Por Don Quiterio
Los aficionados al cine que estén acostumbrados a ver sólo películas de Hollywood puede que se sientan algo incómodos cuando vean una película del director alemán Alexander Kluge, no tanto por los subtítulos sino por el estilo de puzzle y la forma de las tomas en las que se explican el estado de las cosas, no necesariamente de un modo que muchos espectadores entiendan enseguida.
Las películas de Kluge no se ajustan al esquema habitual, ni en su desarrollo ni en su duración. A diferencia de este cineasta, el Hollywood clásico es un cine excesivamente obvio. ¿Qué pasa si Kluge no dirige la mirada en formas conocidas? Es posible que algunos espectadores rechacen el cine complicado del teutón, que no tengan el bagaje ni los patrones de bases de datos necesarios para entender este tipo de filmaciones. Cuando ven un filme de Kluge, son unos auténticos principiantes, tienden a la frustración y no les gusta esa sensación. ¿Acaso, por ello, la crítica oficial evita el enfrentamiento a estas propuestas? Si, salvo “Una muchacha sin historia” (1966) y “Fernando, el radical” (1976) –vistas por las antaño llamadas salas de “arte y ensayo”-, las películas de Kluge nunca se han estrenado comercialmente en España, y ahora la filmoteca de Zaragoza ofrece una retrospectiva de prácticamente la totalidad de su obra, ¿por qué la prensa local no se molesta en visionarlas y luego enjuiciarlas? ¿No es esto dejadez de las funciones que corresponden? ¿No será la dificultad que se tiene debido a una cuestión de hábitos de cognición y percepción visual? ¿Acaso no pueden aplicar con tanta facilidad sus esquemas narrativos? ¿La crítica tiene que resintonizar su percepción? No todo el mundo está abierto a la pintura abstracta o a las difíciles y precisas películas de Kluge, pero, quizá, parte de esa resistencia se deba a un hábito cognitivo en lugar de a lo que se suele denominar “gusto”. Con un poco de esfuerzo, los espectadores –y la crítica, porque es su obligación- deberían acercarse a estas películas, en su mayoría desconocidas, y aprenderían a desentrañar sus significados.
Los críticos de los periódicos denigran e ignoran, de forma sistemática, el cine de autor o experimental, porque renuncian al deber de informar a los lectores y no se dignan a ver este tipo de cine. De cada película de este importante ciclo sobre Kluge la filmoteca efectúa, como habitualmente sucede, dos pases y se trata, además, de un reconocido realizador premiado en festivales de medio mundo. A la vista de los hechos, conviene preguntarse: ¿no será el cine la víctima del que regula las secciones del periódico? Al parecer, algunos periodistas culturales se avergüenzan de su tema de trabajo, la cultura, y procuran esconderla bajo un lenguaje tabernario, lo más impreciso posible. Por eso, desgraciadamente, la mayoría de lectores de diarios desconocen quién es Alexander Kluge y, encima, los críticos no consideran necesario ofrecer la información adecuada. Es decir, se miente, se presume de ignorancia y desprecian sus obligaciones con los lectores y, en consecuencia, sería el momento de ir poniendo ciertas barbas a remojar…
Sea como fuere, la filmoteca de Zaragoza ofrece un exhaustivo ciclo del prolífico director germano. Nacido en Harz, en 1932, Alexander Kluge se licencia en Derecho y se ocupa de publicaciones políticas, sociales y literarias, y escribe junto a Helmunt Becker varios ensayos científicos. Gana, asimismo, el premio literario “Jóvenes generaciones”. Obtiene la cátedra de cine de la universidad de Ulm. Antes de debutar en el largometraje, en 1966, con la adaptación de su propia obra “Una muchacha sin historia”, sobre las andanzas de una joven judía huída de Berlín oriental que se enfrenta a una sociedad libre que la rechaza y la hunde, Kluge realiza un buen número de cortos, algunos en colaboración con Peter Schamoni o Paul Krumtorad. Por esas fechas, y junto a otros realizadores, firma el famoso manifiesto de Oberhausen en apoyo a la constitución de un nuevo cine alemán.
La cinematografía alemana, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1960, es una de las más pobres muestras culturales no solo del país sino del continente europeo, enmarcada entre relatos criminales de baja estofa, cine de aventuras de nulo interés, erotismo de mala calidad y rememoraciones edulcoradas del antaño esplendoroso imperio austro-húngaro. Ese viejo cine va muriendo por su propio impulso y surgen una serie de autores jóvenes que comienzan a filmar con ideas concretas de tipo intelectual, formal y económico, frente a los convencionalismos usuales de la profesión. Aparecen productoras independientes y nombres como Strobel, Schlöndorff, Reitz, Straub, Schaaf, Erler, Herzog, Lemke, Fassbinder, Ehmck, Verhoeven, Zadek, Gosor, Klick, Vogeler, Praunheim, Syberberg, Schoeter, Herbst, Schumann o, por supuesto, Kluge comienzan a preparar sus proyectos, concebidos desde una perspectiva social y, a menudo, basados en obras de escritores conocidos por sus ambiciones críticas: Christian Geissler, Hans Noever, Günter Seuren, Von Kleist, Günter Grass…
De todos ellos, Alexander Kluge es el más intelectual y político del grupo, a la manera de un Godard en Francia. Con una filmografía prolífica, su cine, vital y directo, representa uno de los más valiosos y rigurosos análisis de la sistemática de la violencia que preside una sociedad y a los miembros que la componen. Encontramos en el teutón a un narrador de la ruptura interna, una ruptura donde el juego de claves y enmascaramientos no hace sino dar una nueva dimensión analítica a su cine. Ese mismo juego de ambigüedad y apariencia es el que le lleva a un lenguaje que puede llegar a adquirir un carácter poderosamente incisivo. El juego de imágenes, de escenas entrecortadas, de comentarios que puntean la acción, de acronologismos, va emsamblándose en un lenguaje propio que irá desde la constatación de una acción hasta la divagación o el simbolismo.
Así lo demuestra en las dos partes de “Artistas bajo la lona del circo: perplejos” (1967-1968), en “Der grosse verhau” (1970), en “Willi tobler und der untergang der 6: flotte” (1971), en “Trabajo de ocasión de una esclava” (1973), en “Peligro de extrema necesidad: el justo medio acarrea la muerte” (1974), en “La patriota” (1979), en los filmes colectivos “Alemania en otoño” (1978), “El candidato” (1980) y “Nom Standpunkt der infanterie” (1982), en “El poder de los sentimientos” (1983), en “El asalto del presidente al futuro” (1985), en “Vermischte Nachrichten” (1988), en el mediometraje “Ich war Hitler Bodyguard” (1999) o en los capítulos de la serie “Noticias de la antigüedad ideológica: Marx-Eisenstein-El capital” (2008), por no citar sus abundantes cortometrajes y sus otros trabajos para cine y televisión.
A veces, las sátiras que propone no encierran mayor relevancia, debido, tal vez, a la sublimación de la individualización psicológica como principal camino narrativo. Sin embargo, su cine siempre se impone a estas puntuales carencias, trascendiéndolas, al afirmar con contundencia la soledad del hombre contemporáneo, la inadecuación entre él y el conjunto de ideas y relaciones que le propone la sociedad. Kluge, que interviene también como actor en sus películas, intenta descubrir la mentalidad típica de su generación y demuestra el malestar y los problemas emancipatorios de la mujer burguesa en la sociedad del bienestar. Al mismo tiempo, expone con minuciosidad y sensibilidad cómo alguien vende su agresión al “stablishment” o las formas en que se llevan a cabo los ascensos políticos en Alemania. Utiliza, en fin, un sutil entramado de relaciones variopintas para enfocar un análisis de la sociedad alemana. Un verdadero cineasta, casi mítico (o “de culto”, por ponernos un poco pedantes), comprometido y radical, en el fondo y en la forma.
Quien olvide que el compromiso (o la radicalidad) no es la ausencia de la comprensión, el mero grito, sino una ira cargada de poderosas razones, estará condenado a no entender apenas nada de cuanto ocurre a su alrededor. Y para concluir, un aviso a los críticos y comunicadores cinematográficos locales: para progresar hay que visionar más allá de las películas puramente industriales, entender lo visionado y, si me apuran, emplear estas proyecciones de la filmoteca de Zaragoza para aprender lenguas universales y “cultivar la cultura”, sin divertirnos con tonterías varias. Contra lo que decían los Luthiers, con fina ironía, todos sabemos que “cultura” no se escribe con “k”. Con “k” de Kluge, evidentemente.