Fílmicos apestados, capítulo 1


Por Don Quiterio

    Comenzamos  un nuevo apartado en la sección Pantallas ahora que  al despertar cada mañana, comienza una pesadilla que nos obliga a vivir como una realidad angustiosa la ficción de muchos relatos fílmicos de pestes medievales…iniciando esta nueva entrega con “La amenaza de Andrómeda”   Vivimos una situación inédita que nos sitúa en nuestra justa vulnerabilidad. No solo como individuos, sino también como sociedad. Cabemos, no lo duden, en un plano secuencia que va desde las calles desiertas al fragor infernal de los hospitales. El tiempo se ha detenido en las casas (quien tenga casa, por supuesto), pero avanza implacable en las salas de cuidados intensivos. Es la angustia del encierro. “El confinamiento se caracteriza por la retirada de esa disposición que uno tiene sobre sus propios ritmos y espacios”, advierte Andrea Köhler en su libro ‘El tiempo regalado’. Hay duelo por los muertos y por el futuro. Esperamos o enfermamos. Acaso, hoy, padecemos los males de una larga paz, que dijo no sé quién. Es la nueva guerra mundial sin ruido belicoso. La pandemia del coronavirus es, en efecto, la guerra mundial silenciosa.

  Ahora, al despertar cada mañana, comienza una pesadilla que nos obliga a vivir como una realidad angustiosa la ficción de muchos relatos fílmicos de pestes medievales, de ciudades sitiadas y de naufragios que veíamos, como espectadores, sin imaginar que un día, maldita sea, seríamos protagonistas (valientes o cobardes) en una aventura semejante. Películas que han tratado estos temas víricos o apestosos, a lo largo de la historia del cine, han sido numerosas, de soslayo o yendo directamente al grano. Y con mayor o menor fortuna. Inicio este recorrido, en esta primera entrega de ‘Fílmicos apestados’, con dos largometrajes producidos en 1971, ‘La amenaza de Andrómeda’ y ‘Muerte en Venecia’.

  Dirigida por el estadounidense Robert Wise (‘Ultimátum a la Tierra’, ‘Tempestad en Asia’, ‘La ley de la horca’, ‘Marcado por el odio’, ‘West side story’, ‘Sonrisas y lágrimas’), ‘La amenaza de Andrómeda’ es una adaptación, con guion de Nelson Gidding, de la primera novela de Michael Crichton, una pesimista reflexión sobre la guerra biológica en la que un reducido equipo de científicos busca aislar una letal bacteria espacial. Todo comienza cuando un satélite con un misterioso virus cae sobre la Tierra y todos los habitantes de un remoto pueblo en el desierto de Arizona perecen por su causa, excepto un anciano y un bebé. Y varios expertos deben examinarlo antes de que la Casa Blanca ordene una explosión nuclear para neutralizar con rapidez su efecto. Wise imprime un tono de pretendido documental realista, siguiendo el combate hora a hora, día a día, envuelto en un desarrollo críptico que marcan los procesos de laboratorio. Y sabe mantener la tensión dosificando los silencios de los actores en decorados tan blancos y asépticos como su narrativa.

  Por su parte, el italiano Luchino Visconti realiza ‘Muerte en Venecia’ entre ‘La caída de los dioses’ (1970) y ‘Luis II de Baviera’ (1973), importante drama con un guion (de Nicola Badalucco y el propio director) adaptado de la obra homónima de Thomas Mann (en realidad, el título del original literario publicado en 1912 es ‘La muerte en Venecia’, con artículo determinado). Estamos ante un estudio del ser humano a través de sus pasiones y debilidades, la historia de un músico prematuramente viejo -y de salud quebrantada- que pasa en Venecia sus vacaciones de verano y en el hotel donde se hospeda descubre en un joven turista polaco, allí también hospedado con su familia, la belleza que ha perseguido inútilmente en el arte y en la vida. Con el impresionante trabajo de Dirk Bogarde –amén de una hermosa banda sonora compuesta por temas de Mahler (a cuya personalidad remite por más de un concepto el protagonista)-, este filme indaga, esto es, en la búsqueda de la belleza y la decadencia vital, pero también en el oficio de crear, y en especial sobre el arte y los sacrificios que implica.

  El chico, solo observado a distancia, se convierte en una obsesión para él, por lo que, aun conociendo con certeza la amenaza de una epidemia de peste, se queda en Venecia y muere en la playa. La película convierte al protagonista, escritor en la discreta y breve novela de Mann, en un compositor, y mediante la visualización pone más énfasis en el adolescente como objeto de amor homosexual que como símbolo de un ideal inalcanzable. La persecución de un sueño, o sea. O la belleza absoluta como ideal estético. Visconti hace, más que una adaptación cinematográfica del libro, una variante personal de los mismos temas, que tiene derecho a una existencia igual e independiente al lado de la novela.

  El resultado es la historia de un hombre solitario, un testamento íntimo que irá unido a la muerte. Con el personaje, Visconti refleja a la perfección todo un mundo de hipocresía, la decadencia de un universo social, de una ciudad y del propio protagonista. Una película trágica, sensible, de una belleza desencantada, en la que la recreación del ambiente de la época es notable. Y es profundamente descriptiva en lo que a imágenes se refiere, convirtiendo las aproximaciones a los personajes, mediante la utilización del ‘zoom’, en esenciales.

  En ‘Muerte en Venecia’ la muerte no es un suceso, sino una personificación hacia cuyo encuentro se precipita el protagonista. Hasta ese abismo final se narra el proceso de degradación de un artista maduro, acomodado y reconocido socialmente, desencadenado cuando emprende un viaje vacacional para recuperar fuerzas e inspiración, del que nunca regresará. En su hotel veneciano y la playa coincidirá con el adolescente con quien se obsesionará de forma autodestructiva. Su caída en picado irá mostrando un acelerado deterioro físico, provocado por una búsqueda extravagante de la juventud, irrecuperable en los términos estéticos que anhela, y que lo convertirá en una versión patética de sí mismo. El propio Mann deja la advertencia de que esta novela corta –e inferior a la categoría del filme, a mi modo de ver- trata sobre “la pasión como desequilibrio y degradación”. Todo, pues, se derrumba por momentos. El entorno que se prometía idílico pronto torna asfixiante y ponzoñoso, y el mal adquiere una sensorialidad ominosa, de profunda angustia, epidérmica y letal. Como un implacable virus. Desde el mismo arranque, hay referencias fúnebres por doquier.

  Porque no hay que olvidar que Gustav Von Aschenbach, que así se llama el protagonista, significa literalmente “arroyo de cenizas”, y que el relato original se inicia con un cementerio como amenaza macabra en medio del paisaje.

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