El panadero de la otra esquina, bendito (y alabado) sea / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

  El quiosquero de la esquina recuerda un mundo ya perdido, de más tinieblas en los escondrijos zaragozanos, porque una ciudad se cuenta mejor…

…en su intimidad, en sus esquinas pequeñas, en su rara combinación de anarquía y rigor, de ingenuidad y hedonismo, de tabaco y hormonas, de excesos y bares, de amor y azoteas, de amistades feroces y síndromes de abstinencia. El quiosquero de la esquina, de jovencito, se adentraba en una Zaragoza de noche áspera, de navajas con tétano, de arponazos con jeringas, de brazos decorados con mil tintas, de motos gordas bramando en un entramado de calles con textura de orines. Y se mezclaba con los poetas, siempre en permanente conexión entre la mano, el brazo y el cerebro.

  El quiosquero de la esquina, como antaño el gran Umbral, va a comprar el pan arrimado al horno de la mejor prosa. Y ha sido (y es) un tipo con inquietudes. O eso se dice cuando una persona se ocupa (y preocupa) de las cosas de la vida, que con las tentaciones culturales acaso las trasciende. Porque con las cosas de las artes y las letras no se juega. Las cosas del querer. Por eso al quiosquero de la esquina se le ve contento, feliz, encantado de haberse conocido, y fue a la presentación del nuevo libro del panadero de la otra esquina, otro zaragozano bendecido por la gracia de dios. Un libro escrito sobre las vides abiertas de la palabra, allí donde se esperguran los rastrojos. Un libro que trata de la vida, del tiempo y la memoria del tiempo, y acaba por reflejar el desorden y el caos que es esto. La vida se antoja demasiado vulgar para no sorprendernos de, precisamente, eso: el profundo lirismo de lo banal.

  Andar, pasear, caminar. El panadero de la otra esquina es el peatón sentimental. O la amistad en todas sus formas. Porque benditos sean los amigos que perdonan nuestras ofensas, nuestros retrasos, nuestras deudas. Y hurga en la memoria y la biografía sin necesidad de justificarse. Y se adentra en los entresijos de su ciudad, de sus genuinas calles y plazas, tratando de captar la esencia sin juzgar, robando para dar, porque la belleza se encuentra en cualquier parte. Y capta el alma de Zaragoza, la luz y sus gentes. El mundo de las palabras y su conjunción como aleteo lírico en la expresión de ideas, en el tiempo de la inmortalidad de la palabra, el verbo. Conocer tu ciudad es entenderla y bendecirla. Dios bendiga al panadero (y al quiosquero). Y, por supuesto, dios bendiga cada rincón de nuestra casa.

  Pero no nos confundamos: el quiosquero de la esquina, en sus largas melodías de las estaciones, no es de esas personas con el ego inflamado. No es de esos que viven confortablemente instalados en el yo, en la excepcionalidad. Debe ser un don envidiable ese de aflautarse con autocomplacencias. Con la satisfacción, esto es, de haberse conocido. Con el amor propio al máximo: onanismo puro. Con la autoestima erecta, cada uno busca su lugar al sol. Un obituario de dolor aplazado, pero, por ello, no menos agudo. El problema, claro, es dónde y hasta cómo mirar. Y acertar a ver algo. Ya sea la muerte o la luz, tan contradictorias. Lo relevante es el cuestionamiento radical de la propia mirada. La mirada dota de sentido.

  El panadero de la otra esquina es, en efecto, el peatón sentimental que habla de las luces urbanas en contraposición con las oscuridades rurales. Los innumerables letreros luminosos de la noche frente a las escasas farolas de luz raquítica. Luces de la ciudad, en efecto. Cuando Chaplin iluminó el cine con su obra maestra, esa historia de la joven ciega y el vagabundo, nos ofrecía, en el fondo, toda una parábola de la gratitud. El panadero de la otra esquina, alabado sea, da las gracias a su ciudad, en la que nace, crece y envejece. Cuando apenas empezamos a comprender las cosas, maldita sea, nos damos cuenta de que ya hemos envejecido.

  Y presume de disfrutar solo con mirar las nubes, pero no le dice a nadie su otra verdad: que es consciente de que las nubes acaban lloviendo. Es la voz del agnóstico que, en todo caso, cree en dios –con minúscula, por favor- porque espera que exista, del mismo modo que el mundo terrenal se abraza a las liturgias y abadías, a las cruces y oraciones, a los milagros y vigilias, a los claustros y velatorios, cantos y confesiones, ermitas y ceremonias. El tiempo que pasa, el silencio, los seres queridos o, en fin, el estado de las cosas, de la existencia, son el paisaje íntimo, innegociable, donde el panadero de la otra esquina vuelve siempre al principio mismo de vivir para ver y contar. Como los grandes escritores de la historia de la literatura, que preservan cierto sentido de la elegía, del recuerdo maravillado de un tiempo pasado que nos sirve de introducción a un arte de vivir, con gracia y en gracia.

  Como con Goya le sucedió al panadero de la otra esquina, en el sorprendente intercambio de la gorra de béisbol por el sombrero de copa a velas, el quiosquero de la esquina se encontró con Buñuel al término de la presentación del libro. Y se fueron a una taberna. “¡Camarero, una botella del mejor tinto y dos vasos!”. Y se sentaron en una mesa y hablaron y hablaron en amena conversación y bebiendo vino, poco a poco, como la vieja hila el copo. El vino, ya se sabe, no espera, siempre tiene prisa. El copón bendito o el copón del vino tinto.

  Hablaron del inexorable paso del tiempo en caleidoscópica perspectiva. Hablaron de la educación sentimental y libresca de una generación que marcó la ‘Rayuela’ de Cortázar, ese grandísimo escritor de cuentos que habló del momento en la vida de los hombres en que una puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio. Hablaron del poeta que, indudablemente, más ha influido, para bien o para mal, en la poesía española del siglo veinte, el huraño dandi que fue Luis Cernuda, un humano alerta que trajo en su escritura un escepticismo amargo por fuera y una extrañeza infinita por dentro, un hontanar de claroscuros en sus subversiones líricas, el más desobediente de los poetas clásicos españoles, porque la mejor poesía también es una protesta contra algo.

  Y también hablaron de las borracheras (con Faulkner al fondo, ese escritor que “con una copa crezco, con dos me agiganto y con tres me hago infinito”), el buen chuletón, la religión, los jesuitas, las putas, Calanda, Sade, Fritz Lang, Wagner, Freud, los amigos, las bromas, los chistes, los insectos y artrópodos, siempre bajo la influencia del cristianismo (y la blasfemia) y su fundamental anarquismo, de la muerte y el destino. Y, por supuesto, de sus largos paseos por el centro de Zaragoza, siempre que venía de su exilio mexicano.

  El panadero de la otra esquina es el otro peatón sentimental de una Zaragoza ronca, a la que bendice con sus barrios claveteados de erres. Y bendice el viento juguetón que le levanta la falda a la maestra de matemáticas en el patio de recreo. Y bendice las uñas de gel de la cajera del supermercado. Y bendice a los repartidores que pedalean incansablemente para satisfacer nuestros caprichos más bobos. Y bendice las palomas que desacralizan el mármol de las estatuas. Y bendice la cuchilla con la que la pescadera abre en canal las lubinas. Y también bendice a los que huyen hacia delante sin miedo a las siniestras carcajadas del destino.

  Y aunque nos educan de tal manera que tenemos los remordimientos antes incluso de haber cometido las faltas, bendito sea el travesti que, apoyado en una señal de stop, sonríe con los ojos a los taxistas. Benditos sean los taxistas que nos llevan siempre por el camino más largo para que disfrutemos del paisaje urbano. Bendito sea el empleado de la limpieza municipal que recorre en moto las calles recogiendo con un aspirador las deposiciones caninas. Bendito el autobús turístico que se desliza por la ciudad como un buque fantasma. Bendita la corriente del río, serena e irreversible como el curso de la Historia. Benditos los leones de piedra que custodian la puerta de entrada al reino de los cielos. Benditos los que pelean, con uñas y dientes, por alcanzar sus sueños y mantienen, pese a todo, el tipo, la fe y la sonrisa.

    Y, por supuesto, bendice (y alaba, o así, en sus inexcusables zancadas a lo míster Hulot) al quiosquero de la esquina, quien suministra cada día nuestra dosis de tinta y papel y pastillas de menta. Y este habló a Buñuel del panadero de la otra esquina. Y tomó nota para un posible guion. Y ambos se fueron a andar, pasear, caminar, en un recorrido con mirada extranjera, como buenos peatones sentimentales. Y abrazaron la ribera izquierda del Ebro. Abrazados, se perdieron río abajo, mientras Buñuel le recordó un refrán saharaui: “Todos los ojos tienen la misma forma, pero no la misma visión”. Benditos sean los que ven más allá de sus ojos.

  La vida de una ciudad debe cumplir muchos requisitos; la justicia social y el bienestar de sus habitantes figuran entre los prioritarios. Pero si aspira a brillar internacionalmente, maldita sea, también conviene que ofrezca un estilo, una creatividad y una elegancia que la hagan diferente. Julio José Ordovás, que así se llama el panadero de la otra esquina, lo ha transmitido. Al fin y al cabo, el refinamiento de su prosa invoca una inteligencia irónica, la mirada curiosa, las pequeñas cosas que siguen estando ahí, al alcance de todos. Solo hay que saber mirarlas. Con el viento céfiro o el azote del aquilón, su escritura es más rápida que el ala de los pájaros o el pensamiento. La nueva luz de primavera toma la palabra en las flores de los árboles frutales.

  Porque desde que el panadero de la otra esquina decide marchar a la gran ciudad, a la que inmortaliza en su nuevo libro, se pone a estudiar su luz, esa luz mágica que sirve para contar historias. Sí, bendita la luz, no por cotidiana menos misteriosa, que envuelve las pequeñas cosas que amamos. Como la parábola de la gratitud que son las luces chaplinescas. O como pinta Goya la fantasía de la realidad y la realidad de la fantasía, entre la luz y las tinieblas, la belleza y el horror, la santidad y la blasfemia, el paraíso y el infierno, la plenitud y la decrepitud, la razón y la locura y la razón de la locura y el delirio de la razón.

  Si Umbral nos ilustraba sobre hidalguías y picardías, tal vez la vida sea algo mucho más simple de lo que queremos creer. O eso cree el quiosquero de la esquina cuando ya es la hora del atardecer y el viento mece las copas de unos frondosos tilos y la menguante luz solar se filtra entre las esquinas de los edificios. Tal vez sea inútil buscar la coherencia y el sentido de las cosas. Tal vez debamos vivir el aquí y el ahora sin preguntarnos dónde estamos y a dónde vamos. Y pasado el tiempo de la inmortalidad, del sueño, llega otro en que la realidad puede ser tan pesada como la ausencia. Y no podremos distraernos de la vida. Porque llegará, por fin, el tic tac de un reloj grande, pesado, en el que ya no escucharemos el viento, la lluvia, las hojas secas.

  Y desde la infancia, por el camino que traza el panadero de la otra esquina, caminan nuestros amigos los poetas, los cineastas, los fotógrafos, los pintores, los periodistas, los cantantes, los diseñadores, los modelos y la gente de la noche. Qué extraño, sus pasos todavía resuenan en el polvo del camino…

Artículos relacionados :