Siga el camino de grageas amarillas

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Por José Joaquín Beeme

     Debería programarse en salas de espera de consultas psicoanalíticas para picazones púberes. Sesión continua. Del revés les pondría, a los adolescentes de acné o de corazón, en su sitio cuando más lo buscan.

    Lo llevan todo de cabeza: su rebeldía con o sin causa, su rareza de bichos en formación / deformación constante, su mundo aparte donde sólo caben ellos en su autosuficiencia sufragada. Y esta película lo atrapa con el ardid de reducir al mínimo la anécdota humana, cotidiana, exterior, para bucear, en viaje alucinante, por el cerebro variopinto y pobladísimo de una muchacha en flor. Una variante del surrealismo de caramelo (¡Rompe Ralph!, Charlie y la fábrica de chocolate, Alicia en el País de las Maravillas) que navega entre manualillo de psicología urgente y parque de atracciones en un improbable Oz de neuronas marshmallow. Pete Docter se pasa ahora al monstruo de carne y hueso, ese para quien (dicen) la Universal pensó los suyos en la convicción de que licántropo o frankenstein somos todos en esa incierta edad del volcán hormonal, y la protagonista, atrapada entre su confortable niñez moribunda y una adultez filosa y todavía no digerida, ha de asumir la irreversibilidad de crecer, la descomunal confederación de almas en lucha que lleva dentro. Disputándose lo que fue y no es y está empezando, una vez y para siempre, a ser.

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