La aproximación del cine a la pintura y a los pintores, cuando es valiente y ha de merecer la pena, a menudo juega a convertir en cine la materia última de la que está hecha la pintura.
En ese marco aspira a inscribirse el mediometraje ‘Naturaleza muerta’ (2013), de José Manuel Fandos y Javier Estella, dos realizadores aragoneses de larga y competente trayectoria que ahora se sumergen en el universo pictórico del zaragozano Eduardo Laborda. El documento se une a la larga nómina de películas que se preocupan por convertir en cine la materia emocional de que está hecha la pintura. El buen cine sobre arte, en efecto, tiene mucho de pictórico, por lo que Estella y Fandos no son los primeros cineastas que intentan hacer una película como quien pinta un cuadro.
A pesar de los postulados de la ortodoxia historiográfica, no siempre una biografía o un retazo de esta arroja luz sobre una creación artística. Ahí radica, pongamos por caso, el fracaso de James Ivory en ‘Sobrevivir a Picasso’ (1996), que aporta poca o ninguna luz a la comprensión de la obra picassiana. En tal sentido, es elocuente las pretensiones de ‘Naturaleza muerta’, donde los cineastas eligen como columna vertebral una visión serena del pintor, a través de la armonía, la belleza y la sensualidad, y crear, en un proceso relajado, comprimido, una película tan fluida y sinuosa como un río. Y las escenas fluyen en una única corriente, evitando, siempre, un paso rígido o exagerado.
De hecho, la relación entre pintura y cine trae una larga estela. No se trata exactamente de una dependencia, ni de una hermandad, sino más rotundamente de una extraña simbiosis a la hora de vincular mundos y formas de mirar el mundo. ‘Naturaleza muerta’ descubre no solo lo que podrían ser vasos comunicantes y signos propios de un mismo tiempo, sino, más bien, un conjunto de recurrentes obsesiones que funcionan como una galería de fantasmas sobre la que el arte y el cine elaboran su inventario de la realidad. No se trata, pues, de alumbrar dos caminos, sino de mostrar que la interpretación de la pintura desde la pantalla (o viceversa) genera territorios de emocionaldiad mucho más intensos, más completos.
José Manuel Fandos y Javier Estella (‘El hablador’, ‘Declaración de amor’, ‘Romper el muro’) saben lo que se llevan entre manos. Sin ir más lejos, ya habían tocado el tema de la pintura en ese otro documental titulado ‘Manuel García Maya, detrás de la barra’ (2010), un estimulante recorrido por la obra y la personalidad del gerente del Bonanza. Una taberna, por cierto, de la que el propio Laborda –también cineasta- realiza un primer documento en 1985, para dejar testimonio visual, en clave de agridulce humor, de una peculiar forma de entender la representación artística, algo así como el santuario de la progresía cultural zaragozana de los años setenta y ochenta del siglo XX.
En efecto, Eduardo Laborda, además de la pintura, se ha interesado por otras formas de arte como el cine. En 1983 realiza su primer cortometraje, ‘Otraosteología’, al que seguirán otra docena más, entre ellos un documental sobre los escultores José Bueno y Félix Burriel y otro sobre el dibujante, ilustrador y humorista Manuel Bayo Marín, ya en formato profesional y con la producción, precisamente, de Estella y Fandos. Sus trabajos fílmicos, contemplativos y reflexivos, están notablemente influidos por su gran pasión, las artes plásticas, y son un vehículo para las situaciones oníricas y el contenido literario, en una suerte de magia, misterio y sueños, de una eficaz intuición estética, a través de sus investigaciones formales, sus alegorías fantásticas, sus documentos urbanos (y rurales).
‘Naturaleza muerta’, que tiene puntos de contacto con la película de David Trueba ‘El cuadro’ –realizada casi al mismo tiempo-, se erige en una suerte de compendio de todo lo anterior y muestra a un pintor ingenioso, sensato, buen conversador, hombre con brillo y humor, que mira de perfil como si le hubiera sorprendido el objetivo de una cámara fotográfica a la que quisiera dedicar, de repente, una chispa de ironía, divirtiéndose con su aspecto, bálsamo para el azacanado y conturbado hombre de hoy. Un pintor al que la vida real (no la ideal) se le hace, a menudo, cuesta arriba, como los grandes vitalistas llenos de idealismo. Una pantalla es igual a un lienzo. El caballete de Eduardo Laborda y el trípode de los cineastas tienen el reto de resolver su trabajo en una porción de espacio plano y eso les lleva a tensiones muy comunes.
Al fin y al cabo, Estella y Fandos nos hablan de uno de los artistas fundamentales en el panorama del arte zaragozano del último tercio de siglo XX y los principios del XXI, un pintor al que ya se acercara Tasio Peña en el cortometraje ‘La calle Mayor’ (2008), una suerte de borrador de ‘Naturaleza muerta’, y que hace tiempo prefirió quedarse en el XX sin dar el salto a este siglo XXI globalizado, virtual e impersonal, que ni comprende ni hace falta que comprenda porque él está hecho de otra pasta. La escena con Óscar Sanmartín es esclarecedora, porque llega un momento en que uno para y no quiere aprender más. En todo caso, que aprendan de uno, si es que hubiera algo que enseñar…
Inquieto y apasionado, al lado de su compañera Iris Lázaro, también pintora, es de aquellos zaragozanos que todavía hacen creer en la magia de la Zaragoza sumergida. Sus inicios escultóricos dejan paso a los bodegones y paisajes urbanos de perfil tardoimpresionista. Poco a poco, como hila la vieja el copo, se inclina hacia un neocubismo que le sumerge, en un brusco giro, en la construcción de un mundo de abstracciones geométricas muy cercanas a la llamada escultopintura, aunque Laborda incorpora a sus obras esa exigente precisión técnica y unas misteriosas sutilezas cromáticas. Es en la mezcla de figuras, objetos e iconos novecentistas cuando configura su singular universo simbolista, para retornar a la mitología, a los cuerpos reales de mujeres que vuelven a encarnar las diosas más hermosas y las musas más dulces.
Pero ‘Naturaleza muerta’ –cuyo título resulta bastante poco atractivo, a pesar de que resulte muy honestamente descriptivo- no habla de la biografía artística de Eduardo Laborda, porque, en realidad, no es un documental al uso. Es mucho más que eso. De hecho, no hay bustos parlantes ni entrevistas, que tanto daño han hecho a la esencia cinematográfica. Es, al fin y al cabo, un relato fílmico de silencios y conversaciones, de revelaciones y misterios, pura virtud de fondo y forma, cercano a los universos cinematográficos de un Erice, de un Guerín, de un Rosales. Un poderoso ejercicio de estilo que nos introduce en la personalidad íntima de un artista y nos demuestra que la verdad es solo una construcción social, un campo en el que no existe la verdad absoluta, sino solo versiones.
El trabajo fluctúa, por tanto, entre el documentalismo y la ficción, y es capaz, a través de la cadencia reposada, de llevarnos más allá de los gustos contemplativos de la imagen. Fandos y Estella, o Estella y Fandos, se ofrecen como los directores de la intimidad, capaces de capturar con su cámara el instante más sensible suspendido en la realidad, sin adornos, sin alharacas, sin gratuidades, de manera austera, estéticamente impecable, un acercamiento a lo puramente emocional en una suerte de intemporalidad, para llegar a la sustancia de unas conversaciones que sirven para realzar el contenido, de hondura y sugestión.
Un discurso estético irreprochable, que parte del encargo de un cuadro sobre Belchite, lugar donde sucedió una batalla en la guerra civil española, de Luis Martínez al pintor, para entrar, a continuación, en las dudas de nuestro protagonista a la hora de afrontar la obra, de cómo la va a ejecutar, y todo el proceso desde que piensa cómo es el lienzo hasta que lo termina. Dentro de este proceso, el pintor aborda varios cuadros a la vez, y vemos el tramo final de elaboración de ‘Iris del Coso alto’ y ‘Mediterráneo’. También vemos a su compañera Iris dar los últimos retoques a sus pinturas. La firma final parece el desenlace de la obra acabada, en una preciosa escena de reposo y paz.
Así, la cámara de los realizadores recorre parte de la trayectoria del pintor, desde las escenas de la vida cotidiana y familiar hasta las que proporcionan una contemplación que apela simultáneamente a la inteligencia y a la sensibilidad, una reflexión, si cabe, sobre la condición humana, la inestabilidad, las dudas, las obsesiones, las certezas, la brevedad de la existencia, en definitiva, real o ficticia. ‘Naturaleza muerta’, a la postre, es una obra sobre la memoria, sobre la vida y la muerte, sobre el poder de creación y destrucción, sobre lo nuevo y lo viejo, el azar y lo inesperado, y nos descubre la intimidad de un personaje obsesionado con su obra, los juguetes antiguos, los paseos con su compañera, el oficio de fotógrafo, los toques de humor…
Estella y Fandos llevan a su protagonista literalmente hasta la cocina –magnífica la escena de las migas de pan-, lo siguen a la carpintería -¡esos maderos cortados con la sierra!-, y hacen guiños a Buñuel –los bombos, la cruz-, a Kubrick –el epílogo con el fundido en blanco-, a Tarkovski –la música de la Nasa que recuerda a ‘Stalker’-, al mejor Saura –esos lentos travellings hacia dentro y hacia fuera-, al mejor Camus –ese inicio de planos fijos consecutivos que nos dan una idea de lo que vamos a ver-, el pueblo viejo de Belchite –la hermosa escena de la guía turística-, las resonancias de la guerra fraticida –impagable la escena del ruido de los aviones cuando el pintor avanza en su cuadro del pueblo destruido-. O el homenaje a Goya y sus desastres de la guerra. O a Pradilla y ese posible descubrimiento. O la figura de la madre, como un faro, siempre observando a su hijo…
Un dulce y hermoso relato fílmico -¡ese plano final!- sobre uno de los más destacados representantes del realismo español contemporáneo en un momento en el que el arte está dominado por las nuevas vanguardias. Un realismo, a fin de cuentas, con el que ha sido capaz de captar lo cotidiano y convertirlo en algo supremo a través de su belleza. Como la película misma, la más arriesgada, hasta la fecha, de ese dúo dinámico que componen José Manuel Fandos y Javier Estella. O Javier Estella y José Manuel Fandos.
Esto es cine, señores. El mejor relato fílmico del cine aragonés –si es que existe el cine aragonés- en mucho tiempo. Pura esencia cinematográfica. ¡Bravo!