Los estrenos en los cines: De la diferencia al abismo

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Por Don Quiterio

      Sigo convencido de la necesidad de recuperar el hábito de ver y oír los relatos audiovisuales en el cine como si se tratara de una acción directa. La experiencia cinematográfica es una experiencia colectiva y, al mismo tiempo, íntima, individual.

     Es un viaje a las entrañas del relato, solo a eso, en exclusiva. Se trata de un ejercicio único, pocos minutos, horas, de concentración ante una historia con la ayuda de la oscuridad y el silencio, centrando nuestro pensamiento en lo que nos es narrado, dialogando con nuestra mirada, nuestra experiencia, nuestro cerebro. Es una actividad convertida en algo extraño en estos tiempos de fragmentaciones vitales. Días en los que nuestro pensamiento es interrumpido constantemente y, con ello, la capacidad para hilar ideas, para la reflexión pausada y necesaria. Para el disfrute.

     Y por eso, lejos de las frivolidades del mercado audiovisual, de su entramado, el acto colectivo de ir al cine resulta cada día más necesario, un lugar para el encuentro creativo donde rescatar la vieja idea del cine como elemento artístico, con todo lo que esta etiqueta implica. Ahora los cines Palafox recuperan películas clásicas en versión original subtitulada, con la intención de ofrecer cine con mayúsculas y hacerlo en todas sus dimensiones, incluyendo el idioma original. En principio, un jueves al mes, y hasta el diecinueve de junio, se van a proyectar ‘Desayuno con diamantes’ (Blake Edwards, 1961), una obra sofisticada, romántica y melancólica basada en la novela corta de Truman Capote en torno al itinerario íntimo de unos seres insatisfechos; ‘Cantando bajo la lluvia’ (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), una genial comedia musical que reconstruye el momento histórico de la incorporación de sonido al cinematógrafo y las consecuencias que eso produce; ‘El padrino’ y ‘El padrino II’ (Francis Ford Coppola, 1972 y 1974), acaso un sobrevalorado díptico con aire a tragedia shakesperiana –mejor el segundo que el primero, con una prolongación del mismo cineasta en 1990-, sobre la novela de Mario Puzo, a través de una familia siciliana que dirige la mafia en los Estados Unidos, y del que nuestro compañero José María Bardavío disecciona desde su diván en estas páginas; ‘El jovencito Frankenstein’ (Mel Brooks, 1974), tan divertida como chabacana sátira del cine de terror en general y del ciclo Universal sobre el mítico doctor en particular; y, finalmente, ‘El hombre tranquilo’ (John Ford, 1952), donde el gran director acaricia sus imágenes, ama a sus personajes y convierte la magia del cine en la vida misma. Un Ford que viaja a un rinconcito de su querida Irlanda y allí rueda esta comedia a un tiempo bucólica, homérica y romántica, compuesta de deliciosos trenecitos, rebaños de ovejas, tabernas y cerveza, ríos y truchas. Y memorables secuencias, como aquella en la que un moribundo resucita al oír el estruendo de una pelea, en la que no quiere dejar de participar…

      Unos títulos, en fin, que ya son referentes en la historia del cine. Un cine al que los notarios y los profetas siguen con la perorata de que se muere. ¿Se hacen, ahora, peores películas? Rotundamente, no. Cualquier tiempo pasado fue peor. Y eso que solo nos llegan películas por el circuito comercial. Las de ‘arte y ensayo’, como se decía antaño, no las vemos, acaso porque ya no existen los añorados cineclubes y a la filmoteca de Zaragoza no va nadie. Así está el panorama. Si echamos un vistazo a las carteleras de aquellas épocas, las buenas películas se podían contar con los dedos de una oreja, por decirlo con Perich. Estamos hablando de unas décadas del siglo veinte cuyos estrenos estaban infestados de comedietas celtibéricas de la peor catadura, de infumables ‘westerns’ europeos, de vergonzantes historias eróticas, de folletines sonrojantes, de bodrios policiales, de cargantes ‘peplums’ y así. Solo se salvaban, siendo benevolentes, dos o tres títulos de la treintena en exhibición. Contra las predicciones o las certidumbres ajenas sobre la nefasta salud del cine actual, hagamos un recuento de las películas más destacables de la cartelera en este inicio del 2014.

      Hay magia de primera clase en ‘La gran belleza’, donde Sorrentino habla del sentido de la vida, el éxito y la asunción del inicio de la vejez, en una puesta al día de la ‘dolce vita’ felliniana, exuberante, barroca, carnavalesca, chabacana y autoindulgente, grotesca y conmovedora, pese a su ñoño y equivocado desenlace. ¿Quién no querría ir al cine para reencontrarse con el espíritu de Fellini? ¿Qué pensaría el autor de ‘Roma’ de este filme? ¿Se sentiría honrado o más bien robado? También hay magia, aunque más antipática y arisca, de una amargura opaca, en el humor y la delicadeza con que los hermanos Coen cuentan la triste y melancólica historia de un cantante de folk en el neoyorquino Greenvich Villages de la década de 1960. Me produce morbo la provocación del danés Von Trier en ese presunto manifiesto sobre la sexualidad femenina de ‘Nymphomaniac’, que retiene, además, algunas de sus obsesiones recurrentes, o sea, la obra de Edgar Allan Poe o la música polifónica de Bach.

      Permanezco en tensión cuando la actriz de ‘La venus de las pieles’ dice lo de “… tú eres el director y tu trabajo es torturar a los actores”, la nueva gran película de ese inquietante quimérico inquilino llamado Roman Polanski, que demuestra una vez más cómo un juego sintético se acaba convirtiendo en cámara de ecos e imán de desafiantes ambigüedades, en esta adaptación de una obra teatral que, a su vez, se basa en una novela de Leopold Von Sacher-Masoch, cuyo apellido dio lugar al término masoquismo. También me perturba la aberración del sometimiento en ‘Doce años de esclavitud’, de McQueen, a partir de la historia de un hombre libre, negro, secuestrado en 1841 para ser vendido como esclavo. Scorsese intenta hablarnos con rotundidad y fiereza, aunque no siempre lo consigue, en ‘El lobo de Wall Street’, una feria de las vanidades en la que participan brokers y el FBI. Me intriga y me emociona la aventurera y admirable ‘El médico’, del alemán Stöltz, la historia de un joven que se queda huérfano en la Inglaterra del siglo XI y marcha a Persia tutelado por un sabio doctor. Me parece bonita y elegante la china ‘The grandmaster’, de Wong Kar-wai, un melodrama de artes marciales, del poder y del honor. Me divierto con ‘Sobran las palabras’, una eficaz comedia romántica con madre divorciada y casa de masajes. El argentino Juan José Campanella, a partir de un relato del fabuloso Roberto Fontanarrosa, se adentra en el cine de animación con ‘Futbolín’, una excelente película para todos los públicos.

     Me conmueve la compleja reflexión acerca de la vida y del paso del tiempo de la veterana Ann Hui en ‘Una vida sencilla’. Me parece inteligente la caricatura a las películas de ficción científica y el homenaje humorístico al clásico de Siegel ‘La invasión de los ladrones de cuerpos’ que efectúa un lúcido Edgar Wright en ‘Bienvenidos al fin del mundo’. Lejos de cualquier efectismo melodramático y partidismo demagógico, la prosa del gran Henry James se traslada a los tiempos actuales, en otra nueva vuelta de tuerca, para ofrecernos en ‘¿Qué hacemos con Maisie?’ la desintegración de un núcleo familiar, un conmovedor drama muy honestamente dirigido por la pareja de realizadores Scott McGehee y David Siegel. Siento angustia, miedo y piedad ante la atmósfera cargada y áspera, oscura y amenazante, de ‘Mindscape’, la nada desdeñable ópera prima de un Jorge Dorado al que habrá que seguirle la pista, una suerte del Nolan de ‘Origen’, aquel frío y complejo viaje al fondo de los sueños.

      ¿Qué películas compartían cartel cuando se estrenaron en Zaragoza ‘Desayuno con diamantes’, ‘El jovencito Frankenstein’ o ‘El padrino’ ? Investiguen y comparen, desocupados lectores. El cine, pese a los agoreros, está más vivo que nunca. Pero, para gozarlo en su plenitud, habría que verlo en la oscuridad y el silencio de una sala. Es, decía, una actividad convertida en algo extraño en estos tiempos de fragmentaciones vitales. Cualquier tiempo pasado fue peor.

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