Cate Blanchett DuBois / J.J. Beeme

Por José Joaquín Beeme 
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      Fascinante en su derrota, conmiserable en su mentira: así nos la hace Woody Allen, una mujer que normalmente —en la prensa, en el repetido escándalo: cada quien ponga un rostro— resulta repugnante en cuanto gozadora y cómplice, volente o nolente, del tiburoneo financiero.
 
     Esas princesitas que no saben / no contestan; vamos, que se les iba la mano cuando firmaban contratos o tiraban de visa oro. Y que la fortuna les sonreía mientras a miles de ciudadanos les era negada por su causa. Blue Jasmine es película de líos y liantes, propia de la habilidad dramática de Allen, pero su escritura va elevándole a la altura de los grandes: Tennessee Williams su falsilla para esta crónica de auge y caída de uno de tantos latrocinios especulativos. El rudo Kowalski / Chili y la frágil, rota Blanche / Jasmine. El animalesco principio de realidad contra el ideal de riqueza meteórica y, ya puestos, filantrópica. Mujer rica, mujer pobre: sus orgullos, prejuicios de clase. Manhattan para triunfadores sin escrúpulos, acelerados al abismo, y San Francisco para reinventarse… o precipitar de nuevo. La composición de Cate Blanchett es magnífica, capaz de transfigurarse en mujeres distintas siguiendo la rueda de la fortuna. Sus monólogos, muchas veces recordación delirante (maravillosa confesión ante la mirada inocente de unos niños), dan su medida de gran actriz. Una actriz de las de verdad, ya digo, no como las que adoptan sus maneras con tal de escapar del banquillo o de las rejas. Con todas sus cuentas —que no su reputación, su jeta— intactas.

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