El cine olvidado: la casa de las puertas cerradas

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Por Fernando Usón

   Nunca he podido compartir que, de las cinco grandes obras maestras de Carl Theodor Dreyer, VREDENS DAG (Dies Irae, 1943) suela ser la menos entusiastamente valorada.

    La razón de esta relativa minusvaloración parece ser que, frente a la imbricación vanguardista de LA PASSION DE JEANNE D’ARC y VAMPYR, y frente al abrazo al minimalismo y a la frontalidad del cine primitivo que proponen ORDET y GERTRUD, VREDENS DAG aparenta ser más convencional: Noël Burch, de hecho, llegó a despacharla poco menos que como una concesión a su vilipendiado Modo de Representación Institucional. Se suele pasar por alto que sin los pasmosos travellings de este majestuoso film habría sido imposible la depuración alcanzada por el último Dreyer; se acalla su total desprecio a las convenciones cinematográficas (como muestran su proliferación de saltos de eje; o su carencia de planos de los exteriores de las viviendas y los lugares públicos, en franco y justo desprecio al socorrido plano de situación; incluso ¡su total ausencia de créditos!); cuando no se decide simplemente ignorar que VREDENS DAG, aunque sólo fuera porque en ella se compendian las más importantes líneas de fuerza, temáticas y formales, del cine del maestro danés (de PRÄSTÄNKAN a VAMPYR, de MICHAEL a GERTRUD), con intensidad análoga o superior a la de los otros títulos, es simplemente la plenitud dreyeriana. Nada menos.

   Pues aquí está todo el mejor Dreyer: el hálito paisajístico y campestre de PRÄSTÄNKAN (La viuda del párroco); los montajes en paralelo de BLADE AF SATANS BOG (Páginas del libro de Satán); el blanco resplandeciente de GERTRUD; el entorno doméstico de DU SKAL AERE DIN HUSTRU (El amo de la casa); la atracción amorosa de MICHAEL; la pátina onírica de VAMPYR y las intervenciones sobrenaturales de ORDET; la sociedad intolerante que acosa a los indefensos, y en particular a las mujeres, de LA PASSION DE JEANNE D’ARC; la insatisfacción y la renuncia a la vida de GERTRUD… Así, esta historia de puertas continuamente cerradas, o que sólo se abren para cerrarse acto seguido aislando a unos personajes de otros, es el tratado dreyeriano más acabado sobre su tema favorito de la intolerancia (que denuncia no sólo en la sociedad, sino también en las personas, y no sólo en los inquisidores) y, al igual que LA PASSION DE JEANNE D’ARC, se erige como un furibundo alegato contra ella. Pero también es una reflexión, como MICHAEL, sobre la fuerza del amor y la fatalidad de la existencia; es, como VAMPYR, una puesta en entredicho de la realidad tangible, donde lo sobrenatural acecha por materializarse; y como GERTRUD, es el retrato, más tierno que acerado en este caso, de una idealista, o más bien, de tan ofuscada, una ilusa, que piensa que el amor lo es todo porque la sociedad no es nada.

    Tal vez uno de los aspectos que más llamen hoy la atención de VREDENS DAG para los aprendices de Burch, provocando su minusvaloración del film pese a tan inusitada riqueza temática, sea su montaje notoriamente fragmentado e incluso su profusión de la estructura del plano y contraplano…, aunque utilizada de tal manera que parece algo inventado por Dreyer. Pues bien, si el artista se pliega más a la narración que en sus dos obras maestras precedentes y si fragmenta más que en las dos últimas o en casi toda su obra muda, ello se debe a la necesidad de definir mejor a sus personajes y de perfilar más nítidamente sus relaciones, ya que aquí hay cinco personajes gigantescos (Anne, Absalon, Martin, Merete y Marte Herlofs), de complejidad inusitada, sin parangón en el resto de su obra, incluidas las dos últimas películas. Cierto, Gertrud nada tiene que envidiar a Anne en complejidad, pero los hombres que la rodean son más de una pieza que Absalon o Martin…, y otras mujeres simplemente no existen. Esto lleva a preguntarse, duda que sobrepasa este título concreto para recalar en el cine en general, si Dreyer fragmentó más al percibir el rico material humano con el que contaba, o más bien es al contrario, y los personajes son más profundos precisamente porque el cineasta fragmentó más, potenciándose así un mayor número de matices de su psique. Sea como sea, hay cantidad de estrategias formales en VREDENS DAG que contradicen airosas su supuesta convencionalidad. Apunto:

  • el montaje paralelo, que cortocircuita numerosas secuencias para generar a cambio sugerencias y emociones tantas veces inesperadas (por ejemplo, la vuelta a casa de Absalon en la tempestuosa noche o el paseo nocturno de Anne y Martin);
  • los profusos y muy evidentes, sin duda hasta chocantes para un espectador actual e “institucional”, saltos de eje, que crispan las relaciones, a la vez que registran subespacios emotivos divergentes y que apuntan a fuerzas y sentimientos contradictorios, a veces pugnando dentro del mismo personaje;
  • los solemnes travellings, sin parangón en su época en todo el cine occidental (especialmente, aquellos hacia la izquierda combinados con panorámica, relacionados siempre con Marte Herlofs…, aunque ya esté muerta);
  • el cadencioso ritmo, que proporciona al film un carácter profundamente musical, también sin igual en la época por su pausada majestuosidad y por su renuncia al énfasis, y que lo mismo realza a la perfección los momentos más cotidianos (las escenas familiares), que los más ominosos (las torturas a Marte, en off) que los más eróticos (la invocación de Anne a Martin);
  • la osadía del sonido ambiente, construido casi únicamente sobre las campanas que acompañan las denuncias por brujería y el sempiterno tic tac del reloj de la casa del párroco (que, cual versión doméstica de dichas campanas, apunta fatídicamente al destino de Anne);
  • la tan parca como determinante utilización de la música, simplemente insuperable (en la que destaca la justamente célebre transfiguración, debida a Poul Schierbeck, del tenebroso Dies Irae medieval en el conmovedor tema de amor);
  • la iluminación, materializada por Karl Andersson, sin duda una de las más radicales y arriesgadas de la historia del cine, basada en dos líneas fundamentales: la contrastada y cortante que acompaña a los personajes más fanáticos (como Merete, o también Absalón) y, sobre todo, las sombras de ramas u otras indeterminadas que se posan sobre las víctimas (Anne, Marte, incluso Martin cuando se encuentra bajo la influencia de Anne), sombras que en ocasiones llegan incluso a impedir al espectador la visión diáfana del rostro de los actores.

 

 [En los fotogramas adjuntos, dedicamos una primera serie a las rejas, que conforman el rasgo más distintivo de los decorados; y la segunda serie, a las sombras, de follaje o indeterminadas, proyectadas sobre las víctimas.]

   Todo lo anterior, junto a otros muchos factores (entre ellos, ¡claro!, los actores, con una inolvidable Lisbeth Movin a la cabeza), confluye en una película de exaltada belleza, absolutamente única en la historia del cine; un auténtico festín cinematográfico, no sólo formal, sino también temático, sensorial y, sobre todo, emocional.

   No hay duda: una de las experiencias más intensas nunca brindadas por una pantalla de cine o por cualquier otra arte es el prodigioso plano final sobre Anne que, majestuoso, enternecedor, punzante y no sé cuántas cosas más, corona el film y condensa sus líneas principales (y de paso, destila toda la obra dreyeriana); plano sostenido largo rato sobre el rostro demudado de Lisbeth Movin y su voz llorosa, con su mirada a lo alto, su mirada de los mártires, mientras musita la frase más bella escrita para el cine y acaba por sonar un desgarrador, por cristalino, introito del Dies Irae. “Te veo a través de mis lágrimas. Pero nadie viene a enjugármelas.”

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