José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza
Para apreciar las hechuras de un Estado fascista no es preciso evocar experiencias ajenas y distantes, como las italiana o alemana de entreguerras.
Basta remontarse a la España de 1945, cuando el Fuero de los Españoles, la principal de las leyes fundamentales de la España de Franco, instituyó el régimen de derechos y deberes de los ciudadanos y definió las relaciones entre éstos y el Estado. Algunos de los pasajes de este texto perduran en la actualidad pacíficamente transpuestos a leyes actuales, pero otros son vestigios muy expresivos de las diferencias entre el sistema político de los abuelos y padres (1939-1978) y los hijos y nietos (1978). Se trata de los rasgos más característicos del Estado fascista (unitario en lo territorial, totalitario en lo político, doctrinario en lo religioso, autoritario en lo social, intervencionista en lo económico).
Según el Fuero de los Españoles, el Estado fascista exigía un deber general de lealtad al Jefe del Estado, se consagraba a una religión oficial (aunque toleraba creencias distintas y prácticas de culto privadas, por no decir clandestinas) y articulaba la participación y representación políticas por medio de tres estamentos (familia, municipio y sindicato) alineados con el “partido único” (el “movimiento nacional”). El Estado fascista se reservaba el poder de crear y mantener organizaciones paraestatales, preponderantes o incluso sustitutivas de las asociaciones privadas. El Estado fascista subordinaba la propiedad y la riqueza particulares a las necesidades nacionales, y diseñaba un sistema de relaciones empresariales en el que los valores económicos se sometían al interés nacional y se disponía del derecho de los capitalistas al beneficio de sus empresas. El Estado fascista se imponía sobre los derechos cívicos, obligando a sus ciudadanos al servicio militar y a la eventual prestación personal, condicionando la libertad de expresión a la preservación de los principios fundamentales del Estado, y alineando el ejercicio de los derechos cívicos con la unidad espiritual, nacional y social del país.
En este último aspecto es donde residía el núcleo irradiador del fascismo de Estado: aunque no es posible eliminar por decreto la libertad de pensamiento de cada individuo, un régimen político puede laminarla en origen reconduciendo su libertad de expresión hacia los cauces oficiales. Prohibir la verbalización y la transmisión de ideas surte el efecto equivalente a impedir su alumbramiento y enriquecimiento. La estrategia de establecer cortafuegos ideológicos y resonar únicamente las voces alineadas con el régimen protege y propaga eficazmente la doctrina oficial, anulando de paso toda suerte de disidencia. La paulatina imposición de una infoestructura ideológica de pensamiento único apuntala la infraestructura política de partido único, y así es como el Estado fascista acaba imponiéndose.
Afortunadamente, el vigente régimen constitucional nos aleja del Estado fascista arriba descrito, tan opuesto a los estándares democráticos y liberales a los que estamos hoy acostumbrados. No obstante, algunos elementos precursores del fascismo amenazan nuestro sueño de libertad civil y económica, justicia individual y social, igualdad jurídica y pluralismo político. La amenaza es especialmente grave porque proviene indisimuladamente de las estructuras del propio Estado. El Estado no es hoy neutral, sino militante; es promotor y hasta fundador de una ideología oficial y radical, comprometida con una determinada versión del feminismo, con un laicismo implacable, con una sola dimensión del ecologismo y con una sesgada comprensión de la historia reciente. La omnipresencia de los ODS, la tinción de todas las políticas públicas con la perspectiva de género, la divulgación del “lenguaje inclusivo” (sería mejor denominarlo “lenguaje dirimente”), la infiltración en las redes de activismo ciudadano, la tacha de ciertas ideas y el consecuente alentamiento de la censura social, la estigmatización mediática de determinadas entidades y grupos sociales y la amenaza de su deslegitimación jurídica son el preludio de la instauración de un Estado fascista bajo el amparo de un Estado democrático pluralista.
El totalitarismo ideológico precede al político, que no a la inversa. Reducir y reconducir el pensamiento individual libre hacia un pensamiento colectivo oficial es la técnica típica del fascismo. Cuando un Estado deja de ser neutral y pasa a ser militante, perpetrando o auspiciando el programa de homogeneización ideológica, tarde o temprano acabará revelando crudamente su verdadera naturaleza de Estado fascista. Por este camino, los biznietos (2004, 2015 o 2019 serían referentes válidos para cifrar el cambio de régimen) terminarán padeciendo un sistema político similar al que soportaron los abuelos, sin violencia, pero con coacción.