denunciado –y finalmente absuelto- de un delito contra los sentimientos religiosos por la emisión televisiva, en 2004, de un vídeo grabado por él mismo en 1978, en el que explicaba humorísticamente cómo cocinar un Cristo al horno para dos personas. Es lo que hizo la cineasta Ana Murugarren en su película ‘Esta no es la vida privada de Javier Krahe’. Nadie se libraba de la acidez de su ingenio, ni siquiera, por supuesto, él mismo. Y derramamos lágrimas de risa al escuchar su capacidad para retratar la ridiculez de los impostores políticos. De Felipe González hasta hoy mismo. Se ha ido, en Cádiz, sin hacer ruido ni despedirse. Tuvo un tiempo que era un fenómeno televisivo. Cuando la televisión no era solamente un coto privado de los mediocres aplaudidores de los políticos de turno. Las lágrimas que en televisión son fingidas o sobreactuadas, cuando parecen salir de un rincón de la persona que se esconde tras la coraza, adquieren otra valoración. Todo un azote, en fin, de biempensantes y agitador de conciencias acomodadas. Como el maestro de Calanda.

     Lloramos juntos, de nuevo, la honestidad del cántabro Ricardo Palacios, que pasó del reconocimiento unánime durante un largo periodo a un silencio en estos últimos años que cualquiera diría que había abandonado su espíritu. Participó en casi doscientas películas. En 1964 se estrenó en el cine recreando a un personaje secundario en ‘Tengo diecisiete años’, de José María Forqué, una especie de contemporización del cuento de Blancanieves, muy acorde con la imagen de Rocío Dúrcal de la época. Dos años más tarde ya coprotagoniza el filme de José Luis Viloria ‘Los diablos rojos’, con fotografía de Raúl Artigot. También interpreta a un impagable bandolero brasileño en la película de Jesús Franco ‘Fumanchú y el beso de la muerte’ (1968), la cuarta de las producciones que sobre la mítica creación de Sax Rohmer emprendiera el productor Harry Alan Torrens con Christopher Lee, también recientemente fallecido, encarnando al maquiavélico oriental. En 1970 coprotagoniza con el zaragozano Carlos Ballesteros ‘El sobre verde’, de Rafael Gil. Tres años después coprotagoniza con el también zaragozano Fernando Sancho (en su clásico papel de mexicano cochambroso) ‘Dallas’, de Juan Bosch. Con el mismo Sancho interpreta en 1978 ‘A la legión le gustan las mujeres (… y a las mujeres les gusta la legión)’, de Rafael Gil. En el llamado ‘spaghetti-western’ trabajó con mucha frecuencia y fue en este género donde apareció de forma infatigable para labrarse una buena reputación. Su singular fisonomía –orondo y con una expresión que podía ir de la bonhomía a la perversión- le abocó a hacer papeles de villano, al galope por el desierto almeriense. Estuvo a las órdenes de directores como David Lean, Richard Lester, John Guillermin, Terence Young y Sergio Leone, pero también a las de Jacinto Molina, Antonio Margheritti, Sergio Sollima, Juan Piquer Simón, José Luis Merino, Pedro Luis Ramírez y otros muchos. Acabó convertido en actor casi fetiche del gran Jesús Franco. En 1982 dio el salto a la dirección con ‘Mi conejo es el mejor’, en la linde del porno, y el tío Jess fue precisamente el productor. Cinco años después dirigió ‘¡Biba la banda!’ y luego las series televisivas ‘Crónicas urbanas’ y ‘La banda de Pérez’.

    Lloramos juntos, para terminar, a otro de los villanos más representativos del wéstern europeo, el madrileño José Canalejas, hermano de la actriz Lina Canalejas, con la que coincidió en ‘Labios rojos’ (1960), su debut cinematográfico a las órdenes de Jesús Franco. Con José Luis Borau trabajó en ‘Brandy’ (1963), una del oeste autóctono previo al ‘boom’ de Sergio Leone. Precisamente, con el italiano participaría en ‘Por un puñado de dólares’ (1964) y ‘La muerte tenía un precio’ (1965). Su mirada turbia y su catadura convirtieron al actor en uno de los grandes ‘malotes’ de la coproducción mediterránea. Su filmografía se sucedió a un ritmo de cinco o seis títulos por año. A medida que estas coproducciones van declinando, Canalejas empezó a emplearse en series televisivas como ‘Curro Jiménez’ (1977), ‘La barraca’ (1979), ‘Cervantes’ (1981) o ‘Ramón y Cajal’ (1982), esta última dirigida por José María Forqué. Y con Borau aún intervendría en ‘Niño nadie’ (1996), uno de los títulos menos interesantes del cineasta aragonés.

    “Tenemos que vivir, no importa cuántos cielos hayan caído”, escribió D.H. Lawrence. Siempre llega el benéfico olvido sin el cual no se puede dar un solo paso, ni respirar, ni mirar a alguien a los ojos sin ignorar su calavera. Con muchos de ellos pasamos tardes y tardes en las sesiones dobles de los cines de barrio. A todos ellos les estamos escribiendo una despedida para siempre. Entre la soledad y la orfandad, ya lo sabemos, queda la vida atrapada en los pequeños detalles. Y lloramos.

Artículos relacionados :