¿Sobrevivir o supervivir? / Eugenio Mateo


Por Eugenio Mateo
http://eugeniomateo.blogspot.com/

    Ir llevándolo en pura pervivencia parece el desenlace de estos malos tiempos

   La cantante Mónica Naranjo dice en una de sus canciones: “Debo sobrevivir, mintiéndome.  Sobreviviré. Buscaré un hogar entre los escombros de mi soledad”. El también cantante Andrés Calamaro cuenta en otra: “Nacimos para estar en el camino y el único camino es el porvenir/ todo está por venir/ mejor curtir el cuero/ y supervivir es una buena elección”

    Usan los dos verbos para decir lo mismo: resistir. En los tiempos que corren, los hechos han llevado la contraria a la Real Academia de la Lengua cuando dice que “los supervivientes son sobrevivientes, pero no al revés”.

   Hasta no hace mucho (la verdad, no se nos olvida cómo a veces el tiempo se detiene), la mayoría de nosotros sobrevivíamos como podíamos ante un sinfín de penurias; quién más quién menos se buscaba la vida para ir tirando; nunca las clases sociales se habían ido comprimiendo tanto hacia la parte baja y se hacía necesario agudizar el ingenio, si acaso esto era posible en algunos casos. No había otra cuestión que sobrevivir, apretarse el cinturón y agarrarse a algo, como la garrapata. La crisis, la incertidumbre, (nada que ver con la actual), vino a campar sobre nuestras cabezas y pareció que renunciábamos a un modo de vida, obligados por factores intangibles, para acabar siendo sobrevivientes sin más currículo. No hacía falta que lo fuéramos divulgando, se notaba a la vista. Nuestra indefensión ante un sistema enloquecido era tan patente que sobraban palabras. Statu quo perverso, sin duda. Y, sin embargo, la vida continuaba sin grandes altibajos, más allá de las circunstancias personales de cada cual. Las cosas se desarrollaban bajo una cortina de normalidad rutinaria que reducía a lo doméstico esas mismas circunstancias, y la economía disponía sobre todo lo demás, sobre el Pensamiento y las Ciencias. Íbamos sobrellevando la existencia anestesiada sin dejar de reconocer lo amargo de la realidad y la cosa no parecía tener remedio. El progreso tiene sus consecuencias, sobre todo si como progreso se entiende la pauta de la explotación de unos por los otros, y, no nos engañemos, de una u otra manera, hemos venido siendo explotados a la vez que alabábamos al explotador. Obligados a un papel de productores-espectadores, con voto y con voz, eso sí, pero que han resultado inútiles a la vista de cómo nuestros representantes se olvidan tan fácilmente de los que dicen representar, que deja estrecho margen para todo aquello que no sea sobrevivir. La Filosofía se obstina en que no perdamos el norte, la Cultura parece más fuerte de lo que es, la Razón nos pone ante el espejo, y no es suficiente para impedir la marea de la oscuridad. No es suficiente.

    No hace mucho, desde que parece difícil no caer en el eufemismo de nuevo cuño que atiende como la “nueva normalidad”, vino a concurrir otro elemento exógeno: un virus. Desde su aparición hasta el mal vendido rebrote, la vida ha cambiado. Parece mentira la facilidad con que todo se puede ir al traste en un santiamén. Ha ocurrido y no debemos dejar de lamentarnos de haber vivido en un limbo. No sirven para nada las conjeturas, y rompiendo las normas de la Academia, los sobrevivientes hemos pasado a ser también supervivientes. Doble motivo de lamento, pero que será como lo de aquel perro que se lamía el rabo. La pandemia ha subvertido el orden de las cosas, su efecto demostradamente letal nos ha convertido en victimas necesarias e involuntarias, colaterales, y la muerte vuelve a tener el poder, si es que acaso alguna vez dejó de tenerlo, para llevarse por delante al que le plazca, portador de mascarilla o no, miembros de honor de los grupos de riesgo o sí. Por tanto, se nos puede llamar supervivientes, incuestionablemente, porque detrás de nosotros, otros no han podido continuar en la pelea. Es la verdad sin paliativos. Hemos venido a recalar en la tragedia de los cayucos, en la devastación de las catástrofes, en el pavor a las pieles, en el escarnio de los factores de riesgo. En todos estos males, y más, hemos venido a recalar en la ponzoña invisible de esta pandemia. Ahora, además de ir sobreviviendo hemos de ir superviviendo con el miedo en el cuerpo y la sospecha en la mirada. Temiendo el contagio, temerosos del prójimo, que ya es solo un posible enemigo agazapado, temiendo, ya no la soledad, sino la propia muerte.

    Nos encontrarán agarrados a una mesa de terraza, si como tabla de salvación se pudiera llegar a entender este mobiliario urbano. No nos rescatará un navío de Open Arms o cualquier otra ONG. Será la simple suerte del destino, mala o buena, pues no tenemos control sobre lo impreciso. Refugiados en lo propio, en la propia indefensión de nuestra privacidad, que ya no sirve para nada salvo para creer que nos pertenece. Cuando se escriba la Historia, cada una de las individuales que la compongan dejaran de tener importancia y nadie de los descendientes de esta civilización reparará en el sacrificio particular, porque no interesa una historia de perdedores.

   Para establecer una relación entre consciente e inconsciente, traigo aquí una audaz iniciativa de un buen fotógrafo, Juan “Indio” Moro. Llamó a una serie de contundentes retratos en blanco y negro: “Gente de mal vivir”.  Se trataba de retratar a aquellos que habían hecho de su vida un camino de creación, un modo diferente de vivir por encima de lo consabido. Si la vida se ambiciona con un buen vivir, ser artista, o poeta, predispone a augurarles un mal vivir, en el estricto sentido de la supervivencia. Ir llevándolo en pura pervivencia parece el desenlace de estos malos tiempos. No interesa clasificar la supervivencia o la sobrevivencia, es todo la misma cosa, la misma y atroz condena a seguir viviendo bajo la amenaza de algo que no podemos controlar.

Publicado en Crisis #18

 

Artículos relacionados :