Maruja encantada / Ana Redondo


Por Ana Redondo
https://anaredondocoach.wordpress.com/

     Cuando tenía veinte años veía a mi madre y sus amigas ponerse guapas algún que otro fin de semana para salir de paseo, a tomarse un cacharrillo y charlar de todo y de nada.

   Me hacía gracia, porque cuando volvía a la hora de hacer la cena su cara irradiaba felicidad. Me contaba, como si fuera ella la hija adolescente, de todas las barbaridades que habían surgido en esas conversaciones y de lo que se habían reído. Se le notaba un rubor más intenso en las mejillas y un brillo en los ojos que delataba que había caído un moscatel de más. Me gustaba mucho esa faceta de mi madre que, por desgracia, no mostraba todo lo a menudo que se merecía. Hoy, algunas veces, yo soy mi madre.

    Ahora que ya rondo los cincuenta puedo decir que la libertad que siento es muy superior a la que disfrutaba hace treinta años. Esa libertad la da el anonimato que se nos concede en la madurez. Cansada de ir por la calle encogiendo barriga y con la cara maquillada hasta para bajar la basura, llega ese momento en que, sin darse una cuenta, ha entrado en un club selecto de mujeres invisibles a los ojos de la sociedad. Como mujer heterosexual afirmo que a los hombres de treinta les gustan las mujeres de treinta. Y a los de cuarenta. Y a los de cincuenta. Y a los de sesenta. Este hecho no me otorga nada más que poder: un poder maravilloso que consiste en que hago lo que me da la gana. Si río, río, si lloro, lloro. Si no estoy cómoda en un sitio me voy sin dar demasiadas explicaciones. Si algo me gusta lo digo y si no, también, y eso le parece bien al mundo, porque el mundo te respeta: tienes solera.

     Lo de las relaciones sentimentales es otro cantar. En este grupo de edad hay un poco de todo: solteras, casadas, divorciadas y hasta viudas. Yo pertenezco al tercero. El grupo de las divorciadas es el más duro de pelar, yo creo, porque hemos conocido las luces y las sombras de una relación, y estamos ojo avizor porque ya no nos venden la moto. No pasa nada, por supuesto. Lo que tenga que ser, será, y si no tiene que ser, pues no será. Así de simple. Así de estupendo. Así de bien me viene todo. Pero no todas estamos a lo mismo, qué va. Me encantan mis amigas solteras porque todavía mantienen esa ilusión pueril sobre los amores porque no han conocido los vaivenes del matrimonio. Me divierto muchísimo cuando me enseñan sus Tinders, porque ahora se liga por Tinder, dicen, y echo un vistazo a esos candidatos a encontrar el amor, que son de nuestra generación y hacen cosas rarísimas: que si me gusta el rafting, que si salgo a subir montes todos los sábados, que si corro carreras de motos… Dicen que no paran quietos. Tienen cuarenta y muchos, y de ahí para arriba. No se lo creen ni ellos. Lo sé porque mis amigas me cuentan sus citas después, y resulta que el rafting lo hacía hace quince años por lo menos, que ahora lo que le gusta es ver Saber y Ganar. Y chafón que te llevas. O no, porque claro, me pongo yo en el caso de tener una cita y que me salga uno que corra la maratón de Nueva York, y a ver qué hago, si yo sí que disfruto de Saber y Ganar…

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