Viejo saurozorro

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Por José Joaquín Beeme

     Detrás del logotipo acuchillado a la Fontana no hay nada o, peor, lo que hay viene siendo la same old story, vieja de un par de décadas de cine que, a su vez, han empastado millones de años geológicos: cuestión de escala. La franquicia jurásica busca, sedicentemente, la atracción WOW, el no va más glandular, el definitivo salto espectacular.

No es otro el objetivo de sagas fílmicas, videojuegos, parques de ocio, exposiciones universales. Entertainmentaumentado, tallas gigantes, plusmarcas mediáticas. Aquí se introducen ligerísimas variantes como el amaestramiento o pastoreo del monstruo, que en su contundente virtualidad recita mejor, incluso, que los actores de carne y hueso. O la hibridación de genomas para estar al paso de la reciente biblia científica. Todo lo demás (rico filántropo que, apabullado por la ingeniería genética, abraza el desastre; villano militarista para quien los saurios son sólo lucrativos enemigos; un Indiana de la paleontología siempre a la carrera para salvar lo que queda de la improbable convivencia transtemporal; la chica, funcional escarapela desde los tiempos del rey Kong) es tan copia de la copia que maravillan las cifras de recaudación, la atención crítica, el mercadillo paralelo que no ha dejado de disparar fruslería. Si no es que, como a los niños de teta o, poquito después alrededor del fuego de campamento, nos encanta que nos repitan y medio asusten con las mismas historias. Una milenaria, primitiva forma de fascinación, y los fósiles prediluvianos vueltos a la vida aseguran ese placer íntimo, instintivo, indomesticable. El zorro Spielberg bien lo sabe.

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