Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano
¿Era Goya sordo de verdad? ¿Buñuel lo era solo para lo que no quería oír? ¿Estaba harto el cineasta de que siempre le comparasen con el pintor, más allá de su probable sordera?
Sea como fuere, los dos aragoneses establecieron un discurso lúdico y febril, autónomo y potencial, y asumieron el arte como un acontecimiento urticante, un espejo ácido, una mirada desinfectante ante un tiempo que repetía sus vicios y malformaciones. Cuatro ojos que escuchaban.
Las obras del zaragozano (de Fuendetodos) Francisco de Goya y del turolense (de Calanda) Luis Buñuel dejan ver dos aspectos esenciales para entender y reconocer a estos artistas en sus singulares y respectivas poéticas: la sobriedad y la crueldad, que los emparentan con una tradición hispánica de ánimo barroco que se ha despojado de solemnidad para decir su daño desde el fondo de una intimidad macabra, desafiante, inequívoca, incluso sarcástica. Pero, a mi modo de ver, unimos los legados de estos dos creadores, los más universales que ha dado esta tierra nuestra, de una manera más que discutible, por no decir gratuita. O ciega.
Los dos aragoneses se nutrían principalmente de su extraordinario pasado. Sucede con todas las artes. Y con todas las letras. Incluso sucede de este modo en la vida. Somos la memoria de todo aquello que sabemos para poder dar un paso más. Ellos representaron la singularidad de un planeta lleno de gente que no sabe casi nada de la gente. Porque atravesamos una tundra de amor y destrucción extraordinarios. Vivimos así, en la encrucijada.
A veces, queremos parecernos a Plutarco, ese historiador de la antigüedad que a finales del siglo uno inventó un género literario: las vidas paralelas en las que trazaba eruditas y amenas biografías de célebres griegos y romanos emparejados. Y enfrentamos la dimensión inacabable de Goya como precursor del arte contemporáneo con la magnitud insólita y la trascendencia de la aportación creadora de Buñuel, acaso para no perder la oportunidad de disfrutar del diálogo entre ambos desde múltiples perspectivas. Porque los ponemos a dialogar para dejar ver sus vínculos reales o imaginados. Todo, ay, cogido con alfileres. Plutarco, en todo caso, concluiría sus vidas resaltando las diferencias de los personajes.
Si Plutarco viviera, por especular, podría haber trenzado las biografías del fuendetodino y el calandino, quienes tuvieron sus puntos en común en su manera de entender el arte, aunque no coincidieran en el tiempo, pues cuando Buñuel nació (1900) Goya ya llevaba muerto setenta y dos años. También ese historiador podría haber sido contemporáneo de alguno de ellos, pero murió hace dos mil diecisiete años y no los pudo ver dialogar. Lo dijo el propio Buñuel, que los tres sordos aragoneses más célebres del mundo eran “Goya, Beethoven y yo”.
Las aventuras de Goya y Buñuel reflejan también el voraz apetito de quienes consideran la pintura en uno y el cine en otro un altavoz, una megafonía que viene a hilar un momento de voces rotas de la historia (en sus siglos respectivos) sin otro sacramento que el desacuerdo, la distancia, el rechazo incluso. Dos artistas que viajan en solitario. Dos toros salvajes que encuentran en el arte la mejor inclemencia para decir en alto las cosas. El lanzallamas de mayor precisión. Goya y Buñuel, sí, dos airados martillos. Dos luchadores sin límites, exuberantes, excesivos, extraordinarios, apasionantes, que hicieron de su trabajo una religión.
Decir que detrás de Buñuel hay muchos ‘goyas’ me parece un aquí te pillo y aquí te mato. Como sustentado en papel de fumar. Hay que ir a la reflexión por otro camino. Reflexionar sobre la muerte y, al mismo tiempo, sobre su envés. Reflexionar sobre la persistencia de las imágenes. Reflexionar sobre el terreno de coexistencia entre lo acabado y lo inacabado, entre lo sublime y lo terrenal, entre la historia y la ausencia de historia. ¿Qué imágenes, qué fórmulas compositivas, qué recursos expresivos de Goya actuaron calladamente en el imaginario de Buñuel? ¿Qué silencioso diálogo entabló el cineasta con el pintor a lo largo de toda su vida profesional?
Los grandes del arte conversan entre ellos sin respeto al horario ni a las costumbres, que decía Serrat en su canción. Las obras revolucionarias de ambos, al parecer, asumen los mismos riesgos, ya que nacen en el mismo seno de una sociedad con semejantes reflexiones. Incluso el turolense, en su juventud, estaba fascinado por los grabados del zaragozano, sus ‘caprichos’ y sus ‘desastres de la guerra’. Pero eso no significa que el calandino sea hijo entrañable del fuendetodino. Se lo dijo al escritor mexicano Carlos Fuentes: “¡Qué manía tienen en relacionarme con Goya!”.
Separados en el tiempo, Goya y Buñuel reunieron cada uno las características que hacen al gran artista: reflejar con extraña fidelidad los tiempos –igualmente convulsos- que les fue dado vivir y bucear en los niveles más profundos de la naturaleza humana, incluidos los más terribles. Abrieron, asimismo, caminos expresivos nuevos, por los que transitaron después miles de artistas. Y crearon unos mundos personales y originales, unos universos visuales que son parte ineludible del acervo y la tradición de la cultura occidental. Ambos tenían una mirada específica, una manera singular de encuadrar el mundo.
‘Las Hurdes’, sin ir más lejos, llevaba unas semanas desconcertando al respetable en algunas salas. Aquel título iba a voltear el cine del primer tercio del siglo veinte, estableciendo un nuevo canon y generando un debate de navajas entre seguidores y detractores (o escépticos). Eso le hubiera encantado al de Fuendetodos y hubieran terminado subyugados el uno por el otro. Goya y Buñuel no son contemporáneos, pero sí eternos. La inteligencia universal ha elevado a la inmortalidad a los dos aragoneses sordos (como Beethoven). Parecen, efectivamente, inspirados el uno en el otro, pero no es del todo cierto. Buñuel era más de Velázquez –sobre todo- y de Rembrandt, como el propio Goya, sus maestros declarados. Ambos no solo son ingeniosos por sí mismos, sino también son la causa de que tengan ingenio los demás.
Velázquez, definido alguna vez como el Shakespeare de los pintores (y el mejor pintor de los pintores españoles), gustaba tanto a Goya como a Buñuel (el mejor cineasta de los cineastas españoles) porque pintó a los dioses como si fueran hombres de carne y hueso, con sus defectos y debilidades dolorosamente humanas. El pintor sevillano entusiasmaba tanto al fuendetodino como al calandino, en efecto, y les sirvió de estimulante juego de reflejos y contrastes. Retrató el mundo que le rodeaba de forma tan rica y verdadera que nunca se agota, como luego hiciera Goya en la misma disciplina y más tarde Buñuel en sus fotogramas. El propio Velázquez creció con los privilegiados estímulos que recibió y a los que él respondió durante su carrera, receptora de las obras de Tiziano y Veronés, de Tintoretto y los Bassano…
Fue, como los dos aragoneses, un artista complejo, hermético y misterioso, especialmente esquivo a la hora de registrar sus pensamientos en escritos o cartas. Amigo, además, de paradojas y dobles lecturas que lo hacen doblemente fascinante, especialmente en la libertad con la que pinta a los bufones de la corte, solo comparable a los autorretratos de Rembrandt. Las caras de estupor de muchos personajes de los óleos ‘velazquianos’ los utilizaría Goya en su pintura y Buñuel en su cine. ¡Ese rostro de desconcierto del actor Fernando Rey en ‘Viridiana’ y las sucesivas ‘Tristana’, ‘El discreto encanto de la burguesía’ o ‘Ese oscuro objeto de deseo’!
Educado en el periodo de entreguerras y al calor de las vanguardias, Buñuel encontró en el cine el medio con el que expresarse como artista. El soporte que le permitía asomarse al interior del individuo y explorar sus luces y sus sombras. Hizo de las películas poemas visuales en los que habló de las pulsiones del instinto y del deseo como fuerzas liberadoras. Gracias a su punzante espíritu crítico y acompañado frecuentemente de gestos de ironía, consiguió evitar ser complaciente y, al mismo tiempo, obligar al espectador a reflexionar sacándole de sus espacios de confort. En cuanto al de Fuendetodos, uno de sus principales méritos fue hablar de la condición humana desde una dimensión intemporal. Goya explora con naturaleza y la muestra desnuda, bien mediante imágenes verosímiles o bien a través de aparentes desvaríos fantásticos. Su obra, en el fondo, es un clamor por la dignidad humana. Comprende que las cosas solo pueden conocerse a través de la subjetividad, y aspira, en consecuencia, a presentar el mundo como lo ve, no como se supone que objetivamente es.
Cuando un artista se siente seducido ante lo realizado por un antepasado, y se apropia de lo que le seduce, no necesita saber por qué siente esta atracción. Explicarla, menos aún. Buñuel no necesitaba esa mochila, porque odiaba explicar las cosas. Esta influencia, simplemente, opera a través del artista, incluso aunque no sea consciente de ello y, por supuesto, lo recuerde. Pero si Goya bebió de Velázquez y de Rembrandt, ¿por qué decimos que Buñuel lo hizo de Goya y no directamente de aquellos, dos de sus maestros indiscutibles, a quienes admiraba por encima del fuendetodino? Si los mendigos de ‘Viridiana’ se les comparan con ciertas estampas goyescas, ¿no es menos cierto que Velázquez y Rembrandt también pintaron mendigos (y Buñuel era un experto en esas piezas)? ¿Y los mendigos de los maestros del cine francés, italiano o estadounidense? ¿Quién se sirvió de quién?
El arte es, a la postre, un encuentro de miradas a través del tiempo. Y los artistas usan el ingente acervo histórico de imágenes del pasado lejano o inmediato para sus intereses creativos. La pregunta es clara: ¿en qué medida el arte de Goya dejó la impronta en el de Buñuel? Con este intento de mirar a Goya a través de los ojos del calandino, por así decir, no se pretende ni reducir la talla del cineasta como uno de los maestros sin parangón del séptimo arte ni negar que estuvo, para qué engañarnos, expuesto a otros muchos materiales. De hecho, el universo ‘buñueliano’ bebe de Cervantes, de Pérez Galdós, de Sade, de Freud, de Fabre, de Bretón, de Dalí, de Leonardo da Vinci, de Berruguete, de Fritz Lang, de Jean Epstein, del ‘boom’ literario hispanoamericano, de la mística religiosa, de mil referencias de las artes y las letras…
Eso no es impedimento, faltaría más, para que el cineasta homenajeara al pintor en ‘El fantasma de la libertad’ con los fusilamientos del tres de mayo. O en ‘Nazarín’ con los desastres de la guerra. O en ‘Viridiana’ con los caprichos. Separan a estos genios aragoneses ciento cincuenta y cuatro años y apenas noventa kilómetros de distancia. Sus obras son subversivas e inquietantes, visionarias e incómodas. Vínculos y afinidades en unos trabajos que comparten un agudo espíritu crítico de la realidad y abordan los sueños, el subconsciente, las emociones, la imaginación, las pesadillas existenciales. Sus creaciones generan zozobra. Ambos denunciaron las guerras y todo tipo de violencia. Goya es crítico con la educación, el clero, la nobleza, la superstición, la opresión o los abusos. Lo hace en los ‘Caprichos’ y en los ‘Disparates’ y en las pinturas negras. Buñuel se alza contra los desajustes sociales y el poder establecido. Crea imágenes perturbadoras como el ojo cortado o la navaja en forma de crucifijo. Los dos crean seres grotescos, esperpénticos. Y en sus exilios dedican mucho tiempo a explorar sus fantasmas. “Los monstruos de Goya y los de Buñuel son hijos de la iglesia y de la burguesía”, apuntaba el gran Max Aub.
Le encargan a Buñuel, en 1926, un guion para una película sobre Goya en el centenario de la muerte del pintor. Nunca llegó a filmarse. No pasó la prueba de los que ponían el dinero. Casi mejor. Tampoco prosperó en 1937 otro proyecto para Hollywood, ‘La duquesa de Alba y Goya’. Pero, qué duda cabe, la investigación que hizo del fuendetodino dejó un poso importante en su filmografía. Eso es innegable. Lo que resulta más discutible es apurar las probables influencias y sacar agua del pozo seco. No es de extrañar que Buñuel le dijera a su amigo y colaborador Jean-Claude Carrière que estuviera cansado, harto, de que siempre se le comparara con Goya. Al turolense, que se levanta de la tumba cada cierto tiempo para darse un garbeo por la civilización, le entrarían ganas de coger una vara y liarse a garrotazos como en esa escena de su cine en que subvierte el cuadro de ‘La última cena’. Y todos a correr.
Si en Goya descubrimos la magia y el magisterio de sus pinceles, en Buñuel descubrimos la magia y el magisterio de sus fotogramas. E insistimos en que Goya es el Buñuel de la pintura y Buñuel es el Goya del cine. Esa es la idea, totalmente rebatible. Los ponemos a conversar cuales Jack Lemmon y Walter Matthau en la comedia ‘La extraña pareja’, escrita por Neil Simon y llevada a la gran pantalla por Gene Saks. Ambos sordos. Ambos aragoneses. Ambos afrancesados. Que veían la realidad sin escucharla (como Beethoven). Dicen que “los que no estudian la historia están condenados a repetirla, y los que la estudian están condenados a ver cómo la historia se repite por culpa de los que no la estudian”. Hegel afirmaba que la historia se repite dos veces: la primera, como tragedia; la segunda, como farsa.
Si Goya levantara la cabeza diría aquello de “siempre igual”. Prueba de ello es el cuadro ‘Duelo a garrotazos’ de ese artista fuendetodino que retrató a los reyes y a las lecheras, a las majas vestidas y desnudas, fue cazador y torero, sordo y putero, frecuentó el pueblo y la corte, y pintó a la derecha el ejército inclemente, ordenado como el canon de la razón manda, bien armado y dispuesto, digno de la Francia ilustrada de Napoleón. Pero no olvidó a la izquierda plasmar a sus víctimas, alumbradas por un farol que regaba el brillo a las luces de la ilustración. Goya era castizo e ilustrado, y cabezón como buen aragonés, pero sabía quién era el pueblo y quién la chusma.
Tan cabezón como él era Buñuel, don Luis, cuyos primeros deslumbramientos estéticos no sucedieron, precisamente, al abrir de niño un volumen con los grabados de Goya y contemplar las reproducciones. Un no suponer. Buñuel era un bruto y acudió en su juventud a la madrileña residencia de estudiantes para pulirse. Anduvo mosqueado a menudo con Lorca, debido a ese empeño del turolense en pasearle por burdeles para ahuyentar –o confirmar- sus sospechas de que fuera homosexual. Así era Buñuel. No es de extrañar que filmara en México ‘El bruto’. O ‘Él’, realizada el mismo año de 1952, y que tienen más de su personalidad de lo que parece. La segunda, en realidad, poco o nada la pueden comparar con el universo goyesco, y sí debe mucho al Cukor de ‘Doble vida’ (1948), ese fascinante (y extraño) melodrama acerca de un actor enloquecido que asume incluso en su vida personal el papel de Otelo que está representando en el escenario, adquiriendo, esto es, la personalidad del celoso moro veneciano.
“La imaginación es el único terreno en el que el hombre es libre”, y “la libertad”, decía Buñuel, “un fantasma de niebla”. Reflexionaba el calandino en ‘Mi último suspiro’ que “la casualidad es la gran maestra de todas las cosas”. Y añadía: “La necesidad viene luego, no tiene la misma pereza”. Buñuel siempre apostaba por las zonas de sombras de sus protagonistas. En esto se parecía a Goya. El cineasta y el pintor, dos artistas que ejemplificaban héroes y heroínas movidos por impulsos mundanos y cósmicos a la vez, más cerca de la épica y la locura que de una pincelada de lo previsible. Como en el Quijote, tanto Goya como Buñuel abordaron sus particulares sueños con su retorno a la razón. El sueño de la razón, recuerden, produce monstruos. Hay ocasiones en las que los sueños y las fantasías se nos antojan más consistentes que la realidad que perciben los sentidos. Y sobre este material trabajaron Goya y Buñuel, que dan vida a esos demonios interiores que les agitan y les empujan a crear. Dos jinetes libres que amaron también sus sombras y trataron de alumbrarlas. Y en busca de respuestas bucearon en sus almas.
Goya y Buñuel amaban España y, sin embargo, no paraban de protestar contra ella, contra esa madrastra desagradecida e ignorante. Les horrorizaba la complacencia que veían en nuestra sociedad con respecto a la incultura. Una veces, la veleta giraba hacia un lado; otras, hacia otro. No se casaban con nadie y amaban los toros (Goya) y el boxeo (Buñuel). Acaso la esencia del hombre es el deseo, como apuntaba Spinoza, por lo cual es inevitable escribir una historia pasional de la humanidad si queremos comprenderle. Pero la inteligencia es la encargada de encontrar las salidas, y entonces la cultura aparece como repertorio de soluciones.
Dos artistas atípicos y capaces de torear y noquear, respectivamente, con sus pinturas y sus películas. Más que un talento, el arte es una personalidad, y ellos forjaron las suyas nadando contracorriente, en pelea constante con los tópicos, los lugares comunes, los clichés, los caminos hollados. Sus obras hablan de la libertad del hombre vista como una condena o como un don de dios. Conversan sobre el concepto de elección. Si dios es dios, maldita sea, debe querer a todos los hombres por igual y, sin embargo, elige a unos pocos –a quienes da la gracia de la fe- para que le sigan. A lo mejor, o a lo peor, esos hombres y mujeres deben ser los responsables de que dios llegue a todo el mundo. Siempre con las contradicciones. Acaso el enigma para el que no hay contestación es la existencia de dios. Es posible, porque si el hombre llegara a entender a dios, en ese momento dejaría de ser dios.
Buñuel nació dentro de una familia tradicional (y rica) en una España de provincias que entonces parecía feudal. Se liberó a una gran inteligencia (al descubrir las vanguardias en el deslumbrante París), pero algo de eso quedó en él. Ejercía una disciplina estricta con su familia. Su vida irreverente compensaba sus tendencias moralistas. Pero, en realidad, no indagamos en estas cuestiones ni en las diferencias entre el cineasta y el pintor, tercos y poseídos de un sentido del humor zumbón y, a la vez, mordaz y quirúrgico.
¿Tienen sinergias Goya con Botticelli o Buñuel con Hitchcock (y, por extensión, con el género negro americano), comparativas apenas estudiadas? Los dos hombres de Goya enterrados hasta la rodilla (suciedad acumulada a lo largo del tiempo, a decir verdad) y batiéndose en duelo a garrotazos es una pantomima. Porque en un momento dado se alzan, descienden del cuadro y charlan. Recuerden al Cristo de Velázquez y reciten, desocupados lectores, el rotundo poema de Unamuno: “¿En qué piensas tú, muerte, Cristo mío? / ¿Por qué ese velo de cerrada noche / de tu abundosa cabellera negra / de nazareno cae sobre tu frente?”. Hay dos tipos de personas: las que escogen Goya y las que se quedan con Buñuel. También hay un tercer tipo: las que prefieren Beethoven, el otro sordo célebre aragonés.
Buñuel, digámoslo ya, no se alimentaba de Goya, aunque lo tenía en su imaginario, como a tantos otros. ¿Hacemos lo mismo entre Gracián y Buñuel? ¿O entre Buñuel y Labordeta? ¿O entre Goya y Paco Martínez Soria, ya puestos? Pero no seamos revoltosos y terminemos con una cita del ‘Evangelio de san Juan’, en la que los fariseos interrogan a un tipo que ha sido curado de su ceguera, como en aquella reveladora (y determinante) secuencia de ‘La vía láctea’: “No sé si seré o no un pecador, lo único que sé es que antes era ciego y ahora veo”. Porque no hay mejor (o peor) sordo que el que no quiere oír…