‘Encrucijada de Sanz Briz’, documental de José Alejandro González Baztán

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Por Don Quiterio

     Hubo una segunda guerra mundial en Europa y otra en Asia (incluso una más en el Mediterráneo). En Europa, la guerra dirigida en la zona oriental por Adolf Hitler se distinguía del conflicto de la zona occidental.    El ejército alemán, en la zona occidental, llevó a cabo una guerra tradicional de conquista, por decirlo de alguna manera, acompañada de una represión implacable de todas las formas de resistencia con el fin de permitir la ocupación y la explotación del modo más eficaz. Además de pretender ocupar y explotar el terreno, el Tercer Reich, en la zona oriental, quería germanizar también el espacio vital.

    Conforme a las teorías racistas y demográficas que inspiraron el nazismo, esta guerra colonial de efecto retardado tomó un carácter genocida. La ‘arianización’ y la autosuficiencia de estos territorios implicaban la expulsión o el exterminio de los llamados “hombres inferiores” (judíos, gitanos, polacos, eslavos…) para dejar paso a los alemanes de “pura raza”. Esta estrategia convergió con la aniquilación programada de los judíos de Europa. El holocausto fue la parte más avanzada y la más trabajada de unos planes de exterminio que eran mucho más amplios. Esta diferencia entre las dos guerras europeas de Hitler explica también la dignidad en cuanto a las cifras de víctimas. En la zona oriental, la proporción de asesinatos, donde se incluye a los judíos, es la más elevada.

     Y la actitud de los aliados ante el genocidio sigue siendo un misterio. De hecho, pese a la supremacía aérea anglonorteamericana, nunca se optó por la destrucción de las infraestructuras que permitían el funcionamiento de los ya entonces documentados campos de exterminio. Es más, pese a publicarse en prensa occidental su existencia, en 1945 millones de personas decían desconocer el holocausto. La pregunta de por qué no se bombardearon las líneas de tren que conducía a Auschwitz nunca tendrá una respuesta clara.

    ¿Cómo pudo llegarse a eso? ¿Cómo llegó la oscuridad a una Europa que había brillado con tanta intensidad desde el comienzo de su propia constitución como cultura? Auschwitz nos muestra el miedo en el puñado de polvo al que fue reducido el hombre por el hombre. En el puñado de ceniza que fue condenado el hombre por el hombre. En el puñado de carne y sangre sin sentido en el que se convirtió el hombre a manos del hombre. Pero Auschwitz nos muestra también el lugar donde se encuentran las razones de nuestra cultura. Esas razones que nos invitan a dar significado al sufrimiento, explicación a la barbarie, dignidad a las víctimas.

    Con guion y dirección de José Alejandro González Baztán, el documental ‘Encrucijada de Sanz Briz’, recién estrenado comercialmente en las salas Aragonia, muestra el perfil humano de un diplomático aragonés y explica la estrategia que siguió, con denodados esfuerzos, para salvar del exterminio nazi a más de cinco mil judíos húngaros. Ángel Sanz Briz (Zaragoza, 1910 – Roma, 1980) fue, en efecto, embajador español en Budapest durante la segunda guerra mundial y el documento acerca al espectador la historia de cómo este zaragozano reaccionó para defender la vida en medio de la barbarie. Conocido como el “Schlinder hispano” –recuerden la película dirigida por Steven Spielberg en 1993-, Sanz Briz se la jugó frente al holocausto en la problemática España bajo la batuta del general Franco para librar de las cámaras de gas a miles de personas.

    El zaragozano ejercía en 1944 como encargado de negocios de la legación española en Budapest, justo en el momento en que Adolf Eichman comenzó a deportar a miles de judíos a Auschwitz (Polonia). El diplomático aragonés burló a las autoridades alemanas y húngaras y emitió miles de cartas de protección que garantizaban la inmunidad. En diciembre de 1944, el gobierno español le ordenó abandonar Hungría. Ya había logrado una gran hazaña que le valió el título de “justo entre las naciones”, concedido en 1966 por el estado de Israel.

    A través de los testimonios de sus hijos, Juan Carlos y Ángela Briz, y de personalidades como Jaime Vándor, Federico Ysart o el turolense Julián Casanova, el documental –basado en el libro de Diego Carcedo ‘Un español frente al holocausto’- nos introduce, con una matizada fotografía de Carlos Navarro y una adecuada banda sonora de Emilio Larruga, en la figura de un hombre que expidió pasaportes españoles a todos los judíos que pudo, en medio de las deportaciones y el horror, y muestra su perfil humano en el conocimiento de la estrategia que siguió para salvar del exterminio a tanto judío húngaro. José Alejandro González Baztán profundiza, esto es, en la vida de este héroe aragonés que ya tiene un hueco en la historia, porque solo así se puede entender por qué tomó la decisión de arriesgarlo todo.

    “Horrorizado ante los asesinatos en masa que estaba sufriendo la comunidad judía”, repara el realizador, “Sanz Briz perfeccionó el sistema que empezaban a utilizar en Suecia, Suiza y la nunciatura del Vaticano, y logró la autorización del gobierno húngaro para que doscientos judíos quedaran bajo la protección española si se acreditaban raíces sefardíes. También, posteriormente, logró aumentar este número a trescientas cincuenta autorizaciones. Arriesgando su vida, su empleo y su patrimonio, multiplicó esos documentos para que tuvieran alcance familiar y así salvó a más de cinco mil quinientas personas, que quedaron bajo protección española, aunque no tuvieran ningún tipo de vínculo con España”.

    Probablemente, el curso de la primera mitad del siglo veinte fue el periodo más sangriento de la historia de la humanidad, las atrocidades cometidas durante las dos guerras mundiales, de una crueldad inusitada. Casi podría decirse que la crueldad está ya en el principio, como por encima de los orígenes de la humanidad: dioses que devoran a sus hijos, o que destruyen ciudades por la conducta lasciva de sus habitantes, o que castigan a toda la especie humana porque alguien se comió una manzana. De ahí que la imagen que tenemos de las antiguas civilizaciones esté indefectiblemente teñida asimismo de crueldad: sus guerras, sus conquistas, la propia vida cotidiana. Una imagen siempre vinculada, a modo de inevitable contrapartida, a la expansión y el esplendor de absolutamente todos los imperios.

    “Mi padre”, dice una de las hijas de Sanz Briz, “alojaba, al principio, a los judíos en la embajada y, al aumentar el número de personas, decidió alquilar casas y poner la bandera española. Impedía el acceso a ellas a los nazis, ya que esos edificios se beneficiaban de la extraterritorialidad de las misiones diplomáticas. Mi padre pagó los alquileres, la comida y las medicinas, muchas veces con su dinero. Informó al gobierno español en muchísimas ocasiones y nunca le dieron permiso para actuar. Por eso decidió hacer lo que le dictó su conciencia”.

    Con todos estos mimbres, José Alejandro González Baztán ordena con cuidado los componentes del documento y arma una historia sobre la persistencia del pasado infamante, sobre la indiferencia implacable de la realidad material ante los destinos humanos. Un gran trabajo, necesario y bien elaborado, con una eficaz asesoría histórica de Erzsébet Dobos y un inteligente montaje de Soroya Villar, en torno a un estratega que alcanzó una conciencia profunda del trato inhumano que sufrían los judíos por parte de los nazis (detención indiscriminada, envío a campos de concentración, exterminio), implicándose en una labor humanitaria que puso en peligro su integridad física, y cuya historia ya fue contada parcialmente en la ficción ‘El cónsul Perlasca’ (Alberto Negrin, 2002) o más detalladamente en ‘El ángel de Budapest’ (Luis Oliveros, 2011). Vale la pena ver un documental de la importancia de ‘Encrucijada de Sanz Briz’. Porque estremece. Porque alumbra.

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