PARTE 3. La plenitud: “El caballero del amor” y “…Y el mundo marcha”.
De la ironía y la pasión.
“El caballero del amor” (1926) hasta hace bien poco se consideraba un film perdido.
La única referencia que había de él era la escena de amor bajo los sauces, de la que su autor se sentía justamente orgulloso: es lo único del film que menciona en sus memorias y también introdujo un breve plano de ella en la escena de la proyección de “Espejismos”. “El caballero del amor” era, por tanto, una de esas películas míticas del período silente que se creían desaparecidas para siempre; pero por fortuna, hará menos de una década apareció una copia prácticamente completa, de la que sólo falta el tercer rollo y algún que otro fragmento de plano. Lo que más llama la atención de la película es su desubicación en este tramo de la carrera de Vidor: palidece algo al encontrarse incrustada en medio de tres obras capitales de su autor y del cine; tampoco es un melodrama, sino una película de aventuras, adaptación de Rafael Sabatini, la única puramente de este género que rodó el director (la posterior “Ave del paraíso” tendrá mucho de melodrama), y además dotada de un tono sumamente ligero que contrasta con la gravedad de las películas que la rodean.
De hecho, parece evidente que Vidor se tomó “El caballero del amor” no como una obra personal, sino como un divertimento, apoyado además por el concurso de sus dos estrellas favoritas de la época: John Gilbert y Eleanor Boardman. Pero ¡qué divertimento! Ya desde el comienzo el cineasta empapa el film con una ironía burlesca y juguetona que roza lo paródico: el duelo de Bardelys con el marido de una de sus amantes (morena) se puntea por los irónicos comentarios del donjuán, y ninguno de los contrincantes parece ni esforzarse demasiado ni tomarse las cosas en serio; el inmediato beso a otra amante (rubia), escondida en la habitación contigua, comienza en la frente, sigue en la nariz y acaba en los labios, ritmado con la ligereza de un minueto; al tiempo, la rubia presume del rizo que Bardelys le regaló, y éste entra con otra dama (morena) que luce idéntico tesoro; es más, un travelling nos muestra toda una retahíla de medallones con rizo incluido; más tarde, vemos a los criados de Bardelys preparar los medallones cortando mechones de un peluquín…
En consonancia, la planificación de “El caballero del amor” aparece distendida y sin apenas alardes, salvo en los dos pasmosos morceaux de bravure a los que al final hemos de hacer referencia. La película avanza fundamentalmente a base de planos fijos, medios y enteros, sin angulaciones llamativas. Pero, como siempre en el mejor Vidor, “El caballero del amor” rebosa de sutilezas allí donde parece haber convenciones: la abundancia de planos medios revela tanto un desdén por las convenciones del cine espectacular al que en principio la película se adscribe como un encomiable afán por concentrarse en los personajes. Por un lado, en efecto, llama la atención que, salvo dos excepciones, la relevancia dada a los decorados sea ínfima: muy rara vez hay un plano introductorio de las estancias, de los palacios o de los castillos, pues Vidor, en opción sumamente inusual para este tipo de cine, prefiere comenzar con los personajes, y bien pegado a ellos; incluso el film se abre con un plano medio corto que, en travelling lateral, muestra a los cortesanos cuchicheando sobre las hazañas galantes del marqués de Bardelys. Por otro lado, “El caballero del amor” hace gala de una concentración muy particular, donde apenas tienen cabida los personajes no fundamentales; y así, son muchos los planos de uno principal donde una mano o manos que entran en cuadro, para dar palmadas, para mostrar un escrito o para separar a los amantes, proporcionan cierta información sin necesidad de romper el flujo de lo esencial: el amor de Bardelys y Roxalanne, así como la rivalidad entre Bardelys y el malvado Chatellerault. Hay además, cómo no, momentos de esa sutileza tan vidoriana, como la contraposición entre héroe y villano: en sus reverencias simultáneas al rey, la espada cruza el torso de Chatellerault, desvelando su carácter vengativo y rencoroso, mientras que Bardelys, como corresponde a su nobleza, cruza el brazo sobre el pecho, llevándose la mano al corazón. O como ese andar en círculo de Bardelys en su celda, o la bonita rima del (anacrónico) sombrero de la desesperada Roxalanne con las argollas de la puerta: ambos son prisioneros del amor que se profesan mutuamente.
Y es que, si bien nunca se pierde del todo cierta ligereza, el tono se va densificando conforme avanza el metraje y Bardelys se va enamorando profundamente de la bella Roxalanne: un poco como le sucederá décadas después al Roger Thornhill de “Con la muerte en los talones”, Bardelys alcanza la madurez gracias al amor. Vidor lo sugiere con una de las elecciones formales más llamativas del film: los picados sobre Bardelys suspendido sobre el abismo. En el primero, el caballero, herido, tras ser despachado por Roxalanne de su alcoba, cae desde el balcón de la dama al suelo, casi se diría que engullido por el abismo; en el segundo, durante la persecución final, el héroe, ya maduro, huyendo de los guardias, vuela de una punta a otra del imponente castillo ¡agarrado a una cortina!, triunfante sobre la cima a sus pies.
Pues bien, los dos momentos cumbre de “El caballero del amor”, esos que, más allá de la discreción general del film (de tono, no de calidad), por sí solos acreditarían la genialidad de Vidor y la grandeza de esta obra, esos imposibles de reproducir con palabras porque hacen alarde de un conocimiento profundo y esencial de la naturaleza íntima del cine; esas dos escenas antológicas representan los polos entre los que oscila el film, lo lúdico y lo profundo, lo espectacular y lo íntimo, y paradójicamente, brindan un uso soberbio de unos decorados que, aquí sí, adquieren importancia insoslayable. El segundo cronológicamente, casi al final del film, es la fuga in extremis de un Bardelys que va a ser ajusticiado, fuga que muestra Vidor como un juguetón ballet donde el caballero se enseñorea del espectacular decorado, precisamente la única arquitectura de todo el film que sobrepasa la mera funcionalidad para convertirse, en rasgo típicamente aventurero, en un espacio que explorar y vencer. Sin lugar a dudas, esta deslumbrante secuencia está inspirada por las taquilleras películas de Douglas Fairbanks, sólo que con ella Vidor demuestra que podía orquestar una escena trepidante y dedicarse al cine de acción mejor que los propios especialistas del género. Imposible describir semejante tour de force, pero, para que el lector pueda hacerse una difusa idea de la imaginación efervescente y la ironía irresistible de que hace gala la escena, apuntemos que, entre otras socarronas acrobacias, aparte del digno número de trapecio que es el balanceo con la cortina, hay un patinaje sobre unas lanzas, un salto con pica en vez de pértiga, una escalada no con cuerda, sino de nuevo con pica o… ¡un salto al vacío en un improvisado paracaídas! Todo ello ofrecido, coreografiado, con un ritmo superior incluso al de las mejores películas de la estrella acróbata (esto es, algunas que Fairbanks rodó con Dwan, “Manhattan madness”, “El moderno mosquetero”, “Robin Hood” y “La máscara de hierro”; y en menor medida, “El pirata negro”).
El primero cronológicamente de los dos momentos estrella del film, y auténtico cénit de él, es la prodigiosa escena de amor entre Bardelys y Roxalanne en una barcaza bajo los sauces. Curiosamente, aquí también el decorado alcanza una importancia capital, pero no en sentido extrovertido o espectacular, sino intimista y esencial; no como un lugar que el héroe debe conquistar, sino como una segunda piel que se adhiere a la pareja de amantes, constituyéndose en ejemplo supremo de la utilización de un decorado con fines emotivos y sensoriales. Vidor había descrito esta secuencia en sus memorias y había reproducido un minúsculo fragmento en “Espejismos”, pero aun así resultaba imposible de imaginar cómo transcurría exactamente ni la sublime cumbre del cine que suponía. La estrategia del artista fue relativamente sencilla…, de esa deslumbrante sencillez de la que sólo saben los grandes maestros y que nada tiene que ver con la facilidad: no por nada, el cineasta mandó construir ex profeso un túnel con ramas de sauce sobre un canal artificial. Aparte de dos breves planos de situación, componen la escena sólo planos y contraplanos, del uno apartando las ramas de los sauces y de la otra recostada bajo el parasol, y finalmente, como en “El gran desfile”, un plano único, muy prolongado (minuto y medio) compartido por la pareja. ¡Pero qué partido se saca de los pocos elementos! ¡Qué sensualidad! Gilbert oscila de la luz a la penumbra, mientras el parasol filtra los rayos de sol sobre Boardman; las sombras de las hojas recorren la sombrilla ofreciendo un tapiz cambiante sobre el rostro de la mujer; el hombre aparta las ramas como quien descorre, quedamente, las cortinas de la alcoba de su amada; las ramas de los sauces rozan la cámara, a veces parecen acariciarla, a veces casi ocultan a los amantes, pudorosamente, a la vista del espectador; y en el beso final, es inolvidable el sensual acariciar del mango de la sombrilla por Roxalanne, y luego, la expresión arrobada de Boardman, que muestra como nunca antes se había hecho en cine, y muy rara vez después, el placer sexual, aquí íntimamente ligado al anhelo de trascendencia. Hay también en este momento una armoniosa fusión, conseguida con pasmosa naturalidad, entre lo figurativo (los personajes) y lo abstracto (las ramas y las sombras transfiguradas en meros trazos, un poco a la manera de los sauces del último Monet), como nunca lograría ni la más competente de las vanguardias cinematográficas. Y por si fuera poco, Vidor consiguió con esta secuencia, a la que, por más sencilla que parezca, no dudamos en situar entre las más excelsas de toda la historia del cine, algo que sólo muy de vez en cuando ha conseguido el cinematógrafo: la suspensión del tiempo. La trama pasa a ser algo accesorio y se desearía que el paseo en barca de Bardelys y Roxalanne no acabara nunca. Hay que verlo para creerlo.
La insoportable levedad del individuo.
Dos años de intervalo hubo entre la producción de “El caballero del amor” y la de la siguiente película de Vidor, lo cual constituye una parada excepcional para un director que, como muchos otros de la época, encadenaba una película tras otra, ofreciendo varias al año. La espera es indicativa de la atención y el primor con que el cineasta afrontó su nuevo proyecto, como el de “El gran desfile”, absolutamente personal. ¡Y vaya si mereció la pena! “…Y el mundo marcha” (1928) es uno de los grandes ocho miles del cine: la cumbre de todo el cine silente (Murnau incluido) y una de las cuatro o cinco más grandes películas de la historia.
Vidor decía que el cine era el medio de expresión más fabuloso jamás creado: con “…Y el mundo marcha” lo demostró sobradamente. En efecto, a pesar de que este medio de riqueza sin precedentes conlleva inevitablemente el peligro de la dispersión, tantas son las herramientas expresivas a su alcance, son abundantes las obras maestras que ha dado el cine (aunque muchas menos de lo que les parece a aquellos que creen descubrir una al mes, si no a la semana). Pero, quizá debido al carácter narrativo que pronto adoptó la mayoría del cine más valioso (lo que obliga a justificar ciertos giros del argumento y a incluir las casi inevitables escenas explicativas o de transición), o independientemente de ello, son rarísimas las obras, quizá una docena, que brillan continuamente, de principio a fin, a una altura sublime, sin ningún altibajo por mínimo que sea. “…Y el mundo marcha” es una de ellas. Sin abandonar la obra del texano, ya hemos constatado que en una película extraordinaria como “El caballero del amor” destacan poderosamente un par de secuencias; incluso en una obra maestra incuestionable como “El gran desfile” algunas escenas, aisladas, no permitirían calibrar la potencia del conjunto: en “…Y el mundo marcha” todas y cada una de las secuencias son, como mínimo, extraordinarias. [Inciso: que precisamente, a pesar de la intensa política de restauración de los últimos lustros, no se haya procedido ¡todavía! con este film, y que ni siquiera exista una copia en DVD en condiciones, es, más que muestra del olvido relativo que sufre Vidor, una vergüenza mundial. Warner, englobada en el grupo Turner y detentadora de los derechos de la Metro, es la responsable principal de este atentado cultural por omisión.]
“…Y el mundo marcha” engloba prácticamente todo el rico y variado cine mudo: el documental y el cine abstracto; el expresionismo y la vanguardia; el melodrama y el slapstick. Sólo falta el constructivismo soviético, o si se prefiere, el cine de montaje. Ofrezcamos algunos ejemplos muy llamativos, por cuanto que el film, al glosar la vida cotidiana de una pareja del montón, nunca abandona un enfoque realista. Uno es un breve plano, insertado en la serie inicial que muestra esa Nueva York abarrotada de transeúntes y vehículos, donde se ven dos imágenes superpuestas del tráfico de las calles: no desentonaría en “Berlín, sinfonía de una gran ciudad”…, si no fuera porque una ligera panorámica muestra que la sobreimpresión no es tal, sino el reflejo en un cristal del otro lado de la calle. También está la secuencia que transcurre en el clásico Luna Park, recurrente en muchos filmes de la época, como “Amanecer” (Murnau, 1927), “It” (Clarence Badger, 1927) o “Soledad” (Pál Fejös, 1928). Sin embargo, como quiera que “…Y el mundo marcha” ofrece, frente a la fábula atemporal de Murnau o el cuento de hadas de Badger, una historia, o mejor, un documento sobre el mundo moderno, aquí todo resulta mucho más proclive al frenesí y la vanguardia: véanse, ejemplo de lo primero, el plano de las dos parejas en el tonel giratorio, también próximo al slapstick; y de lo segundo, esa cámara que se desliza por el tobogán precediendo a los cuatro. Otra imagen llamativa, tanto más significativa por cuanto apunta al corazón de la película es el magistral plano en que a John Sims, niño, le comunican la muerte de su padre en las escaleras de subida a la casa. Pues bien, en principio de trata de un espacio realista, sólo que lo que el film muestra, evidentemente construido en estudio (como el canal de sauces de “El caballero del amor”), en el cénit de la estilización, es un prisma desnudo y vacío, cuyas cuatro caras (una constituida por las escaleras), todas visibles, generan un pasillo por el que sube el joven Sims. Por su regusto geométrico e irrealidad, que impregna a la secuencia del vaho de los malos sueños, es sin duda un decorado expresionista…, sólo que sumamente depurado y utilizado de otra forma, no como un cuadro plano, sino como espacio cinematográfico: la profundidad de campo es ostentosa, y los camilleros, al subir al padre, desaparecen casi rozando la cámara, igual que la mujer que luego consuela a John entra de la misma forma. Pues bien, este prisma, este pasillo, es el lugar por el que John asciende, dejando atrás a la multitud de mirones. Si el tema principal de la película es el deseo del individuo por desmarcarse de las masas, este plano es la primera constatación, y no la más amarga, de que la mayoría de los mortales sólo lo consigue en el dolor. Y por otra parte, la imagen del pasillo, como lugar de tránsito, de la existencia evidentemente, por donde deambula John, será recurrente en el film: en las oficinas, en el vagón coche-cama del tren, en la sala de la maternidad, entre las colas de parados, en el puente sobre las vías del ferrocarril… [Apuntemos que Vidor se adelantó en tres décadas al Ozu de “Primavera temprana” y, sin rebatir para nada la grandeza del maestro japonés, con superior imaginación.]
Es sorprendente que, al menos de todos los grandes y no tan grandes cineastas, nadie más que Vidor se atreviera a ofrecer un análisis de una cuestión tan acuciante para el ser humano (quizá más, al menos hasta hace bien poco, para los varones que para las mujeres): el deseo de superar al prójimo, el ansia por distinguirse de los demás…, aunque en el fondo dichos anhelos rara vez se justifiquen, y la mayoría de los mortales, que nos creemos tan especiales, seamos en realidad tan rotundamente corrientes. Vidor aún va más allá, revelando lo difícil que les resulta a los hombres asumir la propia mediocridad…, o simplemente aceptar la realidad. Una tesis que ofrece un contraste feroz con la aproximación al mismo tema que Vidor realizaría veinte años después en “El manantial”, donde loaría la individualidad a ultranza; claro, que inspirándose en la figura de Frank Lloyd Wright. “…Y el mundo marcha” y “El manantial” son la cara y la cruz de una misma realidad. Y es que, si Howard Roarke se desmarcará del prójimo desde el mismo comienzo de “El manantial”, la vida de John Sims aparece siempre indisolublemente ligada a la multitud. En efecto: tras la muerte de su padre, el adolescente Johnny se abre paso entre el gentío para subir a su casa, y se desmarca de él al subir las escaleras; tras la serie de planos que muestra cómo Nueva York bulle de transeúntes, la cámara penetra en la oficina de un rascacielos y, de entre una inmensa cuadrícula de escritorios, selecciona a John mediante un espectacular travelling de avance y descenso; los empleados entran en masa en los enormes lavabos de la empresa, y de nuevo, la cámara selecciona a John, con otro travelling, sólo que esta vez acompañándolo; la multitud de empleados baja ordenadamente por los ascensores (en un plano que, por cierto, parece extraído de “Metrópolis”); una fila de hombres aguarda a las chicas que salen del trabajo, una detrás de otra, a las puertas de otro edificio; el deseo que Mary despierta en John se da en dos magistrales planos, el contrapicado sobre Mary subiendo al segundo piso del autobús, ya en marcha, y el contraplano de John con los transeúntes tras él andando por la acera; el primer beso de la pareja tiene lugar en una atracción donde todas las demás hacen lo propio, atracción que, al desplegarse el techo, los deja al descubierto frente a una legión de jocosos mirones; la noche de bodas transcurre en el tren, en medio de un vagón abarrotado de camas y pasajeros; tras la visita de su familia política, John marcha por la calle en dirección opuesta al resto de los transeúntes; la maternidad es una inmensa sala donde las camas de las parturientas se disponen triangularmente; cuando la hija de los Sims sufre el atropello, una multitud se agolpa en torno a la niña y John toma su cuerpecito y vuelve a desmarcarse de la masa al subir las escaleras de acceso a su casa; durante la agonía de la niña, John intenta infructuosamente oponerse a la gente ajena a su dolor, y Vidor lo muestra yendo a contracorriente, en la dirección opuesta a los transeúntes que acuden a ver la extinción de un incendio, y, como a Melisande y Jim en “El gran desfile”, en plano medio intentando oponerse al flujo de la masa incontenible; en la fiesta que la empresa celebra en el barco, John, aislado en plano medio, contempla en contraplano a la multitud que baila, planos separados que hacen comprender que el hombre se siente excluido de la colectividad; John comparte con numerosos parados las largas filas y las carreras para conseguir empleo; y finalmente, en el espectáculo que clausura el film, cuando John por fin recupera las fuerzas para continuar la vida, un movimiento de cámara, ascendente y en retroceso, vuelve a reintegrarlo en la sociedad, en la masa. Este último movimiento de cámara, como ya se ha apuntado en otras fuentes, es exactamente inverso al que seleccionaba a Sims en la oficina: uno aísla, el otro integra; el uno avanza y desciende, el otro retrocede y sube. Evidentemente, John vuelve a formar parte activa de la sociedad, de ese inmenso ejército de personas anónimas y corrientes que constituyen la base de toda vida urbana. Pero todavía hay algo más: llama la atención que el plano primigenio que selecciona a John aparezca tras esos retazos documentales de una Nueva York donde la cámara registra, de las multitudes de transeúntes a los vehículos, y luego, de los trenes y barcos a las moles geométricas de los rascacielos cuyas ventanas forman cuadrículas perfectas. Hay un trayecto evidente de lo humano a lo inerte, sugiriéndose que la gran ciudad siempre comporta cierto fenómeno de deshumanización. Vidor, de hecho, por si hubiera alguna duda, tras el travelling que aísla a John del resto de los contables de la empresa, corta a un plano inserto de la placa de su escritorio que reza “John Sims 137”; y de hecho, previamente el film también ha mostrado el nombre de John Sims escrito en su maleta, ahí lógicamente sin cifra. En Nueva York, John se ha convertido en un número; otro más. No por nada, las mesas de la oficina de John prorrogan la cuadrícula del rascacielos donde se localiza la empresa. Y aún más sorprendentemente, en el teatro del final, las butacas vuelven a formar otra red donde los espectadores ríen a mandíbula batiente, de forma homogénea, oscilando adelante y atrás, como si fueran muñecos de un guiñol inmenso. La reintegración es pues, vuelta a la cuadrícula, y se sugiere que en el proceso, en esta renuncia a la individualidad, hay cierta pérdida de lo que la humanidad tiene de más valioso: quizá la alienación del trabajo se vea complementada por la del ocio de masas.
Como en otras cuestiones, Vidor utiliza la figura del contrapunto para hacer comprender al espectador la futilidad de esos aires que se da John Sims, el hombre del montón que se cree más especial que nadie. Así: cargado de ilusiones, llega a Nueva York, y Vidor lo retrata triunfante, primero perfilado contra la costa plagada de rascacielos y acto seguido recostado orgulloso sobre su maleta, pero cuando a un pasajero, menos lechuguino y más curtido que él, John le confiesa que “sólo necesita una oportunidad”, la mirada desengañada del hombre basta para poner en entredicho las expectativas de John; cuando John y Mary se burlan, desde el techo del autobús, de un hombre anuncio vestido de payaso, sin percatarse de que miran cara a cara su futuro, la pareja que sale con ellos los observa con perplejidad; recién casado, John toca el banjo en su minúsculo apartamento, pero la puerta del baño, que cierra mal, se abre continuamente, y finalmente el ruido del tren, que pasa casi rozando la ventana, acaba anulando su canción; John, convencido por Mary, le hace a su familia política una típica gracia sin gracia, y la suegra, sentada, y los cuñados, en pie a los flancos de la buena señora, situados igual que en la foto que le han regalado a Mary, lo miran ariscos como si fueran un tribunal; cuando John canta en la playa a voz en cuello, como si fuera suya, un bañista le grita que pare de una vez, pues tiene “arena en una oreja y su voz en la otra”; etc. Por su parte, Mary, aunque a veces se vea arrastrada por las ilusiones de John, como mujer de su época, aprende antes a aceptar sus limitaciones y las de su pareja y a conformarse con lo que tiene a su alcance.
En realidad, la oposición entre las ilusiones personales y una realidad que nada sabe de ellas ya viene ofrecida nada más comenzar el film, cuando el adolescente Johnny les dice a sus amigos que “Mi padre dice que seré alguien importante” y por corte pasamos a la ambulancia que transporta al hombre, tal vez ya muerto: es el primer revés en la vida de John. Sin embargo, una de las escenas que mejor ilustra, si bien de forma sumamente sutil, la contradicción entre las aspiraciones y la realidad, o mejor, entre la imagen idealizada y la persona auténtica, es aquella en que, durante la luna de miel, los Sims ascienden por la ladera junto a las cataratas del Niágara. El lugar es sin duda espectacular, de esos que cortan la respiración y apabullan por su grandiosidad; pues bien, ahí, los Sims, urbanitas, escalan de la manera más prosaica posible, nada heroica y más bien cómica: en un momento determinado, John gatea a cuatro patas y Mary se le agarra al pantalón. El plano se corona con una bellísima imagen de la pareja ante la catarata, pero las resonancias idílicas y heroicas que destilan el entorno y este cuadro final quedan comprometidas por la actitud tan pedestre que previamente han adoptado los personajes: es como si el paraje les viniera demasiado grande. La secuencia prosigue con, como buenos pequeño, pero muy pequeño burgueses, la fotografía que John le saca a Mary. La mujer exterioriza su emoción con ademanes vulgares (es de notar el abismo entre esta Mary mascachicle y las elegantes y delicadas heroínas que encarnaba siempre Boardman) y ensaya poses a cual más engolada y artificial. Sin embargo, una vez sacada la foto, Mary se relaja y, aliviada, se recuesta en la hierba sensualmente, lo que impulsa a John a darle uno de esos besos que hicieron justamente famoso a Vidor. Pasamos, pues, de la pose y la vulgaridad manifiesta a las emociones incontenibles y sinceras, como si el grandioso entorno acabara por ejercer un influjo en estos seres tan corrientes. Esta oscilación en la mirada que ofrece la secuencia es una de las muchas grandezas de “…Y el mundo marcha” que garantizan su perenne modernidad: por muy vulgares que sean sus personajes, Vidor no los contempla con superioridad, pues nunca olvida que al fin ya al cabo son seres humanos (o tal vez, que al fin y al cabo los seres humanos somos así), y que, por muy desmesuradas que sean sus aspiraciones, sus sentimientos son muy, muy reales; candentes. Y como tales, los filma.
Ciertamente, John se cree un genio; muy digno y serio por supuesto: bien lo muestran su gesto ofendido cuando su amigo Bert le da una palmada en las posaderas o su burla del payaso anunciante. Sólo que en realidad, despreocupado y soñador, él sí, nació para clown. Payasadas no le faltan: entra en el lavabo de la empresa dando un saltito entre las puertas batientes; se presenta a Mary cambiando de expresión, risueño o apesadumbrado, según pasa la mano por su rostro (idea recuperada por Vidor para la Peggy de “Espejismos”); le encanta tocar el banjo, hacer malabares y gracias diversas, como la del brazo roto… Ahora bien, la profesión de clown, casi siempre menospreciada, no es para el cineasta Vidor ningún desdoro (como dejaría bien claro en “Espejismos”, donde le dedicó toda su admiración), y de hecho, su John Sims no acabará de asumir sus limitaciones y emerger de su sima vital hasta que finalmente se dé cuenta de sus capacidades reales, desdeñando el trabajo, suponemos que “respetable”, ofrecido por los cuñados, y aceptando aquél más modesto y despreciado, pero para el que se siente capacitado. Así, al final del film, Vidor multiplica los payasos, asociados a John: trabaja de hombre anuncio, vestido de payaso y haciendo malabarismos; su reconciliación con Mary se sella con la asistencia a un espectáculo de clowns; y su eslogan triunfador, que solo entonces lo muestra Vidor impreso, “Sleigh o’Hand”, aparece junto a la efigie dibujada de un payaso.
Una dicotomía fundamental, pues, empapa todo el film: la vida ha de tomarse con seriedad o con humor, con responsabilidad o con despreocupación. Vidor más bien parece apuntar a posibilitar la conjugación de los dos extremos…, aunque muchas veces ésta no sea tanto una elección personal como algo que nos sobrepasa y en lo que no podemos influir. En consecuencia, numerosos momentos conjugan una doble mirada que ofrece simultánea y armoniosa, milagrosamente, parodia y lirismo. Destaquemos especialmente la escena, inmediatamente anterior a la de las cataratas, de la noche de bodas en el tren, en la que Mary aguarda ya acostada mientras John se desnuda en el angosto espacio de la litera. Pues bien, mientras las acciones que corresponden a John, dadas en planos medios, van creciendo en humor (primero, se confunde de cama; luego, coloca las cosas en la repisa sacando la lengua como si le costara un grandísimo esfuerzo, como un lelo, vamos; y al final, todo acaba cayéndosele encima), los primeros planos que corresponden a la expectante Mary están cargados de esa poesía tan delicada propia de Vidor, pautados mediante una progresión bellísima (en el primer plano, bajo las sábanas, asoma la cara de Mary, de la boca a los ojos; luego, la nariz y los ojos; después, solamente los ojos; y en el último plano de la serie, nada más la frente). No es, ni de lejos, el único momento que diluye el melodrama que al fin y al cabo es “…Y el mundo marcha” a base de humor: John, con el pretexto de comprar algo de alcohol para sus cuñados, marcha alicaído de casa y, nada más salir a la calle nevada, da un resbalón digno de un film cómico; cuando vuelve borracho, la dignidad contrariada de Mary contrasta con los continuos hipidos de su marido, y cuando éste ve los regalos navideños, llora e hipa a la vez; cuando Mary le comunica que está embarazada y el matrimonio hace las paces, la alegría de John se trasluce en gestos propios de un cómico, mientras Mary se enjuga las lágrimas; el picnic playero de la familia Sims, donde Mary desespera por tener que trabajar, también ahí, como una negra y por las continuas molestias ocasionadas por los niños, se suaviza cuando John, sin dejar de tocar el banjo, debe llevar, primero al niño y luego a la niña, a orinar detrás de unos postes; incluso una de las escenas más tensas de la película, la de la primera discusión entre John y Mary, se ve coronada por un gag, el de la leche que salpica a John al abrir la botella…, aunque sea un gag de regusto amargo. En “…Y el mundo marcha” la vida es una tragicomedia, y se salta de la mayor alegría (esa especie de lotería que es el eslogan premiado) a la mayor de las tristezas (la pérdida de la hija), e incluso momentos duros como el logro de un trabajo muy modesto tras meses y meses de desempleo se afrontan sin perder la alegría de vivir: es inolvidable la reacción de los Sims, en su última miserable casucha, de ponerse a bailar al son de un gramófono para celebrar el trabajo de John, sellando así su reconciliación.
Posiblemente, “El gran desfile” presente más innovaciones de cara a lo que fue y sería el posterior desarrollo del cine, mientras que “…Y el mundo marcha” puede parecer más bien un fabuloso compendio de todo el cine silente. Ya hemos comentado algunas conexiones con el documental, la vanguardia, el slapstick o el expresionismo, incluso con títulos concretos como “Metrópolis” o, faltaría más, “El gran desfile” (en cuyo caso se diluye la marca autoral con la cita: no hay que olvidar que Vidor se referiría a sí mismo en “Espejismos” sin subterfugios, en concreto haciendo referencia a “El gran desfile” y “El caballero del amor”). En esta coyuntura no podían faltar referencias, lógicamente, al film más influyente de la época: el recién estrenado “Amanecer”. Sobre todo son los movimientos de cámara del film de Murnau, los mejores, los que encuentran su eco en esta, la película de Vidor donde son más numerosos y evidentes; especialmente en los que siguen a John en sus respectivas entradas en los lavabos de la empresa y en el paritorio… Si bien, como no podía ser de otra forma, hay muchos otros movimientos que siguen una dinámica distinta, totalmente propia de Vidor, como: el travelling lateral que muestra a los recién casados despidiéndose de amigos y familia; la oscilación de John entre cuñado y suegra para pedirles silencio durante la agonía de la niña; o la panorámica sobre el tren que pasa bajo el puente. Estos ejemplos demuestran que “…Y el mundo marcha” no es una brillante película de citas, sin más. Desde luego, ya era obvio visto el brillante discurso, analizado arriba, que el film estructura con limpidez y coherencia casi inauditas. Pero, hay todavía más, algo que explica que su importancia histórica, que no artística, sea inferior a la de “El gran desfile”: la película está repleta de ese tipo de hallazgos formales soberbios, pero que no pueden influir tan abiertamente en el cine venidero porque su recuperación sería simplemente un plagio. Por ejemplo: la subida del Johnny niño por ese pasillo expresionista que conforman las escaleras de su casa; o el travelling (por motivos técnicos, desglosado en tres) que sube por el rascacielos para penetrar por una ventana y continuar su trayecto hasta seleccionar a John (sí, lo recuperó Wilder para “El apartamento”: pero no aportó nada, era simplemente un calco); o el contrapicado de Mary en el autobús en marcha y el contraplano de John con los transeúntes al fondo; o ese batiburrillo dado mediante sobreimpresiones que, tras la muerte de su hija, a John se le forma en la cabeza, con la niña corriendo, el camión avanzando una y otra vez, y las cifras girando frenéticas; o la humareda del tren que cubre el plano, dejando la pantalla en blanco, como reflejo de ese momento crucial, ese vacío, en que John está a punto de arrojarse a las vías; o…
En este sentido llama la atención la suma importancia que el film otorga a la geometría; tal vez menos evidente, por natural, pero mucho más profunda que lo habitual en el cine mudo alemán, donde la geometría se limitaba a lo decorativo, como mucho al reflejo de mentes retorcidas, cansino de tan repetido. Esta opción de Vidor tiene su gran lógica, pues el film transcurre en la inmensa Nueva York, la mayor metrópoli de la época, donde ya comenzaba a anunciarse la plaga de la deshumanización. No son sólo los rascacielos los que forman líneas: son las mesas distribuidas en cuadrícula; son los ascensores en hilera; las líneas curvas de las atracciones de Luna Park; las camas de la maternidad formando triángulo; la dirección de la comitiva fúnebre perpendicular al tráfico; las paralelas que forman los raíles del tren y los vagones en vía muerta, y la retahíla vertical de chimeneas industriales en la zona; la última e inquietante cuadrícula de las butacas del cine; etc.
Pero lo que hace que “…Y el mundo marcha” sea la más acabada obra cinematográfica de todos los tiempos desde un punto de vista geométrico, muy por encima de vanguardias y experimentos cineto-pictóricos varios, es su aplicación a los seres humanos y a sus movimientos. Aunque los precedentes en el cine mudo eran abundantes (entonces, los planos se componían), ninguna película había ido más lejos, ni tampoco iría después, en esta estilización de las posturas y movimientos del ser humano, en las líneas creadas por el cuerpo de los actores. Así, en “…Y el mundo marcha”, habitualmente las líneas curvas suelen asociarse a los momentos de distensión: abundan en las atracciones de Luna Park; sobre todo, el beso entre John y Mary al pie de las cataratas del Niágara se describe con sus brazos y manos componiendo un círculo prácticamente perfecto, en una postura casi inverosímil, pero que comunica de manera inmejorable la íntima comunión emocional de la pareja, refrendada por el gesto amoroso de Murray y el de feliz abandono de Boardman; también en la reconciliación final de los Sims ambos bailan girando vertiginosamente sobre sí mismos, como reproduciendo las revoluciones de ese disco que está sonando y que Vidor ha mostrado previamente en un inserto. Sin embargo, no siempre el círculo es símbolo de placidez, y así, en la escena del picnic playero Vidor comunica la progresiva exasperación de Mary haciendo que el niño dé vueltas veloz e incansablemente en torno a ella; o durante el obsesivo recuerdo de John del accidente de su hija, las cifras giran en su cabeza literalmente: es como si el círculo, emblema positivo de lo amoroso, se hubiera convertido en siniestro, curiosamente puesto en relación con la prole del matrimonio, sentida en el film como responsabilidad impuesta.
Sentidos muy diversos, normalmente menos placenteros, se suelen asociar a las verticales y las diagonales. Por ejemplo, la familia de Mary suele mostrarse con la madre sentada entre las dos plomizas verticales que forman los cuñados (por cierto, siempre con su sempiterno bombín), un tipo de construcción ciertamente nada extraño en el cine mudo…, aunque sí sea sumamente original la notable y reveladora sustitución en la composición, hacia el final, de la madre por Mary, cuando esta decide abandonar a John. Uno de los momentos más bellos del film que usa la geometría tiene lugar tras la discusión del matrimonio, cuando John se marcha airado de casa y Mary, que está embarazada, se asoma a la ventana para reconciliarse: en la serie de planos y contraplanos de la pareja, John aparece de pie, en plano entero, y la extrema, casi desafiante, verticalidad de su cuerpo se ve subrayada por las verticales de la verja en la parte baja del cuadro y la del poste a la derecha; por su parte, Mary, asomada a la ventana semicerrada, queda encuadrada en un rectángulo, y cuanto más cariñosa se muestra, más se pega al marco, la parte inferior de dicho rectángulo, convirtiéndose prácticamente en una sosegada horizontal. También es sobresaliente la utilización de las líneas oblicuas. En concreto, es magistral la diagonal que forma el cuerpo de John asomándose en el puente del ferrocarril, a punto de arrojarse a las vías, en contraste con, tal y como se registran en cuadro, las verticales del puente y las vías del tren. O más sutilmente, en la playa, tras el enfado de Mary, cómo ésta se aleja de John y fugazmente su cuerpo forma una línea oblicua; tan sólo un apunte, casi subliminal, sólo que a posteriori se descubre que algo anuncia. En efecto, tras la muerte de la hija, la pareja, en uno de esos planos que lo dicen todo, aparece sentada en el coche fúnebre, con sus manos enlazadas ocupando la parte central inferior del cuadro, y partiendo de ellas, sus cuerpos inclinados trazando sendas diagonales divergentes, dejando entre ellos un ominoso agujero negro. Es evidente: la muerte de la hija será un antes y después en la vida de los Sims, el principio de su alejamiento emocional. También son extraordinarios dos momentos que unen las figuras de la diagonal y del círculo gracias a un movimiento de péndulo invertido: Mary balanceándose frenética, alegremente, en su mecedora después de que John haya cobrado el dinero del concurso… y Mary balanceándose desesperada tras la muerte de la niña. La utilización del mismo recurso revela que un plano es pues el reverso del otro; y es que, en “…Y el mundo marcha” las alegrías y las penas, los placeres y los sinsabores suelen estar inextricablemente unidos.
Pero la grandeza apabullante de “…Y el mundo marcha” todavía se muestra en más factores. Sin abandonar el capítulo de la interpretación, se ha de dejar constancia de que Vidor está lejos de limitarse a modelar a los actores como líneas abstractas, sino que ofrece toda una gama de gestos sumamente reveladores. Son incontables, así que seleccionemos algunos: durante la discusión, el paralelismo entre Mary ajustándose la bata y John secándose con la toalla; la forma en que Mary se lleva las manos al vientre tras su discusión con John, o cómo se acurruca en la ventana y, cariñosa, invita con la mano al marido a volver; cómo, tras curar a John del quemazo, se limpia la mano de mantequilla y tira el trapo; el modo en que la pareja sujeta los juguetes cuando, impotentes, contemplan cómo atropellan a su hija y cómo, acto seguido, se abraza Mary a la muñeca; cómo, ya muerta la niña, reproduce el gesto de acunarla; o bien, cómo John, tras la muerte de la niña, en plena depresión, se sujeta a la barandilla del barco; o cómo da vueltas al sombrero por la solapa al buscar trabajo, o cómo deja caer el corazón de una manzana al llegar los cuñados a su casucha, o cómo juguetea con su corbata al rechazar el trabajo que le ofrecen; o su forma de sujetar las pocas monedas que ha conseguido con su trabajo de hombre anuncio…
Todo esto, geometría y sinécdoque, es decir, modelación de los cuerpos y gestos connotativos, es algo que, por desgracia, el cine parece haber olvidado para siempre. Hoy en día, los directores no crean imágenes para mostrar ideas o sentimientos; simplemente, dejan que los diálogos (es decir, los guionistas) se encarguen de lo primero y los actores de lo segundo. Pero, aun con los reducidos parámetros vigentes hoy, “…Y el mundo marcha” sigue sobrepasando abrumadoramente a los celuloides y ficheros actuales y continúa detentando el podio. Las interpretaciones de la pareja protagonista, Eleanor Boardman y James Murray, son simplemente sublimes, entre las mejores de todo el cine; y también de las más completas y reales: a Boardman Vidor la hizo oscilar continuamente entre la vulgaridad y el lirismo (¡qué contraste entre la presentación de Mary, mascando chicle, riendo pegando palmadas y tapándose la boca, con, por ejemplo, la despedida final con John!); a Murray, de lo humorístico a lo trágico (de las payasadas sin cuento de John a su genuina desesperación tras la muerte de la hija). Para los aficionados aún llama más la atención que, como ya hizo en “Bud’s recruit”, Vidor conjugara dos tipos interpretativos tan distintos, y maravilla que la mezcla sea tan armoniosa. Por un lado, Eleanor Boardman, entonces esposa del director, era una de las mejores actrices del momento y una de las grandes estrellas de la Metro; su estilo reposado y delicado la hacía ideal para transmitir sentimientos sutilmente con su mirada limpia y expresiva. Lilian Gish podía ser un monstruo de la interpretación, pero, hasta que años después llegara Liv Ullmann, ninguna actriz del cine había sido capaz de expresar tan bien, tan naturalmente, sentimientos tan sutiles y tan difíciles de transmitir como la ternura, el abandono sensual, la desesperación cotidiana, etc. Sólo la expresión de Boardman cuando, recién parida, John continúa con su eterna cantinela de “cuando le llegue la oportunidad” vale por interpretaciones enteras, y de las más prestigiosas… Por su parte, James Murray era un extra sin perspectivas de continuidad que ya se planteaba abandonar Hollywood cuando Vidor, según sus memorias, lo descubrió; su estilo era, por tanto, más intuitivo; su dominio de una técnica, menor. Pero, ¡qué mímica! ¡Y qué capacidad prodigiosa para expresar muy diversos sentimientos! Elijamos, por ejemplo, su entusiasmo al saber que Mary está embarazada, su expresión de auténtica felicidad, casi como de niño, y sus distintas acciones cada vez que vuelve a entreabrir la puerta: le envía besos con la mano, cada vez más pícaro; vuelve a entrar dando un saltito (¡tachán!) y se pone a acunar el sombrero y a hacer cucamonas varias.
No es de extrañar que, con semejantes actores y en tal forma artística, Vidor consiguiera una de las mejores radiografías ofrecidas por el cine sobre las etapas de la vida conyugal, lo cual es otro de los grandes temas que se desarrollan en “…Y el mundo marcha”. Todo el proceso está aquí: las presentaciones y el enamoramiento; la luna de miel y el conocimiento carnal; la ilusión del comienzo de la vida en común; las primeras tensiones; las discusiones más serias; los hijos; los desencuentros y las depresiones; las reconciliaciones… Toda esta evolución la ilustra Vidor con una puesta en escena magistral, que, pese a su aparente sencillez, es de una gran complejidad. Según los momentos de unión u oposición, la pareja puede compartir plano o no; a veces, según sus sentimientos, la planificación los une o los separa, pero nunca de manera mecánica. Un solo ejemplo de cada caso.
Separación: Cuando John visita a Mary en el paritorio, en un bellísimo plano del matrimonio y el recién nacido, que exuda una intimidad feliz, la emocionada Mary ocupa el centro del cuadro y acaricia al bebé, situado a la izquierda de plano, mientras el arrobado John, asomando por el extremo derecho, besa a Mary en el cuello, en el hombro, para luego apoyarse en su mejilla. Pues bien, cuando le musita al oído su eterna cantinela de “ahora ya tengo un motivo para ser alguien” (inserto de un rótulo, evidentemente), la magia del momento se rompe y Vidor corta a un plano de sólo el matrimonio, con Mary mirando a John de soslayo. Acto seguido, acaba la secuencia con un primer plano de Mary sola, volviéndose hacia John con una mirada indescriptible, que transmite incredulidad y cariño a la vez, pero que claramente la separa de él, pues ella ya no puede tener fe en los castillos en el aire de su marido.
Unión: Durante la escena de la fiesta de la compañía en el barco, cuando John le confiesa a Mary que ha dejado su trabajo, Vidor reserva planos separados para cada uno, hasta que Mary entra en el plano de John para darle ánimos (“Hay trabajos mejores”): la mujer es, visualmente, el apoyo constante de su marido. Por cierto, que, como en muchas otras secuencias, hay todavía más información que la separación o unión de la pareja en distintos planos. Así, el de Mary tiene por fondo el mar (lo que lo relaciona las secuencias en las cataratas del Niágara y en la playa, con momentos de solaz, por tanto), mientras el de John se ve cortado por el inserto de los empleados divirtiéndose, ese plano que certifica su exclusión del mundo. Y que Vidor acabe la secuencia, tras el plano compartido por la pareja, con un nuevo inserto de los alegres excursionistas deja bien patente que el apoyo de Mary no va a ser suficiente para rescatar a John de su depresión.
Es de notar cómo, en la cambiante relación entre John y Mary, Vidor recupera una de las estrategias formales más persistentes de “El caballero del amor” con todavía mayor sensibilidad: esas manos que aparecían en las esquinas de los planos medios en el film anterior aquí se mantienen o se transforman en parte de los rostros, ofreciendo una continuidad espacial persistente entre la pareja, como si entre los Sims, aun enfadados, siempre existiera, o al menos quisieran mantener o recomponer, un puente de comunicación entre ellos. Es el caso de ese momento en que, tras la fuerte discusión, Mary le revela a John su embarazo: en los primeros planos del hombre, el rostro de la mujer asoma, en escorzo, a la izquierda del plano, hasta que, en el tercero, cuando John ya abraza a Mary, la atrae hacia sí haciéndola entrar totalmente en cuadro. O cuando Mary, en el paritorio, le dedica esa mirada entre cariñosa y resignada, la mano de John está presente en la parte alta de cuadro acariciándole el cabello. O el del picnic en la playa, cuando Mary le ofrece conciliadora un sándwich a John, introduciendo su mano en el plano medio largo del marido. O ya al final, cuando, a la inversa que en el caso anterior, John, con el ánimo de reconquistar a Mary, le regala un ramillete: en el plano de la esposa, la mano del marido surge con las flores por la parte baja de cuadro, casi pegada a cámara, creando un efecto extraordinario tanto en la modelación del espacio cinematográfico como en el establecimiento de una comunicación real entre la pareja.
En el devenir marital de los Sims destacan poderosamente, si cabe, dos mojones. El primero nos muestra al matrimonio, ya consolidada, o más bien desequilibrada, su relación, su gran discusión y su inmediata reconciliación. Como quiera que ya hemos tratado el momento de la reconciliación, concentrémonos en los anteriores. Tras un rótulo que indica “Abril”, tal vez un medio año después de la boda, Vidor, en plano general, nos muestra al matrimonio, todavía desarreglados, ocupando dos espacios distintos en posición similar, oblicua y casi paralela: John, en camisa, se asea; Mary, en bata, hace la cama. En consonancia con el deterioro sufrido durante la convivencia, nada funciona en el apartamento de los Sims: la cisterna del váter se llena una y otra vez haciendo un ruido insoportable; la puerta del baño no es que se abra de vez en cuando, es que nunca está cerrada; la cama plegable no se sujeta y la puerta que la oculta se ha vencido; incluso a John se le empieza a caer el pelo… Pero lo que verdaderamente es genial en esta secuencia donde la cama, el váter, el destartalado armario abierto, las sartenes ocupan los fondos de plano; lo verdaderamente genial es cómo son los pequeños gestos cotidianos los que revelan toda la tensión de una difícil vida en pareja: la batalla soterrada entre las dos voluntades se ilustra por el gesto de abrir una y cerrar el otro la portezuela del armario, hasta que, cuando la lid ya parece clausurada, John, queriendo tener la última palabra, lastima a la inadvertida Mary; la falta de comunión existente entre ellos queda patente cuando Mary le alcanza la taza a John y la suelta sin que éste la haya llegado a asir, ya que ninguno está atendiendo al otro; y finalmente, todo el nerviosismo, todo ese bullir interno, se trasluce al saltarle la leche por todo el busto, hasta la coronilla, al abrir John la botella, gag mezcla de tensión y humor irónico, pues John le había dirigido a Mary una mirada asesina cuando le había apenas salpicado con el pomelo. Estos tres momentos son prueba prodigiosa del dominio por parte del cineasta de la música silenciosa (el armario), de la orquestación de los gestos (la taza) y del humor, sea en el contexto que sea y con el tono que sea (la leche); y en suma, de sus grandes dotes de observación y de su apabullante capacidad de síntesis. No hay en toda la historia del cine, ni siquiera en la obra de Bergman, una secuencia que haya transmitido mejor el deterioro de la vida en pareja.
El segundo mojón que destacamos es la despedida de Mary y la subsiguiente reconciliación del matrimonio: si el anterior momento era prosaico, este es lírico. John y Mary se despiden en una serie de planos y contraplanos hablándose de trivialidades (“tienes la cena en el horno”, “te he zurcido los calcetines”), y a cada frase, Mary da un par de pasos hacia su marido. Si los planos de John, parado junto a la puerta, son todos idénticos, la gran peculiaridad del segmento es que cada nuevo plano de Mary, correspondiente a un nuevo avance, pese a su desplazamiento, la sigue mostrando exactamente igual, en la misma escala de primer plano y sin referencia espacial, como si no se hubiera movido, pues el fondo está difuminado y en penumbra: una forma bella, sutil, cinematográfica, de mostrar que cada paso le cuesta a Mary un esfuerzo, de hacer entender que en el fondo no quiere irse. Finalmente, en el tercer desplazamiento Mary llega hasta John. Vidor los hace compartir plano, y la inquietud de Mary se trasluce por su forma de toquitear el sombrero antes de salir, mientras John, ya solo, hace lo propio con las monedas de su salario: ambos sienten la misma comezón, la misma pena por dejarse. Tras salir al exterior con la maleta, Mary decide volver a entrar pretextando una nimia excusa, y la siguiente tanda de planos y contraplanos muestra a la pareja en el mismo estado emocional que antes: Mary sigue manoseando el sombrero, y John, sopesando las monedas. Ahora será John el que se acerque a Mary, apostada junto a la puerta, sólo que, más decididamente que la mujer, en un par de zancadas. Este nuevo acercamiento viene mostrado por tres insertos, tres ofrendas de John a Mary: las tres entradas para el show (un eco de “The family honor”), el ramillete de flores, y el disco con la balada “There’s everything nice about you” / “Todo en ti es bonito”. Por ello, ese plano medio de Mary en que surge la mano de John para ofrecerle el ramillete tiene tanta fuerza emotiva: las distancias se han suprimido, y los dos vuelven a habitar el mismo espacio; no físico, evidentemente, sino emocional. Mary olfatea las flores y, para prendérselas, en el mismo plano comienza a quitarse el abrigo negro, dejando asomar el vestido claro. Luego, el disco empieza a girar en el gramófono y, en una decisión inolvidable, la pareja, olvidándose ya de todo (cuñados incluidos) vuelve a bailar enamorada y feliz. John acaba aupando a Mary y los dos giran como una peonza, o mejor, como el disco que está sonando, recuperándose así la figura del círculo, asociada tantas veces a los gratos momentos. Si en la secuencia subsiguiente, la de la reintegración de los Sims en la multitud, el signo de la conclusión es ambiguo, no lo es en ésta: todas las penalidades y avatares experimentados han servido para reforzar el vínculo entre John y Mary, y hacerles comprenderse el uno al otro más maduros… e igual de despreocupados.
Continuará.