Los estrenos en los cines: 007

Director Sam Mendes and Daniel Craig stars as James Bond in Metro-Goldwyn-Mayer Pictures/Columbia Pictures/EON Productions’ action adventure SKYFALL.

Por Don Quiterio

     Daniel Craig es un James Bond que apuesta por acentuar las zonas oscuras de su personaje, tal como Ian Fleming idea en 1953: inexpresivo, vulnerable, cínico, frío… Su cara de niño bueno, con ojos azules, tez clara y pelo rubio, esconde un personaje que se ha convertido casi en un antihéroe.

   Craig ha reinterpretado el personaje y ha creado un binomio de éxito junto al director Sam Mendes, el mismo que decide que sea el hijo de Paul Newman en ‘Camino a la perdición’, para ofrecernos películas mucho más profundas e interesantes que aquellos tebeos que nos decían que el mañana nunca muere o que el mundo nunca es suficiente. Craig se convierte en el sexto agente 007 –recuerden al elegante Sean Connery y olvídense de los insoportables Roger Moore, George Lazenby, Timothy Dalton y Pierce Brosnan- y logra la difícil tarea de sacar al personaje de la guerra fría y adaptarlo al siglo veintiuno. Su legado al agente de las tres siglas comienza en ‘Casino Royale’ y continúa con ‘Quantum of Solace’ y ‘Skyfull’. Ahora se presenta ‘Spectre’, cuyo reto consiste en dar vigencia a la película sin traicionar los tópicos que encorsetan la franquicia.

     ‘La adopción’, de Daniela Féjerman, es una interesante reflexión, pese a los diálogos y la música redundantes, sobre los límites de la miseria humana, acerca de una pareja enfrentada a una situación límite, un viaje para adoptar un niño que les llevará a zonas de corrupción y chantaje, sumiéndoles en la crisis. Más irregular se muestra la vasca Lara Izagirre con ‘Un otoño sin Berlín, su ópera prima, una especie de melodrama en torno a una joven que se fue del lugar donde vivía, dejando en la estacada a su novio, su familia y sus amistades, y a su regreso casi nadie le hace caso. ¡Pues que se vuelva a Canadá!

    Director de ‘Enemy’ y ‘Prisioneros’, el canadiense Denis Villeneuve traza en ‘Sicario’ un thriller de violencia policial y venganza sobre el narcotráfico mexicano, de trama compleja y con una virtuosa escena de un tiroteo en un atasco, pero lleno de clichés, que no llega a la altura del filme de Amat Escalante ‘Heli’, muy cercano en sus planteamientos. Otro thriller es el del argentino Pablo Trapero ‘El clan’, que incide en su línea de cine social y popular, la historia real de una familia dedicada, bajo su aparente normalidad, al secuestro y a la extorsión durante y tras la dictadura militar, en un tipo de denuncia política cercana al Bardem de ‘Siete días de enero’, el cine de Costa Gavras o el de Francesco Rosi y sus coetáneos italianos.

    Después de haber realizado en ‘Control’ un biopic del líder de Joy Division, el holandés Anton Corbijn hace ahora otro entrañable retrato, con sus luces y sombras, del mítico actor James Dean, y de cómo se hicieron y vendieron a la legendaria revista del título las primeras y maravillosas fotografías (el gran arte de mirar de Dennis Stock) que fijaron al icono, con unas emocionantes escenas del fotógrafo encerrado en su habitación en el momento del revelado.

    La agilidad y el choteo de aquellos andaluces y vascongados desaparecen en la secuela ‘Ocho apellidos catalanes’, donde prima el típico enredo romántico sobre la sátira de los nacionalismos, en una recuperación de la vetusta hilaridad de aquellas viejas comedias de los Lazaga, Ozores y compañía. Tampoco se puede pedir mucho de un director como Emilio Martínez Lázaro, para quien, en el cine, “las metáforas son una sandez”. Lo que es una sandez es su película. Bendita calamidad. 

    La realizadora nipona Naomi Kawase nos ofrece una estimable película en ‘Una pastelería en Tokio’, la historia de un humilde dueño de una panadería especializada en hacer un dulce típico japonés relleno de frijoles rojos, según la novela homónima de Durian Sukegawa que nos habla de la tradición, la aceptación y los prejuicios.  Menos afortunado se muestra el estadounidense Davis Guggenheim en el documental ‘Él me llamó Malala’, un relato sobre la activista paquistaní Malala Yousafzai, herida por un talibán cuando regresaba a su casa en un autobús escolar y ganadora del premio nobel de la paz, que no termina de convencer por su sensiblería y didactismo.

    ‘El valle de los carneros’, de Grimur Hákonarson, es una rigurosa y austera producción islandesa de acento rural y humor gélido, extremadamente sencilla y visualmente hermosa, en torno a dos hermanos ovejeros de aspecto vikingo que llevan cuarenta años sin hablarse, con un desenlace que combina la intriga y la poesía, el drama y el humanismo. Igualmente atractivo y seco, aunque discutible en su ejecución,  resulta el wéstern femenino ‘Deuda de honor’, adaptación de una novela de Glendon Swarthout (escritor que ya dio pie a películas como ‘Llegaron a Cordura’ o ‘El último pistolero’), una historia profundamente compasiva y trágica, áspera e incómoda, sobre la fina línea que separa la civilización del caos, al estilo del Ford de ‘Siete mujeres’, el Wellman de ‘Caravanas de mujeres’ o el Hathaway de ‘Valor de ley’, con el que Tommy Lee Jones continúa el viaje de odisea emprendido por ‘Los tres entierros de Melquíades Estrada’. Un mundo sin piedad y sin perdón que sublima el género. 

    Sólido guionista, el francés Jacques Audiard se forja como ayudante de dirección en varias películas, entre las que se encuentra ‘El quimérico inquilino’, de Roman Polanski. Su carrera como realizador es intachable, con violentos, estremecedores e hiperrealistas filmes entre los dramas de denuncia social y las acciones poéticas (‘De latir, mi corazón se ha parado’, ‘Un profeta’, ‘De óxido y hueso’). Ahora llega a la cartelera zaragozana ‘Dheepan’, un lírico, ambiguo y veraz retrato de la inmigración a caballo entre el thriller y el drama social y romántico, en torno a tres personajes que huyen de la guerra de Sri Lanka y se asientan en un barrio periférico parisino dominado por la delincuencia y el vandalismo, donde el dolor y la tristeza alternan con destellos de esperanza. El director da a entender que el ciclo de la violencia no termina nunca, ya sea por unas razones u otras, por motivos políticos o sociales, o por la propia naturaleza del ser humano. Eso sí, siempre hay una salida para la redención.

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