El Gallinero / Miguel Ángel Yus


Por Miguel Ángel Yus

   En el barrio bueno o malo de la Magdalena. Lugar cristiano, árabe, judío, disperso, imaginativo, creativo e incorrecto.

    Oasis en el desierto zaragozano con fuentes de fresca cerveza. Magia umbraliana con dátiles de freidora. Es un pequeño punto, invisible a ojos de satélite, en la calle Cortesías. Pase usted, señora. Muchas gracias. No hay de qué. Entre tanto gallo y gallizo, como es lógico, nació un gallinero, distribuidor de espuma, sonrisas y amistad.

  Pintores, músicos, literatos, actores, sablistas, doncellas pintadas en cualquier siglo, bellezas contemporáneas, congregantes del espacio que saben de todo porque no saben de nada y, en su asistencia al local, viven una superstición sagrada como una misa. Vanguardia verdadera que nos pone a salvo de la vida trascendente, toma belleza del mundo, del día, de la noche. Belleza o fealdad. Y, con eso, hace otra belleza, otra fealdad, una forma nueva y vieja de dejar de sentirse fatalmente dramático, concéntrico, para asumir la imaginativa relatividad del existir.

  El primer trago finge un comienzo; el segundo, lo desmiente. Se reparte, a cualquier hora, el don de la ebriedad. En otros sitios, ay, impera el don de la obviedad. En una esquina, en el ángulo oscuro, el negro Rubén Darío, uniforme de cónsul y pies descalzos, metidos en el charco de espuma, cantando su propia música, su poesía. Le saluda José Hierro. Hay quien nace con vocación de arreglar lavadoras y otros, nosotros, con vocación de bar.

  Entra Paco Ibáñez, guitarra en mano, un tinto, dos tintos, tres tintos. Y canta a los poetas andaluces. Que si “quiero morirme siendo amanecer, quiero morirme siendo ayer”. Que si “déjame en paz, amor tirano, déjame en paz”. Que si “vaya yo caliente y ríase la gente”. Que si “¡ay, caballito negro, qué perfume de flor de cuchillo”.

  Algunos días se ve a Goya haciendo bocetos de esos rostros indeterminados, indefinidos, agotados, esbozando algún desnudo. Coincide con Picasso. Y se abrazan. Y se besan apasionadamente. Y, mirando al camarero, crean el cubismo analítico. Bukowski se pasea sableando te dejes o no, bromas, juegos de ingenio, ironía, absurdo, cigarrillos y gran copa.

  Ya saben, una copa me agranda, dos me ensanchan, tres me hacen infinito. El infinito en un junco. Nos aliviamos con alcohol, pero no hace sino profundizar la brecha entre el ser diurno y el nocturno. Estamos aquí como estatuas yacentes, un poco miserables. Y en esto aparece Francisco Umbral, energía contenida que se realiza en la voz, en la pose, en lo que dice, en lo que no dice.

  “No hablo ni escribo para convencer, sino para fascinar. Escribo la escritura como el pintor abstracto pinta la pintura. La literatura no es pedagogía, es magia. Esto se puede aplicar igual a la música y a la pintura y los magos. Estamos con una cerveza en la barra de nuestro universo”.

   Puede ponerme tres croquetas de longaniza y tres de borraja. Y tres anchoas y tres toreras. Y toda la cerveza que pueda. El Gallinero no es necesario que existiese, pero, de no hacerlo, sería terrible. La magia umbraliana.

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