Desciende la paloma / Daniel Arana


Por Daniel Arana

Desciende la paloma y rompe ardiente
el aire con flama y terror.
Dicen las lenguas que es precisamente
el único remedio del pecado y el error

(T.S. Eliot)

      El Terror no es un arma nueva, ni es una cuestión de moralidad o inmoralidad en la guerra: es lo que hace que un arma sea un arma.

     Es lo que nos recuerda que una guerra se gana con el reconocimiento de una hegemonía insobornable, y a cualquier precio, en este caso la libertad del pueblo ucraniano frente al criminal invasor. El Terror es, por definición, lo que priva al otro de todos sus medios de defensa y, sobre todo, de su capacidad de razonamiento, lucidez y resistencia psicológica.

    Lo que puede parecer especialmente incomprensible y, sobre todo, penoso por las –minoritarias, por fortuna- reacciones que se escuchan sobre las formas actuales de ejercerlo, es ese coro hipócrita de indignación y condena ante la mera mención de los medios utilizados aquí y allá para combatir dicho Terror. Es decir: un pueblo invadido no tiene derecho a luchar contra la invasión.

     Porque, en cualquier caso, enfrentar los medios y efectos del Terror contemporáneo sólo con una patética orquestación de apelaciones a los buenos sentimientos, estólidas invocaciones a los derechos de otros pueblos que nada tienen que ver con este conflicto (Palestina, Siria o Yemen) y sofismas antieuropeos sólo puede producir el efecto contrario al buscado. Es, pues, necesario reforzar la seguridad ampliando el poder encargado de ejercerla o, en todo caso, dotar a la colectividad con los medios de elevarse al nivel de la muerte que la amenaza.

    La historia moderna, la más reciente, compromete así la existencia humana. Hay que afirmarlo una vez más: el Terror es inseparable de la guerra, sólo cambia la escala en la que se ejerce. Máxime cuando se trata de un nuevo acto criminal destinado a «liberar» otro país (¿nos opusimos a la guerra de Irak y resulta que somos incapaces de condenar esta barbarie, que es análoga en maldad o incluso peor?) y saquear sus riquezas, al mismo tiempo, lo que se impone, mucho antes de marzo, es una representación agónica y bélica propia del país «libertador» –en este caso, Rusia- hecha en su mayor parte de miedo, codicia y desprecio por las libertades.

   Aquí, en algunos reductos de Europa, las cosas se complican aún más: la falsa evidencia repetida por unos pocos apparátchiks intenta decidir, sin gran éxito, lo que debe ser la historia contemporánea. Con esto quiero decir que la evidencia de la bestialidad que hoy trabaja impunemente para definir y poner en práctica un nuevo orden planetario encuentra siempre la manera de camuflarse detrás de argumentos pueriles que reclaman una capitulación total del pensamiento, a la que, en todo caso, aspira una minoría: no hay nada comparable a la genocida Alianza Atlántica (sic), así que la genocida crueldad de la invasión rusa –apoyada, ya lo sabemos, por paraísos de las libertades como Irán, Cuba, Nicaragua, Bielorrusia o Eritrea- es benigna (sic2).

      Ya lo ven: este siglo prosigue avisando de un tipo de antagonismo que, en todo caso, era previsible: el del hombre contra el hombre. Y aun así, ¿cómo podemos aceptar que la defensa de Putin se reduzca a acusar a su líder, con la mayor ignominia, de nacionalsocialista? ¿A un judío de centro izquierda cuya familia fue asesinada por el nazismo? ¿Al líder de un pueblo masacrado primero por el nazismo y, más tarde, por el estalinismo que nos evoca el tirano?

   ¿Cómo podemos soportar que el falso antifascismo de Putin se esgrima para disfrazar la desnudez de un proceso de instauración de poderes absolutos a escala planetaria? ¿Cómo puede explicarse esto, si no es por el miedo que todos tienen a pensar y afrontar lo que es evidente: que vivir bajo el yugo ruso, algo que todos debemos combatir, sería algo insoportable de todo punto?

   Este es el statu quo hoy, a finales de marzo de 2022, cuando un megalómano fascista amenaza con seguir asesinando población civil si el país que ha invadido no se entrega a su corrupto absolutismo. Y sólo de este incidente se puede deducir la naturaleza de los tiempos venideros y pensar en la responsabilidad de los que contribuyen a ello sin tratar de esconderse. Surge otra pregunta: ¿qué significa escribir, pensar, proponer algún ejercicio crítico de la inteligencia y la razón cuando el miedo está lo suficientemente instalado en todos como para que nada sea audible, legible, soportable? ¿Para qué sirve insistir en lo evidente si el odio irracional a la pax europea nos impide aceptarlo como tal?

    Tal vez para esto, para esta condición de supervivencia: no sólo la posibilidad de descrédito sobre las verdaderas intenciones rusas, sino la demostración de que también existe en cada uno de nosotros un desprecio soberano por el miedo y la tiranía; que todavía existe, digamos lo que digamos o queramos mostrar, la decisión de no querer vivir bajo esta condición que el déspota trata de imponer en Ucrania y, sin duda, mucho más allá, porque la playa siguiente a Ucrania es la de todos los europeos. Ambos, el desprecio y la rebelión hacia la dictadura, hay que recordarlo, están en el origen mismo de lo que merece el nombre de civilización.

Слава Україні! Героям слава!

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