Here comes something sweet / José J. Beeme


Por José Joaquín Beeme

     Scorsese sigue sorprendiéndome. Me pregunto de dónde saca el tiempo: a su ya extensa filmografía de ficción suma los viajes por la historia del cine (auténtico aulario enciclopédico, lo que no quita una visión de autor), del norteamericano al italiano, sus dos principales fuentes visuales, y, dentro de la sección documental, sus trepidantes y bien sincopados «rockumentaries», a partir de Dylan y su banda en El último vals.

 

    Ahora se atreve con el, para mí, más fascinante de los Beatles, anticipador del diálogo civilizatorio por vía de su orientalismo de vida y obra (y aquí se abre, entre nosotros, un círculo apasionante: el profesor Mascaró, su corresponsal, nos lleva a Panikkar, Cernuda, Jorge Guillén e, incluso, los hermanos Pascual Rodrigo después de la Hermandad Pictórica). Más allá de su militancia en el fabuloso cuarteto, que increíblemente ocupa sólo el arco de sus 16-26 años, George Harrison fue siempre, a pesar de sus reservas, pasto de las cámaras en formato cine, desde aquel histórico concierto en favor de los bengalíes, que no ha perdido un ápice de emoción, hasta la invención de la Handmade Films en aras, sobre todo, de los Monty Python. Por no hablar de los videoclips que, chispeantes, autoirónicos, puntúan su carrera. Y qué decir de sus méritos intrínsecamente musicales —ya plausibles en su primera composición, Don’t bother me—, con esa voz entre entusiasta y quejumbrosa, aliada de una guitarra habladora, o mística o soñadora, siempre en vuelo alto. Uno de nuestros gurús musicales ha acusado a la película de parcialidad, de no abordar las sombras del personaje, pero Scorsese no hace biografía, y menos biografía-escándalo; rinde nada más —nada menos— que un homenaje al hombre que puso rostro, música, palabras, a muchos nobles ideales del pasado siglo y cuya influencia no ha dejado de crecer, incluso frente a sus propios colegas, mucho más ornados de la fama mediática. No es un académico, ni lo pretende, por lo que su selección-ordenación, tras de la cual se adivina una buena escuadra de archivistas, está horra de puntillosidades y enojosas citas (ah, esos penosos universitarios que no saben dar un paso sin el taca-taca de la fuente). Estos días he montado, con irrespetuosa complicidad, cierto footage de las ululantes fans que corrían tras aquellos jovenzuelos de Liverpool, y el corto ha quedado tocado de una gracia que sería muy difícil replicar ahora: tal vez, como el maestro neoyorquino, proponía mirar con otros ojos «material de archivo» de un tiempo en que, totalmente desvergonzados, aspirábamos a la felicidad.

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