‘Un sueño breve’, cortometraje de Rosa Gimeno

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Por Don Quiterio

   El tiempo es algo relativo. No solo lo decía Einstein, sino también Chester Himes en una de sus novelas de serie negra sobre Harlem: “Eran diez minutos a pie si estuvieras yendo a la iglesia y unos dos y medio si tu señora te estuviera persiguiendo con una navaja”.

Sobre el tiempo cinematográfico no dice nada. Para eso está Rosa Gimeno. La cineasta zaragozana, esto es, sabe que el tiempo vuela y deja a su paso los peligros del olvido. Lo que pasó ayer ya es viejo en el calendario donde señalamos lo que está pasando ahora mismo. O eso le decía quien esto escribe con ocasión de su anterior (e igualmente excelente) cortometraje, ‘Bailar al son: la tirada de los dados’ (2013). Y lo que decía, mira por dónde, no se hace caduco en su nuevo trabajo titulado ‘Un sueño breve’ (2015). Su ideario, en efecto, discurre entre la dureza del existencialismo y la belleza de la vida, en el que persigue la pervivencia de la memoria.

Una memoria sangrienta, fundida en rojo, que vuelve constantemente, como versos libres de un hilo que se mueven cuando alguien –o algo- pasa. El cine solo es el acto de poner en imágenes una conciencia moral por una necesidad comunicativa. El auténtico cine plantea preguntas, pero no tiene respuestas. Las respuestas son del político, del teólogo, del científico. Acaso de cada uno de los espectadores. Mientras haya hombres, lo he dicho muchas veces, habrá humanismo. El buen cine, por lo tanto, es un diálogo con el espectador, y habla de muchas cosas, del dolor, de las raíces del daño, del amor y de la culpa, del encuentro y la pérdida, de la vida y la muerte. La historia de los contrarios. El mundo de las cosas y las ideas. El mundo de la esencia y la existencia. El mundo de lo aparente y lo real. Esta dualidad se manifiesta en el cuadro ‘La degollación del Bautista’, de Caravaggio, ese artista italiano que revoluciona la pintura del barroco con la técnica del claroscuro al tiempo que participa en diferentes duelos, en los que llega a matar a un joven romano.

Y Rosa Gimeno, como Caravaggio, dramatiza el realismo de su visión recurriendo a fuertes contrastes de luz y sombra para seguir su estela. Y participa de esos duelos como una suerte de asimilación de los contrarios, en un largo y poderoso prólogo con el que presenta el relato, a través de una voz en off que nos advierte del secreto clandestino del lienzo, para desembocar en las verdaderas causas de los acontecimientos. O dicho de otro modo, los conspiradores actúan en la sombra y reorganizan la sociedad bajo la dirección de una élite industrial y religiosa en una concepción ambigua que, a menudo, flirtea con una fascinación segura por la figura del superhombre. Y se reactiva en cada gran periodo de perturbación colectiva, en particular cuando el orden dominante es amenazado. O amenazador. Los ideales son muy débiles y se vuelve verdaderamente complicado permanecer en un mundo binario, el del bien y el del mal, el de la democracia y el del totalitarismo. Un relato del mundo consciente y el vertedero inconsciente. A medida que avanza el metraje de ‘Un sueño breve’, la dualidad, lejos de disolverse, se acentúa: dios y diablo, peces y pájaros, poder y explotación…

‘Un sueño breve’, con una encomiable labor en el montaje a cargo de Santiago García y la propia Gimeno, se edifica sobre el vacío para poder cruzar las aguas del tiempo, y lleva al espectador a la otra orilla, sano y salvo. O tal vez no. Porque su realizadora tiene la capacidad de dar con lo lírico en el gris mazacote de la realidad. Este rasgo poderoso de su cine se acentúa en esta historia, densa y compleja, en la que nos visitan Mussolini, Martin Luther King, el Mayo del 68, las manifestaciones feministas, los roqueros, los turistas, las fotografías, el museo, el mito griego de Laocoonte, el Velázquez del retrato de Inocencio X o el Zurbarán del sacrifico del carnero. O, para ir de una letra a una consonante, la figura de Andy Warhol, solo o acompañado, en esa escena de la conversación telefónica que representa el cambio, el planteamiento de la filosofía moderna. Vivir sin miedo.

Rosa Gimeno organiza su trabajo en dos bloques, en dos cultos: el de la tradición y el de la ética del cambio. Se apoya, para ello, en uno de los ensayos de Spinoza, cuando el escritor advierte que “el fin último de la ética es la alegría; nada bueno surge del dolor y la tristeza; lo sano es la alegría y con ella la risa”. Y lo hace con el fin de ofrecer una irónica mirada sobre la clase media, de su ética, al tiempo que reflexiona sobre la culpa, la violencia y la responsabilidad de los artistas, en un viaje mental, onírico, donde viejos o jóvenes han sabido sacarle provecho al sufrimiento. Y sabe la cineasta que la imagen es comunicación, del mismo modo que lo es la palabra. O la música. Ahí están, para corroborarlo, el ‘Sigfrido’ wagneriano con la improvisación vocal de Ana Zurita o esas versiones de Antuán Duchamp del pop en el sueño americano.

El propio Duchamp está sobrio en el papel de ese líder de la contracultura estadounidense de origen eslovaco, perfectamente secundado por la gran actriz aragonesa Ana Esteban. Junto a ellos, Carolina Rojo, Eva Villar, Juan Moreno o Palmira García componen el corpus de unas imágenes cuyo objetivo nunca es aséptico, entre otras razones porque en la producción de la imagen, sea estática o en movimiento, hay una selección de la porción del mundo que quien los dirige quiere capturar.  El punto de partida fundamental para ser críticos con estas imágenes es pensar, ya que así empezaremos a ser conscientes de algo que antes se nos pasaba por alto. Parece decir la autora que a veces, igual que hay que apagar las luces de la calle para ver las estrellas, podemos simplemente dejar de mirar. Y esto lo hace mirando con distancia, y esa objetividad hace que los opuestos, o los contrarios, pierdan sentido: la dicha y la desgracia, lo bueno y lo malo, el norte y el sur. Hay un lugar detrás de la dicotomía, de ese vaivén de sentimientos opuestos en los que nos pasamos la vida. Se puede ver a través de las máscaras. Si consigues estar más allá de los opuestos, percibes que cuando alguien se te acerca, se te acerca la vida. Principio y fin.

O fin y principio. La fugacidad del sueño ayuda a levantar la arquitectura de la realidad, presa de la inevitable revuelta. El plano final de la mujer solitaria sentada en un banco cualquiera de cualquier ciudad y rodeada de la miseria de sus carros y cartones, mirando el paso de un vértigo inédito, es el reflejo de la desgarradura, de la ausencia, de la poderosa desmemoria de los que pueden hacer algo –familiares, amores, políticos-, porque la pérdida del cielo y del mundo y del infierno seguirá perdiendo. La biografía de esta mujer abandonada a su suerte ya no está para consensos. Acaso acampó, tiempo atrás, en el cuerpo del amante con pasión líquida. Y se amaron. Y se ladraron. Y se huyeron. Y se buscaron. Y se quemaron. Y acaso prefiere ahora desajustarse del mundo y del cielo y del infierno para ajustarse a sí misma.

Lo que tenemos que aprender, lo decía el filósofo, es cómo hacer el bien y evitar el mal. Miramos el crecimiento de las plantas o los movimientos de las estrellas y apartamos nuestra atención de la vida. Es el compás roto del varado, en versos del poeta: “Pero esta noche el capitán, borracho / de ron y de silencios, / me deja la memoria a la deriva, / y este viento civil entre los árboles / me sabe amar, me sabe a mar colérico en los mástiles, / a memoria morosa en las heridas, / a norte y sur de rosa de los tiempos”.

Parece compartir Rosa Gimeno, en última instancia, la sabiduría del alemán Friedrich Schelling: “En el hombre está el poder entero de lo tenebroso y, a la vez, la fuerza entera de la luz”. Esto es, los fuertes contrastes de luz y sombra para dramatizar el realismo de su mirada. Como en el cuadro de Caravaggio, un bello itinerario que nos llena de placer. Es lo que tiene el tiempo cinematográfico bien entendido.

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