Los estrenos en los cines: desde el umbral

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Por Don Quiterio

   Decía el gran Francisco Umbral, en uno de sus maravillosos artículos, que “el cine es una extraña e insospechada madre colectiva y científica que acoge en sí cada crepúsculo a infinidad de hombres-niños que buscan con freudiana subconsciencia una negrura amparadora en que dormir y soñar”.

El cine, como la obra de Umbral, es siempre un canto a la existencia sin dejar de referirse, en el mejor de los casos, a la dureza e injusticia de la vida social. Vida y luz de la inteligencia.

A Umbral, que construyó una vida literaria superpuesta a la vida real, le hubiera gustado, un suponer, la adaptación cinematográfica que del magistral relato ‘La ventana abierta’ de Saki (seudónimo de Hector Hugh Munro), acerca del mal como presencia abstracta, ha llevado a cabo el realizador norteamericano David Robert Mitchell. ‘It Follow’, esto es, es la terrorífica e inquietante historia de una chica que sufre vértigos nocturnos tras un encuentro sexual con su chico, unas fabulaciones improvisadas y convertidas en el espacio enmarcado por una puerta en un umbral donde, a los ojos de un incauto, lo cotidiano muda en pavoroso. El filme posee una extraña turbiedad, a la manera del mejor Jacques Tourneur, con una secuencia inicial poderosa que te seduce para el resto del metraje.

A Umbral también le hubiera gustado la inteligente e incisiva comedia negra ‘Nuestro último verano en Escocia’, una producción británica dirigida al alimón por Guy Jenkin y Andy Hamilton en torno a una familia en deconstrucción, reunida para rendir homenaje a su patriarca cascarrabias, y que parece inspirarse en el Clément de ‘Juegos prohibidos’, el Reed de ‘El ídolo caído’ o el Fleischer de ‘Los vikingos’. Y la ligera y detallista comedia romántica de tono conscientemente naif ‘Requisitos para ser una persona normal’, de la debutante española Leticia Dolera –actriz en los dos primeros largos de la zaragozana Paula Ortiz-, que envuelve la estética pop con el recurso generacional, como si fuera la hija rebelde de Isabel Coixet. Y el inquietante drama histórico ‘Phoenix’, del germano Christian Petzold, según la novela de Hubert Monteilhet, que trata el tema del holocausto nazi y el reencuentro amoroso tras la batalla, una especie de contrarréplica al Fassbinder de ‘El matrimonio de María Braun’ (1975) con ecos del Delmer Daves de ‘La senda tenebrosa’ (1947) o el Georges Franju de ‘Ojos sin rostro’ (1960). Y el ambiguo drama cubano ‘Conducta’, de Ernesto Daranas, que describe un modelo educativo en el que todo gravita sobre la persona y no sobre el sistema, las leyes o las fórmulas pedagógicas. Y la eficaz ‘Jurassic world’, de Colin Trevorrow, una nueva entrega de la franquicia creada por Steven Spielberg, entre la aventura infantil y la fantasía terrorífica, ahora con un inteligente dinosaurio de especie desconocida que siembra el pánico en el parque temático y obliga a una extraña alianza entre humanos y velocirraptores, que ofrece lo que promete con un afilado sentido del humor y nos remite a relatos clásicos como ‘El mundo perdido’ de Arthur Conan Doyle, o ‘La tierra olvidada por el tiempo’, de Edgar Rice Borroughs, escritores a los que Umbral apreciaba un montón. Y es que los dinosaurios parecen ejercer sobre nosotros un atractivo magnífico, una seducción fatal y engañosa como el canto de las sirenas que a punto estuvo de disuadir a Ulises de su misión.

También le hubiera gustado a Umbral, otro suponer, la esforzada ‘Lejos del mundanal ruido’, del danés Thomas Vinterberg, una adaptación de la novela escrita en 1874 por Thomas Hardy –el más feminista de los realistas británicos-, ya llevada a la pantalla por John Schlesinger en 1967, que sucede en la Inglaterra victoriana y habla de una obstinada e independiente aristócrata pretendida por tres hombres de distintos perfiles, en la que el director pone el énfasis en el romance antes que en la crítica social del original. Y la poética y enigmática ‘Viaje a Sils Maria’, del francés Olivier Assayas, una meditación sobre el arte fílmico y la industria de Hollywood, al tiempo que una melancólica evocación sobre la juventud y su pérdida, a la manera del Mankiewicz de ‘Eva al desnudo’ o el Fassbinder de ‘Las amargas lágrimas de Petra Von Kant’, y con ecos literarios de Thomas Mann y Herman Hesse. Y la sugestiva ‘Dios blanco’, del húngaro Komél Hundruczó, un thriller entre la fábula moral y la metáfora política sobre un perro que lidera una revuelta canina contra los crueles humanos, dedicada a la memoria de su paisano Miklós Jancsó. La película del húngaro se inspira lejanamente en la novela ‘Desgracia’, de J.M. Coetze, pero también tiene ecos de otros libros como ‘Rebelión en la granja’, de George Orwell, ‘Cujo’, de Stephen King, o ‘El planeta de los simios’, de Pierre Boulle, todos ellos motivos de adaptaciones varias. Pero si hay una película a la que remite de forma clara, más allá del Hitchcock de ‘Los pájaros’, es a ‘Perro blanco’ (1982), de Sam Fuller, con la que incluso juego desde el propio título.

A Umbral le hubiera gustado también la tragicómica e inteligente ‘Una segunda madre’, de Anna Muylaert, una reflexión sobre el sistema de castas dentro de la sociedad brasileña actual, de una fina ironía al modo buñueliano, que sabe exprimir la incomodidad y la tensión en ese microclima en el que todo parece estar a punto de estallar. Y la arriesgada ‘Hablar’, del español Joaquín Oristrell, un viaje entre el teatro y el cine que transcurre en el popular barrio madrileño de Lavapiés, rodado en plano único y en continuidad, con una treintena de historias mínimas en torno al poder de la palabra para retratar la estupefacción de los españoles actuales ante la crisis. Y la atmosférica y sombría ‘El niño 44’, del cineasta sueco de origen chileno Daniel Espinosa, que describe la maldad y el abuso de poder como algo infrahumano, según el libro homónimo del británico Tom Rob Smith, aunque este novelista se empeña más en hacer una crítica del sistema soviético estalinista que en escribir un thriller de asesino en serie, en este caso la figura histórica del “carnicero de Rostov”. Sobre el mismo tema, no obstante, es más recomendable el libro de Robert Cullen, del que se hizo una muy apreciable adaptación titulada ‘Citizen X’, dirigida en 1995 por Chris Gerolmo.

Por el contrario, otro suponer, a Umbral no le hubieran hecho mucha gracia ‘Son of a gun’, del australiano Julius Avery, un tan entretenido como comercial thriller carcelario y de atracos con más de una concesión sentimentaloide; ‘Dale duro’, del israelí Etan Cohen, una tediosa sátira sobre las desigualdades que lastran la sociedad americana en la figura de un multimillonario a punto de entrar en la cárcel y un delincuente habitual que le enseña las claves de cómo sobrevivir entre rejas; ‘El mundo del mañana’, del norteamericano Brad Bird, una ficción científica tan ambiciosa como confusa, tan pueril como cándida, sobre el complicado futuro de la humanidad, en un torbellino de acción con retrocesos al pasado que cita explícitamente a Orwell, Huxley o Bradbury; ‘Campanilla y la leyenda de la bestia’ (Steve Loter), séptima entrega de la franquicia animada del hada adolescente que se iniciara en 2008, ya sin la originalidad de las previas, una pieza de consumo rápido para la clientela infantil; ‘Ahora o nunca’, de la catalana María Ripoll, una sonrojante comedia romántica coral de ritmo desenfrenado, con un guion demasiado esquemático, indefinido, convencional, entre la sal gruesa y la probable sofisticación, con el manoseado tema de las bodas y bodorrios, ya todo un subgénero facilón y previsible; ‘Negocios con resaca’, del estadounidense Ken Scott, una comedia enloquecida de empresarios, eventos de sexo fetichista, cumbres económicas mundiales e insignificancias varias; ‘Misericordia’, un poco convincente thriller policiaco dirigido por el danés Mikkel Norgaard, que une crimen y venganza a través de un inspector relegado a un departamento de casos sin resolver, según la novela de Jussi Adler Olsen ‘La mujer que arañaba las paredes’, a la que Umbral hubiera tirado directamente a la piscina.

Más piscinazos umbralianos: la coproducción entre Canadá y Estados Unidos ‘Insidious 3’, mediocre entrega de la franquicia sobre médiums y entes sobrenaturales realizada por el debutante Leigh Whannell, guionista de las dos previas dirigidas por James Wan, un torpe producto de corte y confección; la también coproducción entre Canadá y Estados Unidos ‘Cuernos’, dirigida por el francés Alexandre Aja, una comedia sobrenatural de humor, tamizada con el terror, la intriga criminal y el cuento de hadas, según una novela de Joe Hill –hijo de Stephen, al que Umbral no tenía excesivo aprecio literario- que utiliza los resortes de ‘Cuenta conmigo’, ‘Carrie’, ‘Ojos de fuego’ y ‘Crepúsculo’; la simplona comedia de acción ‘Espías’, del norteamericano Paul Feig, que parodia el cine de agentes secretos pero apenas sirve para pasar el rato por sus barrabasadas permanentes, salvo algún gag ocurrente; la desequilibrada ‘No molestar’, del francés Patrice Leconte, una fallida comedia sobre un fanático del jazz con un montón de conflictos familiares y vecinales, a partir de una obra teatral de Florian Zeller; o la coproducción entre Australia y Estados Unidos ‘San Andrés’ (Brad Peyton), una de catástrofes con reconciliación familiar de por medio, tan desastrosa como un terremoto, que finaliza con una gran bandera norteamericana ondeando el viento de la impostura.

Dirigida por el sueco Roy Anderson, ‘Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia’ es la tercera entrega de una trilogía sobre el sentido de la vida que integran ‘Canciones del segundo piso’ (2000) y ‘La comedia de la vida’ (2007), un gran fresco tragicómico con pocas palabras y muchos matices, entre la dramaturgia vaciada de un Antonioni y el humor visual de un Tati, pasado todo por el toque surrealista de un Buñuel. Son cuarenta escenas filmadas con la cámara estática, en largos planos sin contraplanos, con colores pálidos y una melodía musical que se repite constantemente. Con sus protagonistas, dos viejos y tristes vendedores de artículos de broma, el director dinamita todas las tesis formuladas por las novelitas de Stieg Larsson.

Desde el umbral, la aparente ligereza de Roy Anderson está llena de hondura. Y su frío es conmovedor, como el invierno sueco. Y su laconismo esconde un cúmulo de imágenes que, por debajo, nombran emociones difíciles de catalogar. Y el humor, callado y quieto, llega de forma inesperada y se va haciendo menos alegre en cada historia, hasta que la sonrisa acaba por quedarse como congelada, a la manera de un Kaurismäki, incluso más radical. El director, en efecto, entiende que esas síntesis contradictorias son un método de conocimiento -¡impagables esas escenas en las que el ejército de Carlos III asalta el presente!- que nos permite indagar en el fondo de la vida con un tremebundo berbiquí. Vida y luz de la inteligencia. Como la pétrea sonrisa del fúlgido autor de ‘El Giocondo’.

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