‘Juego de espías’, documental de Germán Roda y Ramón J. Campo

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Por Don Quiterio

      No todos los silencios son iguales. O, por decirlo más bellamente, no todos callan lo mismo. Un silencio puede valer una fortuna, porque tal vez sea la posibilidad creativa por antonomasia. También puede ser otra cosa, una prueba de disolución de todo.

     Todo, en realidad, es una somera ilusión, los deseos son mezquindades del hombre, y el silencio ayuda a esa iluminación sobre la brevedad y la inconsistencia. El silencio, a fin de cuentas, lleva una intuición de creatividad sin la cual no hubiera nacido la primera sinfonía de Brahms. O los personajes de ese emotivo documental titulado ‘Juego de espías’ (Germán Roda y Ramón J. Campo, 2013), un dejarse encontrar en la renuncia de lo esperado para evidenciar un silencio que a todos envuelve, porque, acaso, en el fracaso de la búsqueda se revela lo que nos encuentra. La miseria humana tiene mucho de miedo escondido. Es el silencio del que escucha.

     Narrado por Claudio Rodríguez, ‘Juego de espías’ es un documento de unos hechos silenciados, de encuentros y desencuentros, de abrazos y despedidas, de besos y miradas. Los que quisieron que cumplieran en silencio el rito de la despedida, cuando lo que buscaban era el encuentro, sin estruendos. Estamos en 1941, cuando el mundo está inmerso en plena segunda guerra mundial, y España sufre una severa posguerra. En este contexto, el consulado inglés de San Sebastián organiza una red de espías formada por vascos, aragoneses y franceses que informan sobre los movimientos de las tropas alemanas y el paso de mercancías, estableciendo una conexión semanal entre Francia, Canfranc, Zaragoza y San Sebastián. Gracias a las informaciones de esta red de espionaje se ayuda a la derrota de la Alemania nazi. Y los espías protagonistas de los hechos nos lo cuentan en primera persona.

     Es conmovedor escuchar en el filme el testimonio de Simone Casaubon, quien a sus nueve años transportaba documentos elaborados por el alto mando aliado a través de la red, viajando junto al maquinista del tren, mientras su madre se encontraba sentada en uno de los vagones, una estrategia para burlar la vigilancia de la policía franquista y de los agentes alemanes destacados en Canfranc. O las palabras de la octogenaria Lola Pardo, al recordar cómo, de jovencita –y novia de guardia civil-, escondía papeles secretos en los bolsillos de su abrigo mientras charlaba con los guardias a bordo de los trenes, para no infundir sospechas.

    Otros testimonios son los de los hijos o los nietos de aquellos espías: Emilio Astier, Iñaki Astier, Gorka Landáburu o Mariano Flores. El primero de ellos explica cómo consiguió el permiso para consultar el sumario del proceso que acabó con una condena de cárcel para su abuelo, el aduanero Juan Astier –personaje de la novela de Gironella ‘Un millón de muertos’-, y para otros miembros de las redes descritas en el documental. “¿Qué resortes mueven a una familia a rescatar su pasado antes de que se diluya en la noche de la memoria?”, se pregunta Jorge Sanz Barajas. En cualquier caso, lo mejor de esta historia, afirma Emilio Astier, “es que el embajador británico fue a ver al gobernador de San Sebastián para que los detenidos por esta red fuesen juzgados en España y no entregados a la Gestapo. Si no fuera por eso, no hubiera tenido abuelo”.

     Y es que, para llevar adelante las labores de documentación del filme, la familia de Emilio Astier juega un papel fundamental. “Nos interesaba”, dice Roda, “esa historia de abuelos silentes, padres que no conocen y nietos que quieren saber qué ocurre en esas familias”. Por supuesto, la red está formada no solo por gente de izquierdas, sino por monárquicos, falangistas, españoles, franceses… Y viven constantes peligros, ayudando a los aliados a concretar el número de las fuerzas fascistas en el sur de Europa. Es, en realidad, una historia de ideas, más allá de las personas, en donde los españoles son, en efecto, los idealistas, pues esa guerra ni les va ni les viene.

     Pero el ‘plato gordo’ se encuentra en el archivo militar de Madrid. Dicen los autores: “Hallamos un sumario judicial muy destacado en el que se ponía de manifiesto que esas personas habían espiado en el desembarco de Normandía, algo que estuvo rondando de boca en boca por las nombradas tierras altoaragonesas y que se pensaba que se trataba únicamente de leyendas. Parecía una broma, pero cuando se descubrió que era verdad fue cuando se comenzó a realizar todo este trabajo”.

     Por su parte, Gorka Landáburu, periodista que fue víctima de un atentado terrorista, habla de su padre, otro de los espías que actuaron a favor de los aliados. El propio Ramón J. Campo da buena cuenta del material que ha recopilado. Y el profesor universitario Mariano Flores –también traductor al francés de los libros de Ramón J. Campo- explica cómo puso en contacto a la espía francesa Simone Casaubon, esa niña, dicho está, que llevó papeles de la resistencia entre Canfranc y Pau. Asimismo, están presentes las figuras del mítico Albert Le Lay o el papel de Casa Marraco.

     Al parecer, Le Lay, el jefe de la aduana francesa que subrepticiamente coló a centenares de judíos que huían del horror nazi –entre ellos artistas como Max Ernst o Marc Chagall- es un personaje secundario, una pieza más de la red de espías que el servicio de inteligencia británico montó, usando como centro ese paso fronterizo, para recopilar e intercambiar información, que iba semanalmente desde Canfranc pasando por Zaragoza hasta San Sebastián para llevar los mensajes al consulado inglés de la capital donostiarra que cada lunes los remitía por valija diplomática a Madrid. Treinta de sus participantes fueron detenidos en abril de 1942, y juzgados y condenados por un tribunal especial.

      El principal mérito del documental es rescatar del olvido, setenta años después, a una serie de espías que se jugaron la vida en el entorno de la estación de Canfranc, y cuya valentía salvó vidas y contribuyó a minar el poderío de Hitler gracias a acciones tan sencillas como heroicas. Unas personas que, en caso de ser detenidas, se arriesgaban a morir en un campo de concentración nazi o, en el mejor de los casos, a acabar con sus huesos en una cárcel franquista.

      Natural de Granada, formado en Zaragoza y afincado en Madrid, Germán Roda estudia ciencias de la comunicación y pertenece a la primera promoción de realizadores del CPA. Tras las clases, trabaja en la televisión autonómica aragonesa, donde empieza como ayudante de cámara para, paso a paso, ir ascendiendo peldaños. Al final, llega al cine. “Lo primero que vi en el cine y me marcó”, afirma Roda, “fue ‘El ángel exterminador’, la escena en que los personajes se comen el papel pintado de la habitación. Descubrí que quería contar historias. Iba para periodista, pero pronto me di cuenta que no se me daba bien y que tenía que estar tras la cámara”. Dicho y hecho. En 2010, realiza el mediometraje documental ‘Pomarón al cubo’, acaso una tan noble como equivocada mirada hacia el fundamental cineasta amateur zaragozano. Dos años después, dirige a su pequeña hija en el simpático corto ‘Mi papá es director de cine’. Entre ambos trabajos, Roda debuta en el largometraje de ficción con la comedia ‘El encamado’, sobre un texto teatral de Alberto Castrillo.

     Ahora, Germán Roda escribe y codirige junto al periodista Ramón J. Campo (Huesca, 1963) ‘Juego de espías’, un trabajo que cuenta la historia de estos espías felizmente rescatados del anonimato y culmina la investigación iniciada por este último (también codirector del documental ‘Canfranc, km 0’), que ha dado pie a los libros ‘El oro de Canfranc’, ‘Canfranc, el oro y los nazis’ o ‘La estación espía’. En este enclave fronterizo circularon tanto ciudadanos judíos como soldados aliados huyendo de las fuerzas alemanas, pero también toneladas de oro y obras de arte que los nazis intentaban poner a salvo de un inminente desmoronamiento del tercer Reich.. En un estado en principio neutral, la policía franquista perseguía con saña a los españoles que intentaban, precisamente, ayudar a los judíos a huir de las garras de los nazis. Y aquella gente, incluso, escondía a los judíos en el propio Canfranc, donde se llegó a izar la bandera de la cruz gamada cuando llegaron los alemanes.

     ‘Juego de espías’ mezcla hábilmente impresionantes imágenes de archivo en blanco y negro y entrevistas mientras una voz en off hace un recorrido por la historia que se narra, incluyendo, al mismo tiempo, ilustraciones animadas en un sugestivo trabajo del zaragozano Manuel Vicente García. Asimismo, hay que reseñar la gran labor del operador Sergio de Uña, el cuidado diseño de Natalia Ruiz o las elaboradas animaciones de Sergio Villén. Por más riguroso, el relato, en fin, no deja de ser apasionante e instructivo, con la sensación en el espectador de que siempre hay algo por descubrir, del primer minuto al último de proyección. La pregunta de política-ficción que queda en el aire es: ¿Qué habría pasado en esta parte del sur de Europa de darse la victoria de Hitler?

     También queda pendiente, claro está, la recuperación de la majestuosa estación, ahora abandonada. Es tan triste como irracional que siendo las comunicaciones con Francia por Aragón claramente insuficientes, suponiendo esa deficiencia un problema común, siga siendo, a estas alturas, una barrera prácticamente infranqueable, con míseras posibilidades. La reapertura de la línea internacional del Canfranc debería ser un proyecto estratégico para España y Francia, y, sin embargo, se arrincona una y otra vez.

     Todo, en realidad, es una somera ilusión, los deseos son mezquindades del hombre, y el silencio ayuda a esa iluminación sobre la brevedad y la inconsistencia. El silencio, a fin de cuentas, lleva una intuición de creatividad sin la cual no hubiera nacido la primera sinfonía de Brahms. Como un dejarse encontrar en la renuncia de lo esperado para evidenciar un silencio que a todos envuelve. En el fracaso de la búsqueda se revela lo que nos encuentra. La miseria humana tiene mucho de miedo escondido. Es el silencio del que escucha.

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