‘Stockholm’, largometraje de Rodrigo Sorogoyen.

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Por Don Quiterio

     Licenciada por la universidad de Navarra en comunicación audiovisual y por la escuela de cine de Madrid en la especialidad de guiones, la zaragozana Isabel Peña, nacida en 1983, es la coguionista, junto al director Rodrigo Sorogoyen, de ‘Stockholm’ (2013), su primera incursión en el largometraje.     Su carrera como guionista la ha desarrollado en las series televisivas ‘Impares’, ‘Frágiles’ o ‘La pecera de Eva’, en las que se va curtiendo para desembocar en esta historia de cortejo amoroso alejada de las típicas comedias, el encuentro casual entre dos jóvenes que se convierte en una versión libre del síndrome de Estocolmo y les cambiará la vida.

     Son muchas las películas que rastrean las relaciones esporádicas de tantos jóvenes –o no tan jóvenes- que buscan en el otro una noche de placer que disimule problablemente el propio vacío. Algunas tienen la mirada más crítica, otras son más complacientes. La novedad que aporta esta película de Rodrigo Sorogoyen (anteriormente había codirigido ‘Ocho citas’) es la radicalidad con la que pone el dedo en la llaga, y la autenticidad de su guion y puesta en escena.

     Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen hacen transcurrir la acción en el cómputo de unas horas de la madrugada, del amanecer y de la mañana del nuevo día, en un tono espontáneo, que nos remite a ‘Noche de vino tinto’ (José María Nunes, 1966), aquella historia de un chico y una chica que, decepcionados de sus respectivas parejas, decidirán consumir la noche juntos, a base de beber caldo negro en todas las tascas habidas y por haber. O a ‘Jo, qué noche’ (Martin Scorsese, 1985), una lección de destreza cinematográfica y malicia crítica, que desnuda algunas de las más significativas obsesiones de la sociedad del momento.

     Aquí, en ‘Stockholm’, lo que comienza como una típica historia de jóvenes en busca de sexo rápido, de conquistar una sensación furtiva de placer, se va convirtiendo en una versión juvenil de ‘Secretos de un matrimonio’ (1973), ese filme donde Ingmar Bergman disecciona un matrimonio burgués a través de distintas y sucesivas fases, con tanto rigor cinematográfico como austeridad visual y argumental. A la manera del relato del cineasta sueco, aquí solo intervienen dos actores (espléndidos Javier Pereira, simpático y ocurrente, y Aura Garrido, esquiva, misteriosa, imprevisible) en un espacio reducido, con largos diálogos que profundizan en sus vidas, en sus heridas y esperanzas, con el ‘tempo’ naturalista de quien, poco a poco, como hila la vieja el copo, va conociendo al que era un desconocido.

     Pero Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña se atreven a ir hasta el final en su mirada crítica, sin concesiones, a pesar de una cierta superficialidad y esquematismo en su primera parte, al estilo de la trilogía romántica de Richard Linklater, para dar un giro total -¡ese reflejo de la protagonista en el espejo del baño!-, descubriendo una situación diferente de la esperada. De este modo, el esquema ‘chico conoce chica’ se ve alterado, porque ni el chico ni la chica son lo que parecen y se descubren sus secretas intenciones. De la comedia romántica, pues, al thriller, en la mejor tradición de un Michael Haneke o de un Todd Solondz, autores que se desenvuelven en un registro difícil y audaz, que hurgan en los agujeros como las comadrejas hasta que logran pieza, presentando cada acción de frente, sin trampas, sin excusas, sin dejar que el espectador se acomode en la impostura del melodrama, en la impudicia de la lágrima.

     Una película, a la postre, modesta, de bajo presupuesto, pero, ¡ojo!, de un inteligente planteamiento, de la noche al día y de lo que, en efecto, parece y no es, producida a partir de una captación inicial mediante el micromecenazgo, sistema con el que se pueden afrontar trabajos independientes como este. Y es que lo que ha cambiado es la forma de explotación. Si, parece ser, el público en las salas ha descendido, el consumo de películas, empero, ha aumentado en otras plataformas.

      La cuestión es que cada vez se hacen más y más productos audiovisuales para ser consumidos de una u otra manera. Lo desconcertante es que el aumento y diversificación de la producción audiovisual también incide en la propia distribución y exhibición cinematográficas. Nunca se había conocido una cartelera con tantos estrenos. El ritmo actual es de entre seis u ocho películas nuevas cada viernes, de las que la mayoría no aguantan en programación más de una semana. Sería una pena que una película tan interesante y fuera de lo común como ‘Stockholm’ no aguantase el tiempo necesario para que un público más amplio pudiera apreciar todas su virtudes.

     Antaño, es verdad, el pastel se lo repartían entre apenas una decena de distribuidoras. Ahora, por el contrario, hay ciento y la madre. Cualquiera monta una distribuidora desde su casa, anunciándose por las distintas redes sociales. Los títulos del catálogo suelen ser pequeñas realizaciones financiadas a través del llamado ‘crowdfunding’. Y, a veces, de la categoría de este filme de Rodrigo Sorogoyen, con un guion astutamente construido por la zaragozana Isabel Peña, una coherencia para terminar la historia como reclama la dramaturgia felizmente adulta.

     Sea como fuere, ‘Stockholm’ sabe sacar un partido muy óptimo de muy pocos elementos, en los que unos cambiantes estados de ánimo sentimentales que experimentan ambos jóvenes son los que constituyen el punto fuerte del relato fílmico, además de la deliberada complicación de una serie de conversaciones sobre el amor, el desamor, la sinceridad, el engaño, el sexo, la fidelidad y la infidelidad, a modo de espejo de nuestra sociedad. Una historia, efectivamente, que juega al coqueteo, al romanticismo, a la tensión y el misterio, y lo que parece transparente se convierte, finalmente, en inquietante.

     La realidad es compleja, contradictoria y no necesariamente agradable. Los autores de ‘Stockholm’ son realistas, nunca pesimistas. Sin dar lecciones, sin ser moralistas, sin dar nunca una respuesta a las preguntas que proponen. Por supuesto que la película tiene una moral, pero no se la impone a nadie. Un filme, en último término, conciso, austero, de una elegante puesta en escena y con una gran dirección de actores, quienes, por supuesto, salvan la teatralidad de la situación única que interpretan. Una pequeña (gran) joya del cine español. No se la pierdan.

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