Los estrenos en los cines: El subconsciente animado

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Por Don Quiterio

     Nunca he sido un experto –si es que uno lo es de algo- del cine de animación, pero desde que soy padre -¡ya han pasado cinco años!- he visto con mi hija un montón de películas de dibujos animados, a las que tenía medio o enteramente abandonadas. Y, claro, he visto de todo, bueno y malo, pero lo importante es el público infantil, que se lo pase pipa, que se ría y extasíe.

    El público adulto, a veces, también se ríe y extasía cuando el formato de animación narra primorosamente las mejores historias, y le deja con la boca abierta y con una impagable expresión feliz. Este paraíso, nacido a principios de los años noventa del siglo veinte, lo han hecho posible unos animadores virtuosos que rezuman humor y poesía, narrativa y fantasía, capitaneados por el gran John Lasseter y secundados por gente como Andrew Stanton, Brad Bird, Joe Ranft o Pete Docter.

    Es precisamente este último el responsable del título ‘Del revés’, la última creación de Pixar que ha llegado a la cartelera zaragozana, con la codirección de Ronaldo del Carmen, hasta ahora eficiente empleado del departamento de arte. La compañía del flexo profundiza en la sicología infantil, una propuesta que se la ofrece en su día al tío Walt y le da un síncope. ‘Del revés’ perfora los límites de lo que hasta ahora se entendía por animación y trata de doblar el mundo de una niña en un juego de espejos a un lado y el otro de la pantalla (y de la mente). Desde un extremo, lo que se ve (lo real); del otro, el mecanismo complejo de las innumerables neuronas que cobija un cerebro humano. De alguna forma, el universo Pixar ha sido siempre el propio cine como espacio de representación. Los mundos se duplican del mismo modo que lo hacen en la mirada de cualquier espectador. Cuando vemos a los sueños cobrar vida dentro de la cabeza de la protagonista, lo hacen transformados en cine. O sea, cine dentro del cine que replica la mente como si fuera, en efecto, un cine. Ni Segundo de Chomón podría desear mejor laberinto. El rigor formalista de los laberintos de la memoria.

    ¿Cómo hacer sentir? ¿Cómo nace el sentimiento? ¿Cómo se representa? ¿Por qué una niña alegre puede convertirse en una preadolescente triste y taciturna? Todo el relato gira en torno a lo útiles que pueden ser las emociones categorizadas ‘negativas’ (la tristeza, el asco, la ira, el miedo) en la conquista de una vida feliz y plena. La película, así, evita las teorías del sicoanálisis clásico y bebe poco o nada de las teorías de Freud, aunque toma de Carl Jung algunas de sus reflexiones sobre los sueños y la creatividad. En algunos momentos, este artefacto conceptual que es ‘Del revés’ nos recuerda al gran Alain Resnais de ‘Toda la memoria del mundo’ y ‘Je t’aime, je t’aime’, aunque, todo hay que decirlo, peca de cierta prudencia a la hora de adentrarse en estos universos. El conjunto, en cualquier caso, es grandioso, un carrusel de peripecias por el parque de atracciones del subconsciente.

    El cine de animación, en efecto, parece haberse ganado en los últimos tiempos el respeto del público. Sin embargo, todavía se mantienen algunos prejuicios a la hora de equiparar a nivel artístico y autoral una película de dibujos animados con otra de imagen real convencional. En España también se está a la altura de las grandes producciones norteamericanas, toda una industria que hace un siglo, repito, animaba un turolense, Segundo de Chomón, que tuvo que irse a Francia e Italia para poder desarrollar su talento. Los tiempos han cambiado, como lo demuestra Enrique Gato, el de ‘Las aventuras de Tadeo Jones’, que ahora ha estrenado ‘Atrapa la bandera’, en el que un niño viaja a la Luna por equivocación, todo un razonable modelo de aventura infantil con un eficaz sentido de la narración, pese a un guion en exceso plano, estereotipado y ñoño. Se agradecen, por otra parte, los guiños al Clint Eastwood de ‘Spacey cowboys’ y al Stanley Kubrick en alusión al famoso falso documental que desmontaba la hazaña de los astronautas Armstrong, Aldin y Collins.

    Entre la imagen real y la animación, se ha estrenado también ‘Pinocho y su amiga Coco’, de la alemana Anna Justice, una historia basada en el clásico cuento popular de Carlo Collodi que los niños disfrutaron en la pantalla con esas disparatas aventuras del travieso y respondón muñeco de madera que cobra vida. Se trata, en realidad, de una miniserie que se comprime para su explotación en las salas comerciales, y eso se nota en un conjunto algo escaso de matices pero de cierto gusto en la escenografía. Las adaptaciones realizadas por Luigi Comencini, Steve Barron o Michael Anderson se ajustan más al original, aunque, al menos, esta de ahora no abruma en la moralina de la versión Disney de 1940.

    El danés Bille August, ya en imagen real convencional, vuelve a sus buenos tiempos con ‘Corazón silencioso’, un rasposo drama existencial, realizado con tacto y sensibilidad y centrado en el urgente deseo de morir por parte de una enferma terminal, antes de que la pérdida de sus facultades físicas y mentales la humillen sin remedio. La película sigue la estela de ‘Mar adentro’ (Alejandro Amenábar, 2004) y ‘Amor’ (Michael Haneke, 2012), pero no pretende elaborar un discurso sobre la eutanasia, ni reivindicar nada. Tampoco pretende llevar hasta sus últimas consecuencias la apología del suicidio, asistido o no. Una historia de amor y soledad, tierna y cruel al mismo tiempo, que reflexiona sobre el ser humano y su naturaleza. El dolor es inevitable, escribió alguien; el sufrimiento, opcional.

    ¿Y el miedo? El miedo es otra cosa. Una invención sublime. Un juego de alegorías y presencias. Un temor que se intuye en lo que hay al otro lado del espejo, de la puerta. Un ruido que rompe el sereno acontecer del sueño durante la noche. ‘La visita’, del cineasta de origen indio Night Shyamalan, es un homenaje al miedo, una interrogación sobre lo desconocido, sobre la muerte y, también, una apología del perdón. Pero el cineasta no logra en ningún momento resucitar la magia de los modestos títulos de la serie b clásica, acaso porque se mezclan los habituales horrores con un tono de parodia (escena del horno) que no termina de resultar adecuado a la longitud de onda en la que se mueve el filme.

    Fiel a su cita anual, Woody Allen demuestra estar en plena forma con ‘Irrational man’ y confirma su habilidad para manejar tramas y situaciones con insólita frescura, con el desaliño justo, y siempre a través del humor negro. En entronque de Allen en el clasicismo más puro es incesante y la película forma parte de las comedias deliciosamente ácidas, todo un catálogo de infidelidades donde nadie escapa del pecado. A partir de una historia que bebe de los conceptos literarios de Patricia Highsmith, Allen compone un filme bien sincronizado sobre el bien y el mal, la verdad y la mentira, y retoma uno de sus temas predilectos, el de la posibilidad del crimen perfecto para desarrollar una severa tragedia con aires ligeros de cuento moral en torno a un profesor, su alumna enamorada y los asuntos filosóficos de Sartre o Schopenhauer de por medio. ¿Puede haber bondad y belleza en un crimen perfecto?

    Una cierta decepción provoca la nueva película de Fernando León de Aranoa, ‘Un día perfecto’, adaptación de la primera novela de la médico, escritora y cooperante madrileña Paula Farias (‘Dejarse llover’, 2005), que parece una suerte de wéstern de compinches y camaradas con un mensaje ético y social más bien pobre. De Aranoa trata de resolver una situación surrealista en los estertores de la guerra fraticida de Kosovo, pero no es capaz de transmitir de forma convincente un relato de ritmo errático que solo en la última toma concilia efectividad e intención. La película parece inacabada y los cooperantes resultan ser tan ajenos al lugar como la banda sonora musical que, a veces, nos saca de la probable intensidad. La experiencia, la verdad, no ha sido tan ‘perfecta’, pero, al menos, ahonda, a la manera de la comedia antibelicista de Robert Altman (‘MASH’, 1970), en el sinsentido de la ayuda humanitaria en medio de los conflictos armados, dentro de una tradición macabra según la cual los ejércitos bombardean a la población civil y luego mandan a la Cruz Roja a recoger los despojos.

    También resulta discutible ‘Los exiliados románticos’, de Jonás Trueba –que no cumplió 25 en el año 2000-, una modesta comedia generacional de aroma francés, acerca de la amistad y las inquietudes de tres jóvenes que se lanzan a la carretera en busca de amores idealizados, y donde el realizador lo fía todo a la espontaneidad de sus personajes y a su interés por las relaciones humanas, a la manera del gran Eric Rohmer –salvando las siderales distancias-, de la ‘nouvelle vague’ en general y, por extensión, de los llamados “nuevos cines europeos”. Todo lo que en los filmes de Rohmer era rigurosa concentración de hechos, certera funcionalidad de la escenografía y primorosa contención de las imágenes, aquí la mayor parte de las secuencias resultan superficiales. La consecuencia inmediata es que la simpleza formal se hace más visible al no quedar enmascarada por el impacto de los diálogos, tan ingenuos como insustanciales. Eso sí, el actor oscense Vito Sanz está simpático cuando explica qué significa Salou en una comida en la que se hablan varios idiomas.

    El joven Trueba, en efecto, admite influencias, magisterios, amores y desacuerdos, y apuesta por los personajes, pero, muchas veces, desdeña la narración, se estanca replegándose sobre sí mismo, lo que provoca cierta reiteración, cierto quietismo, en la crónica de estas eternas melancolías. Una película que rebosa naturalidad y frescura, aunque el joven cineasta no puede evitar la pedantería del chico listo de la clase. De hecho, el título de su película lo toma de un ensayo de E.H. Carr sobre los rusos que a mediados del siglo diecinueve se esparcieron por Europa conspirando contra la autocracia zarista. Su fervor revolucionario iba unido a un incorregible romanticismo. Una cita culta más en una película repleta de ellas. Trueba sabe que está “mal visto” mostrarse tan ilustrado, pero no puede evitarlo. “Las citas de libros o de películas forman parte de mi vida cotidiana”. Lo dice, esto es, Jonás, pero podría haberlo dicho el mismísimo Truffaut.

    A pesar de su pericia visual, me ha decepcionado el filme de Julio Medem ‘Ma ma’, un disperso relato sobre el cáncer de mama, la maternidad, la dualidad sexual, la búsqueda del placer anónimo y las relaciones entre madres e hijos, contado a modo de melodrama tan inverosímil como bienintencionado. Tampoco me ha convencido la ópera prima de Zoe Berriatúa, ‘Los héroes del mal’, un drama juvenil al estilo del Saura de ‘Los golfos’ y ‘Deprisa, deprisa’ o el Armendáriz de ‘Historias del Kronen’, que no termina de culminar las expectativas de una juventud a la intemperie, ni consigue plasmar con la suficiente perspicacia esa línea de sombra que separa la adolescencia de la edad adulta, pese a su aparente frescura y espontaneidad.

    El gallego Dani de la Torre debuta en la dirección del largometraje con ‘El desconocido’, un frenético thriller de carga social sobre un ejecutivo de banca en una situación límite, repleto de persecuciones, explosiones y carreras de coches, al estilo del cine de acción estadounidense, con todo lo bueno y lo malo que se quiera dilucidar, pero la tensión se agota a medio recorrido, porque todo ocurre a la vez para aturdir la posible verosimilitud del relato.

    Otra decepción: la adaptación del tebeo de Manuel Vázquez ‘Anacleto, agente secreto’, dirigida por Javier Ruiz Caldera, porque naufraga en el afán de una puesta al día del material de partida y se queda en una mera comedia de acción paródica a la manera de la franquicia ‘Torrente’ de Santiago Segura. En este sentido, resulta mucho más plausible la trayectoria de Javier Fesser, que ha demostrado ser en sus películas un verdadero enamorado de los tebeos de Ibáñez, conservando su genuino y característico humor para hacerlo asequible a todos los públicos. Y aquí se han olvidado hasta del infantil.

    Decididamente, y a la vista de ciertas películas de imagen real convencional, uno confraterniza con el protagonista de ‘Ferdydurke’, aquella gran novela de Gombrowicz: “No sé quién soy, pero sufro cuando me deforman”. Y, al final, te quedas con el cine de animación. Aunque solo sea por mi hija.

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