‘Mi tío Ramón’, cortometraje documental de Ignacio Lasierra

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Por Don Quiterio

    Autor de los cortos ‘Al otro lado’ (2007), ‘Rastro’ (2009), ‘Salomón’ (2011) o ‘La granja’ (2013), el oscense Ignacio Lasierra (Candasnos, 1984) vuelve a la carga con la realización de ‘Mi tío Ramón’, un pequeño documento producido por Inés Laporta y con montaje de otro Ignacio, esto es, el zaragozano Estaregui, director del premiado largometraje ‘Justi&Cia’ y de un buen puñado de cortos (‘¡Al quinto!’, ‘Spiderboy’, ‘A cuatro pasos del cielo’, ‘Reveal’) y videoclips (‘El vagabundo’, ‘El reu de la calle’, ‘No quiero ir a la disco’).

    Lasierra estudia comunicación audiovisual en la universidad Pontificia de Salamanca que completa con estudios cinematográfícos en Uruguay, donde recoge la experiencia de trabajar con menos medios y más ideas. Así lo demuestra en ‘Mi tío Ramón’, una indagación en la búsqueda de la memoria y el olvido, el pasado y el presente, la herencia y el legado, más allá de los recuerdos del protagonista, el familiar del título: su adolescencia marcada por la guerra civil española y el tiempo actual a través de los suyos, su casa, sus espacios y sus quehaceres.

    La voz del tío Ramón, recogida en una grabadora por su sobrino –el propio cineasta, cuando era adolescente- va introduciendo las imágenes de esos ambientes rurales. Una historia ciertamente estimable, narrada con buen gusto y que nos hace reflexionar de las aparentes pequeñas cosas sin importancia, porque el director prefiere la sugerencia a lo explícito y sabe que los pequeños gestos, las miradas, las dudas, los detalles, pueden ser mucho más reveladores que los discursos. Lo bueno de tener un pasado es que puedes olvidarlo casi a voluntad, por trozos, y da frutos como un sarmiento que creías muerto.

    En ‘Mi tío Ramón’ hay una parte de control y otra de azar. El pulso entre el azar y el cálculo está en la naturaleza más íntima del cine. El realizador oscense callejea por el pueblo que le vio nacer, dialoga con su memoria, sopesa las cualidades de las personas que encuentra como personajes, su entorno más cercano, y escucha la naturaleza de su propio material. Es, por tanto, fiel a lo que dice y lo sigue a ver dónde le conduce. Esa es, ciertamente, la emoción del cine entendido como una revelación. Y sus personas, en efecto, siempre están en el centro de todo, como esas sillas que un día sirvieron de acomodo, de descanso, y ya se muestran, ay, sin ocupantes.

    O esas viejas verjas. O esas ventanas que surcan el horizonte. O esas puertas que se cierran solas. O esos tejados de palomas y vencejos. O esas sartenes de guisos y olores. O ese puro en espera de ser encendido. O esa bota de vino, siempre dispuesta. O esas almendras, con cáscaras o sin ellas. O ese cepo para cazar liebres. O esa naturaleza muerta impregnada del árbol de la vida. O ese cielo con nubarrones de conflicto bélico. O esos aspersores como ametralladoras. O, en fin, esas fotos familiares, con palos o sin ellos.

    Ignacio Lasierra dice moverse por sensaciones y su acercamiento al tiempo cronológico real no implica, sin embargo, una apuesta por el naturalismo. Su enfoque evocador puede recordar a la poesía de un Guerín, de un Erice, de un Camus. Un cine humanista, emotivo y sensible, concebido como arte y postura ética, donde la persona –y su cultura atávica- es lo que importa y el azar es la máscara del destino.

    Sabe el cineasta, claro, que el arte –el cine- pertenece a la expresión, a la vida. El arte, ya lo sabemos, es pensamiento, imaginación, sentimiento. Y el realizador de Candasnos aborda, sin tapujos, la inevitabilidad de la vida, el paso inexcusable del tiempo, porque la búsqueda del amor absoluto, al fin, solo es posible a través del acto simple de morir.

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