El patrullero de la filmo: ‘Mi tío Ramón’

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Por Don Quiterio

   Con palos o sin ellos, la filmoteca de Zaragoza termina el curso 2014-2015 con el estreno del cortometraje documental del aragonés Ignacio Lasierra ‘Mi tío Ramón’ (2015), la coproducción hispanofrancoitaliana dirigida por el madrileño Antonio Drove ‘La verdad sobre el caso Savolta’ (1978) y el final de la retrospectiva en torno al singular productor musical y cineasta español Gonzalo García Pelayo, con la programación de sus películas ‘Manuela’ (1976), ‘Vivir en Sevilla’ (1977), ‘Intercambio de parejas frente al mar’ (1978), ‘Corridas de alegría’ (1981), ‘Rocío y José’ (1983), ‘Alegrías de Cádiz’ (2012), ‘Niñas’ (2013), ‘Amo que te amen’ (2014) o ‘Copla’ (2015), estas dos últimas en rigurosos estrenos mundiales.

Autor de los cortos ‘Al otro lado’ (2007), ‘Rastro’ (2009), ‘Salomón’ (2011) o ‘La granja’ (2013), el oscense Ignacio Lasierra (Candasnos, 1984) vuelve a la carga con la realización de ‘Mi tío Ramón’, un pequeño documento producido por Inés Laporta y con montaje de otro Ignacio, esto es, el zaragozano Estaregui, director del premiado largometraje ‘Justi&Cia’ y de un buen puñado de cortos (‘¡Al quinto!’, ‘Spiderboy’, ‘A cuatro pasos del cielo’, ‘Reveal’) y videoclips (‘El vagabundo’, ‘El reu de la calle’, ‘No quiero ir a la disco’). Lasierra estudia comunicación audiovisual en la universidad Pontificia de Salamanca que completa con estudios cinematográfícos en Uruguay, donde recoge la experiencia de trabajar con menos medios y más ideas. Así lo demuestra en ‘Mi tío Ramón’, una indagación en la búsqueda de la memoria y el olvido, el pasado y el presente, la herencia y el legado, más allá de los recuerdos del protagonista, el familiar del título: su adolescencia marcada por la guerra civil española y el tiempo actual a través de los suyos, su casa, sus espacios y sus quehaceres. La voz del tío Ramón, recogida en una grabadora por su sobrino –el propio cineasta, cuando era adolescente- va introduciendo las imágenes de esos ambientes rurales. Una historia ciertamente estimable, narrada con buen gusto y que nos hace reflexionar de las aparentes pequeñas cosas sin importancia, porque el director prefiere la sugerencia a lo explícito y sabe que los pequeños gestos, las miradas, las dudas, los detalles, pueden ser mucho más reveladores que los discursos. Lo bueno de tener un pasado es que puedes olvidarlo casi a voluntad, por trozos, y da frutos como un sarmiento que creías muerto.

En ‘Mi tío Ramón’ hay una parte de control y otra de azar. El pulso entre el azar y el cálculo está en la naturaleza más íntima del cine. El realizador oscense callejea por el pueblo que le vio nacer, dialoga con su memoria, sopesa las cualidades de las personas que encuentra como personajes, su entorno más cercano, y escucha la naturaleza de su propio material. Es, por tanto, fiel a lo que dice y lo sigue a ver dónde le conduce. Esa es, ciertamente, la emoción del cine entendido como una revelación. Y sus personas, en efecto, siempre están en el centro de todo, como esas sillas que un día sirvieron de acomodo, de descanso, y ya se muestran, ay, sin ocupantes. O esas viejas verjas. O esas ventanas que surcan el horizonte. O esas puertas que se cierran solas. O esos tejados de palomas y vencejos. O esas sartenes de guisos y olores. O ese puro en espera de ser encendido. O esa bota de vino, siempre dispuesta. O esas almendras, con cáscaras o sin ellas. O ese cepo para cazar liebres. O esa naturaleza muerta impregnada del árbol de la vida. O ese cielo con nubarrones de conflicto bélico. O esos aspersores como ametralladoras. O, en fin, esas fotos familiares, con palos o sin ellos.

Lasierra dice moverse por sensaciones y su acercamiento al tiempo cronológico real no implica, sin embargo, una apuesta por el naturalismo. Su enfoque evocador puede recordar a la poesía de un Guerín, de un Erice, de un Camus. Un cine humanista, emotivo y sensible, concebido como arte y postura ética, donde la persona –y su cultura atávica- es lo que importa y el azar es la máscara del destino. Sabe el cineasta, claro, que el arte –el cine- pertenece a la expresión, a la vida. El arte, ya lo sabemos, es pensamiento, imaginación, sentimiento. Y el realizador de Candasnos aborda, sin tapujos, la inevitabilidad de la vida, el paso inexcusable del tiempo, porque la búsqueda del amor absoluto, al fin, solo es posible a través del acto simple de morir.

Con guion del propio Antonio Drove y de Antonio Larreta, la adaptación cinematográfica de la primera y homónima novela del español Eduardo Mendoza -publicada en 1975 y titulada en principio ‘Los soldados de Cataluña- provoca enormes discrepancias con la producción. ‘La verdad sobre el caso Savolta’ es una suerte de filme político de masas con un reparto internacional (José Luis López Vázquez, Charles Denner, Stefania Sandrelli, Omero Antonutti, Ovidi Montlor), basado en hechos reales acerca de una trama de tráfico de armas, un crimen gubernamental en el seno del incipiente sindicalismo español de principios del siglo veinte. Una película discutible pero siempre digna de un director que se inicia como guionista colaborando en las películas ‘La leyenda del alcalde de Zalamea’ (Mario Camus, 1972), ‘Al diablo con amor’ (Gonzalo Suárez, 1973) o ‘Hay que matar a B’ (José Luis Borau, 1973), y que empieza a dirigir a partir de 1974 dentro de la llamada “tercera vía” (‘Tocata y fuga de Lolita’, ‘Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe’, ‘Nosotros, que fuimos tan felices’) para reconducir su carrera con la película que programa la filmoteca zaragozana y, ya en la década de 1980, con una original adaptación a la pantalla de una gran novela homónima de Ernesto Sábato. Con ‘La verdad sobre el caso Savolta’ y ‘El túnel’, separadas ambas por nueve años, cierra Drove su breve filmografía, dos películas peculiares dentro de la historia del cine español.

Esto es, la peculiaridad de ‘La verdad sobre el caso Savolta’ es proponer un modelo sobre la génesis del fascismo español y analizar alguna de las debilidades del movimiento obrero. Así, un periodista, un especulador desalmado y una especie de testigo acobardado de los hechos se enfrentan a las luchas sociales en la Barcelona de 1917, la cruel actitud de la aristocracia catalana y la injusticia que se empleó con inaudita crueldad para la represión del movimiento obrero. Un filme declaradamente de izquierdas, por lo que no es extraño que molestase a las cabezas bienpensantes, por situarse antes al lado de los trabajadores que al lado del capital productor. Lo que implica en el caso de Drove un futuro profesional hipotecado. Porque ¿qué productor va a contratar a un díscolo que pone en cuestión la autoridad y el poder que el capital confiere?

Locutor de radio y televisión, productor musical y cineasta, el madrileño Gonzalo García Pelayo es, como director de películas, uno de los pioneros en mezclar realidad y ficción, y así lo podemos apreciar desde su primera experiencia con el corto ‘Mario’ (1969), práctica de fin de curso en la escuela oficial de cine. Luego, sus largometrajes parecen fallidos intentos de análisis de la sicología andaluza con ciertas escabrosidades en cuanto a las historias. Si su cine evidencia su gran amor por la música y la fascinación por los paisajes y la gente del sur de España, más allá del flamenco (con palos o sin ellos), las chicas, el dinero, los asedios o los robos, también te puede dejar, para qué engañarnos, cara de póquer. O de acelga, como a un sacristán cualquiera. Y es que el juego del póquer es uno de los muchos perfiles que tiene Gonzalo García Pelayo, un tipo que ha desbancado ruletas por todo el mundo. Dice que la vida es un juego. Y a ello se dedica.

Así lo explica: “Un buen jugador de póquer tiene que ser capaz de ganar con la suerte media. Cuando gana tiene que hacerlo con su destreza. Cuando juego a la ruleta no pido tener suerte, pido ganar el porcentaje que yo creo que tengo de ventaja. Lo tengo medido. Evidentemente, no rechazo tener suerte y tener más beneficios. Lo que pido es no tener mala suerte, que también la puedo tener. En realidad, me formé en el ajedrez. Es importante el sentido de la posición. Hay que pensar más en el otro, cosa que el mal jugador es imposible que haga. Y un gran jugador de póquer tiene que ser una mezcla de jugador de ajedrez y boxeador. El boxeador está siempre pendiente del rival, del golpe que va a efectuar. Igual que el ajedrecista. Un boxeador, además, es frío. No llora. Ni se queja. Un buen jugador de póquer tiene que ser extremadamente frío. Di clases a Mortensen y acabó ganando el campeonato mundial en Las Vegas. Es un tío capaz de tirarse un farol de un millón de euros sin mover un músculo. El primer día que perdió se echó a llorar y le dije: ‘Es la última vez’. Se aprende perdiendo, como en la vida”.

En cualquier caso, se arriesga más invirtiendo en la música o en el cine que en la ruleta. A fin de cuentas, muchas apuestas de la música y el cine las ha perdido Gonzalo García Pelayo, patriarca de un clan familiar sobre cuya faceta como jugadores se ha filmado el documental ‘Vivir en Gonzalo’, dirigido al alimón por Luis García Gil y Pepe Freire en 2013, y la película de ficción ‘Los Pelayos’, realizada un año antes por Eduard Cortés, una mezcla de comedia, drama e intriga para una comercial historia basada en los hechos reales de las andanzas de una familia que, en la década de 1990, idea un método estadístico para vencer en la ruleta y que en apenas cuatro años les hace ganar un millón y medio de euros. ‘Los Pelayos’ recoge con entusiasmo el testigo de las películas sobre estafas, a las que el cine de Hollywood ha dado algunos memorables títulos. No es el caso de este relato que cuenta el método que desarrollaron nuestros protagonistas para detectar las imperfecciones físicas de una ruleta por milimétricas que fueran.

La mejor inversión, irónicamente, es el azar, aunque advertía Friedrich Schiller que no existe la casualidad, pues lo que se nos presenta como azar surge de las fuentes más profundas. Pero no es menos cierto que un coetáneo suyo como Voltaire sostenía todo lo contrario, hasta el punto de que escribió que la casualidad no es ni puede ser más que una causa ignorada de un efecto desconocido. El debate, en fin, sobre si la casualidad resulta un concepto forzado o incontrolable es antiguo, aunque, ciertamente, con el ascenso de la burguesía como clase social que intenta ser dueña de su destino, en efecto, la cuestión es objeto de intensos debates filosóficos.

Sea como fuere, la casualidad es una dama de curiosos caprichos que se presenta inesperadamente jugando con los calendarios. Y del cine de este jugador de póquer, para qué engañarnos, mejor no hablar. Una cuestión de prudencia. O de azar. Con palos o sin ellos.

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