Un Adorno más / Paco Bailo


Por Paco Bailo

Huya yo del realismo encorsetado.

Consérvense en mis labios las canciones,

muchas y muy ruidosas y con muchos acordes.

Por si vinieran tiempos de silencio.

Raquel Lanseros, 2006

    Pasear a partir de las ocho por el barrio es desolador. Acompañado por el eco  de tus pasos te sientes en un escenario de Fassbinder o en una serie de  aquellas que al verlas hace unos años pensabas: “¡qué imaginación tienen  algunos guionistas! ¿Qué fumarán?”. Escaparates sin luces, persianas bajadas,  bares cerrados, tenues sombras en las ventanas, algún perrillo paseando a su  dueño, una vecina dejando la bolsa de basura y mirando a ambos lados del  portal como si transgrediera el quinto o sexto mandamiento o necesitara  comprobar que el mundo sigue en sus coordenadas. Una calamidad.

    En uno de estos solitarios callejeos me topé con este aforismo de Theodor  Adorno: “La evidencia de la calamidad favorece su apología: puesto que todos  lo saben, nadie tiene derecho a decirlo; y, así, al amparo del silencio puede  seguir su curso sin ser cuestionada”. Allí estaba la frase, apoyada en una farola, impertérrita. No me costó reconocerla. Durante alguna semana de la era  prepandémica había leído aquel texto que Adorno tituló en 1951: “Minima  moralia. Reflexiones desde la vida dañada”. Iba a saludarla, cierto es que te  alegras al reconocer a alguien en esta temporada de máscaras y distancias,  pero no nos habían presentado. Nos cruzamos una indiferente mirada y seguí  mi desnortado paseo. 

    En aquella época no había acudido a Adorno por su teoría crítica ni sus  axiomas sino por sus cuartetos de cuerda. Theodor era hijo de comerciante de  vinos y soprano lírica, buena mezcla, y hacia 1920 compuso sus primeras  obras, música de cámara vanguardista. Escribió varios ensayos de crítica  musical y consideró dedicarse a la música, de hecho se fue a Viena a estudiar composición con Berg y frecuentó a Webern y a Schönberg, pero le pudo más  lo de filosofar y criticar.

     Theodor daba forma a ese aforismo de la farola cuando los rescoldos de una  época turbulenta, finales de los cuarenta, aún humeaban: las utopías doblegadas por la barbarie, la quema de libros, el arte degenerado, la música  prohibida, la destrucción del pensamiento, la solidaridad socialista  deshilachándose, los horrores de los campos de concentración. Momentos  tristes de la vida dañada. Una evidente calamidad incuestionada.

    Eran otros tiempos, setenta años después ya no hay campos de concentración.  Hoy solo quedan unos ciento cuarenta campos que atienden con esmero a  unos setenta millones de desplazadas y refugiados con sus proles. A pesar de  lo de Caín y Abel, el sedentario campesino y el díscolo pastor, a la gente  siempre le ha gustado conocer otros paisajes. Ya no se prohíbe la música, ahí  están el reguetón, los triunfitos y el trap ampliando el campo auditivo de los  pertinaces melómanos y fans de Bach, Beethoven o Shostakóvich. Y no hay  más que mirar las listas de los libros más vendidos: thriller, novela negra,  detectives, cincuenta sombras e historias verídicas y pedagógicas. Cayó el  muro de Berlín y en su recuerdo se ha levantado algún que otro pero sin telón  de acero, alguna concertina si acaso, y lejos, muy lejos, Palestina, Sáhara,  México. Lo de la solidaridad socialista no sabría decirte, soy apolítico.

   Igual un poco exagerado este Theodor, ¿no? Claro que el régimen  nacionalsocialista le retiró su venia legendi (esa habilitación que permite dar  clases en la universidad) y tuvo que abandonar el país, huyendo del nazismo  pero tras unos años en Oxford, Nueva York y California volvió a Fráncfort de  director del Instituto para la Investigación Social. 

    No se me va de la cabeza lo de la “calamidad incuestionada”, ¿por qué no  habré tirado por otra calle? El aforismo de la farola me trae a las mientes la  antigua normalidad, cuando al parecer no pasaba nada tremendo ni calamitoso,  antes de la llegada de este inesperado huésped viral que nos tiene paseando a  estas horas en soledad o en los hospitales o en la morgue, el muy inoportuno.

     Cuando tras el mayo del sesenta y ocho Adorno criticó el «accionismo» (el  privilegio de la protesta sobre la argumentación crítica) le dieron mucha caña los jóvenes estudiantes, incluyendo la toma de su aula. Argumentar,  argumentar, argumentar, ya tenemos toda la información necesaria en la tele,  en el móvil y al momento. 

    No consigo aparcar la tontería, ¿eh?, los aforismos de Adorno no son para la  esperanza, nada tipo Bucay o Coelho, sino de la angustia y la desesperación.  Nos advierten de que los modos civilizados de vida han sido destruidos y de  que la industria cultural lo devora todo y lo convierte en mercancía. Que sólo la  lucha crítica contra la vorágine del capitalismo inhumano, contra el fascismo en  sus diversas versiones y aún contra el socialismo, convertido en dictadura de  estado, permite restaurar un orden social y moral más racional. Igual no está de  más releerlo con sus cuartetos de cuerda de fondo.

     Parece que refresca, me subo el cuello de la chaqueta y me ajusto la  mascarilla, a ver, cuatro mil quinientos pasos me dice el telefonillo. A casa,  bastante deporte por hoy. Voy desandando el camino por si el aforismo sigue  bajo la farola.

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