Solo se vive una vez (3)

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Por Don Quiterio

     Solo se vive una vez, efectivamente, y la gente relacionada con el cine bien podría referirse a la cámara en estos términos, acaso extravagantes, acaso ingeniosos, antes de decir adiós a este mundo que conocemos: ¿Está preparada la cámara ardiente?

     O bien: ¿Hemos filmado los fuegos fatuos? Sea como fuere, convendría recordar la sentencia de Louis McMaster Bujold: “Los muertos no pueden reclamar justicia y es un deber de los vivos hacerlo por ellos”.

     Ha fallecido en Madrid, a los ochenta y ocho años, Amparo Rivelles, hermana de Carlos Larrañaga, tía de Luis Merlo o tía política de Maribel Verdú, actriz en más de ochenta películas, aunque es en el teatro donde hace gala de todo su magisterio. Debuta en el cine con un pequeño papel en ‘Mary Juana’ (Armando Vidal, 1940), la antesala para el estrellato cinematográfico, pasando luego a ser dirigida por Ignacio Ferré Iquino en películas como ‘Alma de dios’ (1941), donde le acompaña el turiazonense Paco Martínez Soria. Firmó un contrato con Cifesa, la principal productora nacional de la época, el cine de las esencias patrias. Rafael Gil la dirige, en 1947, en ‘La fe’, una película que le gustaba a Luis Buñuel, según la novela de Palacio Valdés, y por la que, recordaba la actriz, “casi me excomulgan porque en ella trataba de seducir a un cura”. De hecho, Buñuel la trata cuando la actriz se instala, a partir de 1957, en México, durante más de veinte años. Allí la rebautizan como “la reina de las telenovelas mexicanas” e interviene en populares películas, destacando ‘El fugitivo’, a las órdenes del prestigioso Emilio Gómez Muriel, otro entrañable del calandino. También interviene, junto a Antonio Vilar y Lolita Sevilla, en la película del almuniense Florián Rey ‘Tres citas con el destino’ (1953), un pintoresco filme de episodios, cada uno localizado en el país coproductor de turno (España, México y Argentina). En 1960 participa en ‘Un ángel tuvo la culpa’ (Luis Lucia, 1960), un filme con música del turolense Antón García Abril. “Me metí a actriz porque simplemente no quería estudiar”, decía al final de su carrera la Rivelles. Y todo el que la escuchaba se quedaba asombrado.

     Vedette de origen británico, Claire Catherine Ann (de nombre artístico Claire Simpson) se afinca en Zaragoza tras actuar en los mejores cabarés españoles: Las Vegas, el Paralelo, el Molino, Lido, Arnau… Se da a conocer mundialmente al participar en el show televisivo de Benny Hill. También se hace un hueco en la Metro Goldwyn Mayer, productora con la que participa en algunas películas musicales, todas ellas bastante mediocres. Establece buenas migas con la zaragozana Lita Claver, ‘la maña’, para quien realiza ‘¡Qué coña tiene la maña!’, su última coreografía. También es gran amiga de Luis Pardos, eterno luchador de la revista en Zaragoza. Esta vedette que trabaja para la revista Colsada, se encarga, en sus espectáculos, de la coreografía, dirige el ballet, baila y da la réplica al cómico y actor de turno, ya sea Manolito Royo, Luis Calderón o los hermanos Calatrava.

     También nos ha dicho adiós el pintor José Hernández, nacido en Tánger y afincado entre Madrid y Málaga. Un pintor literario, kafkiano, de un realismo mágico, sobrio de color, de marcado carácter onírico y rayano en el surrealismo, que mezcla la pesadilla con el género del bodegón, con alusiones históricas y gusto por la descomposición, al que Natalio Bayo abraza. Su importante obra gráfica nace en 1967 cuando edita su primer aguafuerte, ‘Naturaleza muerta’, como el título del ensayo fílmico de Javier Estella y José Manuel Fandos en torno al pintor zaragozano Eduardo Laborda, en un guiño involuntario, para quien “Hernández ha sido el mejor, para mi gusto, de su corriente generacional”. A su extensa labor de pintor y grabador se añaden sus trabajos como ilustrador de libros, escenógrafo, figurinista y cartelista en proyectos teatrales y cinematográficos. De este modo, trabaja con Francisco Nieva, el dramaturgo que acepta ser el director artístico de ‘Ana y los lobos’ y ‘La prima Angélica’, dos hipérboles satíricas de la España de Franco.

     Precisamente, con el oscense Carlos Saura –y en otros cometidos con su hermano, Antonio- trabaja Hernández en ‘Buñuel y la mesa del rey Salomón’ (2001), según el guion de Agustín Sánchez Vidal, cuya escenografía está basada en sus dibujos. También, de 1975, es digna de reseñar la serie encuadernada de diez aguafuertes, ‘Bacanal’, inspirada en cinco poemas de juventud de Luis Buñuel, un homenaje a un cineasta que admira profundamente. Asimismo participa en un seminario sobre Buñuel en 1984 y seis años después realiza diez dibujos que ilustran el guion ‘Là-bas’, que publica el centro de estudios turolenses. También Alfredo Castellón cuenta con sus ilustraciones para ‘El suplicante’.

     Como Goya, el recurso estético de la deformación lo utiliza José Hernández en sus figuras humanas, en sus figuras animales y en sus ruinas arquitectónicas, alrededor o encima de las cuales aparecen criaturas que sobrevuelan o que se descuelgan, que son protagonistas –y testigos- del paso irreversible del tiempo y de la consiguiente decrepitud de la materia. La luna, testigo de la muerte en la poesía de Lorca, adquiere en su obra el simbolismo de lo mutable. En esencia, Hernández coincide con el más excelso conocimiento surrealista, con esa corriente poética a la que Buñuel filma en el cortometraje ‘Un perro andaluz’, basado en el relato (sin acreditar) de Pepín Bello ‘Un asunto putrefacto’.

     José Hernández conoce en 1960 a Emilio Sanz de Soto, escritor y erudito en cine. Cuatro años más tarde, su amistad con el cámara José Luis Alcaine le introduce en la escuela oficial de cine de Madrid, donde entabla amistad con Víctor Erice. Los cineastas Fernando González de Canales (dirección) y Teo Escamilla (fotografía) realizan dos documentales sobre su vida artística, estrenados en 1976 y 1986, respectivamente.

     Y, finalmente, también han desaparecido los cines Augusta. Su adiós viene a engrosar la larga lista de salas que han apagado sus proyectores en los últimos años (el Mola, los Buñuel, los Goya, los Renoir). La desaparición de estos cines no se puede achacar a una única razón, sino a un conglomerado de circunstancias: precio, crisis, competencia, piratería, pérdida de cultura cinéfila… Aunque el realizador aragonés Antonio Tausiet lo tiene claro: “La cartelera no se va a resentir, ya que este tipo de salas comerciales no arriesgan en su programación”. Los Augusta fueron los primeros multicines que abrieron en Zaragoza en un centro comercial, en 1996. Diecisiete años después, la película de los Augusta llega a su fin.

     En realidad, la sala de cine apareció en un momento de la historia y es casi seguro que desaparezca a lo largo de este siglo. Le va a pasar lo mismo que a los discos, que a los libros y los periódicos de papel o que a la diligencia. ¿Podría sufragarse, con cargo al presupuesto, un servicio regular de diligencias –tan lento, tan incómodo-, como hace doscientos años, entre Madrid y Zaragoza? Preferimos, para qué negarlo, ver las películas en la comodidad del hogar, todas las veces que queramos y por una cantidad de dinero muy inferior, algunas veces incluso gratis. El mundo es como es y por eso los cines cierran. El que quiera salas de cine porque le gusta el ambiente, la “magia” que diría el brasas de Garci (o algún lumbrera de la cosa zaragozana), que se lo pague como pago yo el tabaco, que es romántico a más no poder y forma parte de la cultura occidental desde que algún desconsiderado se lo trajo de Cuba hace quinientos años. Quiero decir que el cine con mayúsculas seguirá existiendo como siguió existiendo la música después de la muerte de los cilindros.

     Además, estas multisalas no me provocan la nostalgia de los cines de antaño. Recuerden: Victoria, Coso, Dorado, Avenida, Actualidades, Gran vía, París, Palacio, Rialto, Roxy, Dux, Coliseo, Latino, Arlequín, Pax… Para que exista el desencanto tiene que haber existido antes el encanto.Y no hay nada más que añadir.

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