Tópicos tozudos: Tópico 11 / Fernando Usón Forniés


Por Fernando Usón Forniés

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

Nuestro segundo tópico sobre el cine cómico revisa la carrera de los cuatro grandes del género en los comienzos del sonoro y añade un apartado, para algunos quizá sorprendente, sobre las dos primeras películas de Buñuel.

En esta entrega analizamos el extraño caso del cineasta aragonés, así como las aportaciones de Keaton y Lloyd, dejando para la próxima la obra cómica sonora de Chaplin y McCarey, los cuales no sólo le dieron al género sus dos últimas grandes obras maestras de su época de esplendor, sino que, cada uno a su manera, lo clausuró ejemplarmente, cerrando además toda una época. Aprovechamos, de paso, para recomendar al lector el ciclo que la Filmoteca de Zaragoza dedicará a partir de abril a Leo McCarey, cineasta sobre el que hablamos el pasado número y hablaremos el siguiente.

TÓPICO 11.

VARIANTE B. El cine cómico desapareció con el cine mudo.

PARTE 1.

Se ha considerado con demasiado y sospechoso acuerdo que el advenimiento del sonido prácticamente supuso el fin del género cómico. En realidad, como todos los grandes cambios del medio achacados al sonoro, la desaparición del slapstick no tuvo lugar justo entonces, sino que se postergó hasta mediados de la década de los 30. El cine, de 1928 a 1936, más o menos, desde el punto de vista creativo fue una natural prolongación del período silente, y la dictadura de los diálogos y de los productores (o del realismo socialista y del nacional socialismo) no fue generalizada hasta bien entrada la década, con la notable y agorera excepción de las producciones de Warner y First National, convertidas en fábricas de salchichas fílmicas. El cine cómico no fue una excepción, y de hecho, tres de las cumbres del género pertenecen a dicha época de vitalidad excepcional: “Luces de la ciudad” (1931), con música y efectos sonoros; “Sopa de ganso” (1933), completamente hablada; y “La edad de oro” (1930), que, en una opción intermedia propia del sonoro incipiente, alterna escenas dialogadas y sonorizadas con otras simplemente musicadas. Aparte, Chaplin aún añadió “Tiempos modernos”; McCarey, ya asentado en el terreno del largometraje, ofreció alguna otra muestra más del género; Laurel y Hardy, ahora bajo la batuta de James Parrott, seguían brindando unos cuantos trabajos estimables; Lloyd todavía rodaba con buenos resultados; y si Keaton fue el único de los grandes que se pegó un auténtico batacazo, aunque, como veremos, alguno de sus cortometrajes de esta época es estupendo, podríamos considerar que, en cierto modo, le tomó el relevo quien menos cabía esperar: un español afincado en Francia llamado Luis Buñuel.

1936 será el año que marque el fin de la etapa de gloria de un género que fue cediendo la preponderancia a la comedia conforme las nuevas pautas de producción del sonoro se iban afianzando: es el año en que Chaplin rueda su última película con el personaje del vagabundo, “Tiempos modernos”; el año en que McCarey rueda con Lloyd “La vía láctea”, decantándose ya el director definitivamente por la comedia, y clausurando el actor su filmografía más brillante; y es el año en que Keaton prácticamente completa su interesante ciclo para la Educational Pictures Productions (le quedarán sólo dos cortos para el año siguiente), último tramo solvente de su carrera. A partir de entonces, sí, el género ya será historia durante un par de décadas; al menos en lo que toca al cine de imagen real, ya que tan sólo algunas comedias recuperarán muy puntualmente los métodos del slapstick: en especial, “La fiera de mi niña” (1938), de Hawks, con brillantes resultados; y más superficialmente, casi limitándose a las caídas, a las tortas y a las persecuciones, el conjunto de comedias que Preston Sturges rodó en los 40. Y si hemos hablado del cine de imagen real es porque el burlesco permaneció vivo, casi diríamos que desterrado, en el cine de animación, muy especialmente en los cortometrajes de Walt Disney y Tex Avery: hasta la llegada del gran Jerry Lewis, Donald Duck, Goofy, Bugs Bunny, Droopy, etc., serán los únicos auténticos herederos de los clowns silentes.

Intermedio surrealista: Buñuel.

Habitualmente, se han tendido a clasificar los géneros en función de sus convenciones narrativas, sus señas icónicas, e incluso sus elecciones formales. Estos criterios pueden ser plausibles para los géneros afianzados en el sonoro (bélico, western, noir, musical, peplum, ciencia-ficción…), pero resultan insuficientes cuando se trata de los géneros fundamentales, ya perfectamente desarrollados en la época silente; es decir, la comedia, el melodrama, el maurodrama, las aventuras, el fantástico (todavía escaso durante la época muda), el documental, y claro está, el cine cómico. De hecho, a veces, películas pertenecientes a estos géneros distintos parten de argumentos muy similares, sus tipos humanos y sus atuendos apenas se distinguen unos de otros, y las formas pueden ser relativamente intercambiables, o por el contrario, ser muy diferentes entre películas del mismo género. Su esencia es más una cuestión de mirada, de interpretación del mundo, que de convenciones.

Este exordio viene a cuento porque, situados en el gozne entre el cine mudo y el sonoro, los dos primeros Buñuel, “Un perro andaluz” (1929) y “La edad de oro” (1930), supusieron tal revulsivo y desconcierto en el panorama de entonces, que, pese a lo enormemente divertidos que son, nadie que escribiera sobre ellos los puso en relación con el slapstick, ni mucho menos se decidió a integrarlos en él. Su filiación surrealista se ha constituido en las ramas que han impedido ver el bosque: a saber, que “La edad de oro”, y parcialmente “Un perro andaluz”, son cine cómico; eso sí, depurado y sumamente sofisticado, pero nunca exclusivo para intelectuales y vanguardistas, pues atesoran una vitalidad excepcional imposible de encontrar en otras intentonas surrealistas debidas a Man Ray, Germaine Dulac, etc. Y el hecho de que la cualidad burlesca de “Un perro andaluz”, no tanto la de “La edad de oro”, sea más bien intermitente no debería llamar a engaño, pues al fin y al cabo, también lo es en algunos trabajos de Chaplin, incluidas las emblemáticas “La quimera del oro” y “Luces de la ciudad”, e incluso de Keaton, como en “El maquinista de la General”. Tal vez el caso de Buñuel sea más llamativo pues, para empezar, no existe la figura del clown, y para seguir, ocasionalmente el tono alcanza una gravedad rara en el género, heredada en realidad del otro tipo de cine que el aragonés más admiró: el maurodrama, con Stroheim a la cabeza. Quizá, la mejor forma de aproximarse a los dos iniciales y magisteriales Buñuel, sobre todo al primero, sea contemplarlos como una hibridación absolutamente personal de esos dos géneros en apariencia antagónicos (aunque no reñidos: ambos se complacen en mofarse de las convenciones del melodrama), filtrados por la experiencia surrealista. De hecho, así parece proponerlo la sonorización de “Un perro andaluz” realizada por el mismo cineasta, al insistir ejemplarmente en su dualidad esencial entre el amour fou y la chirigota: Wagner en los momentos más graves; tango en los más irrisorios. Con todo, algo parecía tener muy claro el aragonés, y el tiempo no ha hecho más que darle la razón: que para subvertir la realidad el humor es más potente que los juegos asépticos del surrealismo más decorativo.

Sobre estas dos películas, en especial sobre “Un perro andaluz”, pesan numerosos equívocos, muchas veces alimentados por el propio director. Se ha hablado de automatismo en la elaboración del guión, de la renuncia a toda situación que conllevara una interpretación racional. Sin embargo, igual que sucede con las primeras películas de Keaton, las tres primeras de Buñuel revelan una profunda reflexión previa sobre el hecho cinematográfico y hierven con multitud de ideas y soluciones visuales maduradas a lo largo de los años. ¿Automatismo? En absoluto, cuando menos en lo que atañe a la puesta en escena: la mayoría de las secuencias están estructuradas mediante un recurso tan esencialmente cinematográfico como la mirada, y ningún plano se ensambla gratuitamente, sino por esas mismas miradas o por estudiadísimos raccords, a veces naturalizados, otras totalmente anticonvencionales. ¿Irracionalidad? Poca: más allá de su estructura por bloques, “Un perro andaluz”, a su manera, más la del deseo que la del subconsciente, es extraordinariamente lógica. Muchas cuestiones apuntan a una interpretación bastante diáfana, en concreto, la frustración sexual masculina debida a una educación represiva; un discurso que resulta más evidente cuando se tiene en cuenta la educación profundamente católica recibida por Buñuel y el coguionista Dalí, pertenecientes a la burguesía de una España que no descollaba precisamente por su liberalidad.

Por más que el cineasta asegurara con posterioridad que esas imágenes chocantes y esos collages tan propios de su obra no debían tomarse como símbolos, esto no es así; o mejor dicho, no siempre es así. La obra de Buñuel (como, en otro sentido, la de Bergman), siempre ha oscilado entre lo más evidente y lo más secreto, y si a veces resulta forzada e inútil la interpretación de algunas de sus imágenes, más allá de su efecto sensorial (como la paloma sobre la espalda de la madre de Meche en “Los olvidados”, el oso de “El ángel exterminador”, o el ave que cruza la alcoba en “El fantasma de la libertad”), en cambio, otras, surge una simbología evidente e intencionada (la explosión tras el beso de “Él”, las flores que Paloma corta en “El bruto”, las ubres en “Viridiana”). “Un perro andaluz” no es una excepción. Por un lado, el prólogo es impermeable a cualquier explicación racional, máxime puesto en relación con lo que sigue…, aunque ello no impide que haya provocado interpretaciones psicoanalíticas muy coherentes. Por otro lado, las connotaciones son plenamente conscientes, por ejemplo: en la equiparación por montaje de la calavera con el rostro del hombre, lo que apunta a su consideración como cadáver viviente; o también, en ese bello instante en que las manos del agonizante se escurren por una espalda femenina desnuda, lo que ejemplariza el deseo impotente del hombre por poseer a la mujer inaccesible para él; y más evidente resulta aún esa impactante imagen, una de las más célebres de la película, del hombre arrastrando, de repente, un par de sogas, con un hermano marista, un piano de cola y un cadáver de burro incorporados a cada una, trabas que le impiden alcanzar a la mujer; una imagen que condensa inmejorablemente la idea del poder de una religión (los curas) y una cultura (los pianos) putrefactas (de ahí los burros) que impiden disfrutar de una relación sexual satisfactoria. Tan crucial resulta en el film, de hecho, la cuestión de la educación recibida, que Buñuel, tras el único intertítulo de la obra que muestra una plausible lógica temporal, “Dieciséis años antes”, efectúa una suerte de flash-back o de rememoración, haciendo que aparezca un pupitre con material escolar en medio de la habitación. Otra cuestión es que esta inserción no obedezca a la lógica dominante (el pupitre aparece en el mismo decorado, vemos al actor maduro y no a un niño, no se comunica una acción concreta), pues lo que importa es la presentación de una serie de objetos (el pupitre, los libros, el polvo) que aportan una información esencial. Esto, en cuanto al personaje masculino. La mujer, por el contrario, parece estar más liberada sexualmente que su contrincante, al menos en apariencia: véanse, al final, los restos de la cajita destrozada, contemplada despectivamente por ella; o sobre todo, ese soberbio primer plano que muestra su mirada admirativa al musculoso brazo de su nueva pareja. Desde luego, no todo es tan diáfano en “Un perro andaluz”, y curiosa o significativamente, las asociaciones más inesperadas e inexplicables suelen estar asociadas a la mujer, cuando no a su mirada: el ojo rasgado a la par que una nube atraviesa la luna (en este caso, su habitual interpretación como metáfora del acto sexual sí nos parece reductora: la imagen es mucho más sugerente); el vello de la axila equiparado al erizo de mar; la disposición del uniforme colegial del hombre sobre la cama y la sorprendente materialización del mismo en otro lugar; las hormigas que surgen de la mano del hombre…

Evidentemente, no es su lógica interna lo que emparenta “Un perro andaluz” con el género burlesco, sino el abundante humor que rezuma, la excelencia de tantos gags, así como su tendencia al juego metalingüístico. Así, Buñuel, en la primera secuencia, recupera esas miradas a cámara tan típicas del slapstick, de Fatty Arbuckle a Oliver Hardy, en la de la mujer cuyo ojo va a ser inmediata y sorpresivamente seccionado; sólo que, claro está, con un objetivo distinto, común en cambio al del maurodrama: no se busca la complicidad del espectador, sino la agresión a él, su incomodo. Ahora bien, la mayoría de los juegos metalingüísticos tienen por meta la puesta en evidencia de las convenciones cinematográficas: por ejemplo, de la obsesión por marcar la ubicación temporal con precisión absoluta, a lo que, en contrapartida, “Un perro andaluz” brinda unos carteles explicativos absurdos e irrelevantes (“A las 3 de la madrugada”…); de esos insertos con los que el cine mudo pretendía suplir el sonido (suena el timbre, pero el inserto ofrecido es ¡de unas manos que agitan una coctelera!); o de los habituales desenlaces felices de tantas películas, pues, aquí, tras la imagen de la mujer liberada (cuando abandona el sofocante apartamento, en el mismo rellano, la brisa marina le refresca el rostro; y colindante se encuentra la playa…, eso sí, sin apenas arena y llena de pedruscos), tras el triunfo que supone su nueva relación con un joven atlético (en clara alusión sexual, la mujer le acaricia arrobada su potente antebrazo), resulta que “Le lendemain” (“Al día siguiente”) la pareja inicial aparece semienterrada en la arena; es más, ¡momificada!

Hay otros gags de “Un perro andaluz” cuyo objetivo, como el de ciertas asociaciones de imágenes suyas, es todavía más ambicioso, y común al slapstick: denunciar la debilidad del concepto de realidad. A veces, los gags son tan brutales o tan extravagantes como en el burlesco más desmesurado, como es el caso, respectivamente, del atropello del andrógino ante la babeante mirada del hombre o, más allá de interpretaciones, la hilarante aparición de los curas arrastrados a la par que las sogas; otras, en cambio, presentan una deriva tan poética como en los más delicados del género de la risa, como el ya comentado de la pareja momificada en la playa, o el de la axila de la mujer misteriosamente depilada y la consecutiva sustitución de la boca del hombre por la pelambrera perdida de la mujer…

Si “Un perro andaluz” es una suerte de híbrido, no puede decirse lo mismo de “La edad de oro”, puro slasptick donde un Buñuel liberado tras su ruptura con Dalí acentuó todas las cualidades burlescas de la precedente…, y aún introdujo algunas más; inclinación acrecentada, sin duda, por haber pasado del ámbito íntimo en que se concentraba su primer film al colectivo y social del de 1930. Así, si las aclaraciones temporales de “Un perro andaluz” eran absurdas, las de “La edad de oro” son disparatadas: gracias a un inspirado “Algunas horas después”, pasamos del documento del prólogo sobre los escorpiones a la ficción de los bandidos; y abandonamos la trama principal para desembocar en un epílogo que nos focaliza en “Los 120 días de Sodoma” de Sade, es decir, un par de siglos antes, con un deliciosamente anacrónico “En ese preciso instante”. No obstante, no existe arbitrariedad en la elección temática de los tres bloques: el prólogo naturalista con los escorpiones y el epílogo pretérito con el duque de Blangis y sus secuaces muestran un mundo violento, sádico, incluso caníbal, que encapsula el gran bloque central y, por tanto, obliga a considerar muchas de las peripecias contemporáneas desde la perspectiva de una consumada agresión.

La utilización de la música resulta aún más relevante: mientras en “Un perro andaluz” los compases de “Tristán e Isolda” llegaban a conseguir de vez en cuando un hálito romántico en conjugación con las imágenes, en “La edad de oro” apenas nunca sucede con las bellas y líricas músicas de Mendelssohn, Mozart, Beethoven, Schubert, Wagner de nuevo, pues la relación ya no suele ser de adecuación, sino de confrontación con unas imágenes que supuran humor por los cuatro costados; la parodia, de hecho, se subraya en el plano final, aunque a la inversa, donde a la misteriosa, inquietante imagen de las cabelleras colgadas en la cruz y azotadas por la ventisca se superpone una burlona y frívola coda.

Curiosamente, si “Un perro andaluz” carecía de coherencia narrativa, el bloque central de “La edad de oro”, pese a algunos contados desbarres, sí la posee, por más que la utilice como excusa para ofrecer una serie de imágenes, ideas y sugerencias: exactamente igual, al fin y al cabo, a lo que sucede con el slapstick, donde el hilo argumental, aunque existente, es tenue, casi siempre un pretexto para hilvanar una serie de situaciones y gags. Incluso ciertas estrategias narrativas son comunes al resto del burlesco: por ejemplo, la interrupción escandalosa de la ceremonia oficial de la fundación de ¡la Roma imperial! tiene un paralelo en la inauguración del monumento de la incipiente “Luces de la ciudad” (diferencia: en Buñuel lo que escandaliza en una pareja copulando, el sexo; en Chaplin, un indigente, la pobreza). Pero, sobre todo, si los gags de “Un perro andaluz” solían ser más poéticos, los de “La edad de oro” son más físicos y directos, se basan con mayor frecuencia en las estrategias típicas del burlesco, y no faltan los golpes, las tortas, e incluso la utilización del decorado con fines cómicos. Uniendo estos aspectos, señalemos cómo, en la escena de amor culminante, los amantes se malcolocan, se caen o se golpean; cómo el hombre debe recolocar su silla para poder abrazar a la chica; el ridículo abrazo con la pareja mordiéndose mutuamente los dedos, y el brutal gag subsiguiente en que la mano del hombre aparece amputada (¡ella se los ha comido!); o cómo el descubrimiento de la traición de la chica apela, más que a la condolencia, a la carcajada: la mujer prefiere a un vejestorio, y el hombre despechado, al levantarse, se atiza en la cocorota con un macetero.

Quizá, el momento más relevante de la ambigüedad de partida y la irrisión de llegada en “La edad de oro” sea la célebre imagen de la vaca recostada en la cama de la chica. En un primer nivel, este collage se presenta como un encuentro surreal, del tipo del paraguas con la máquina de escribir: la vaca con la cama. En un segundo nivel, psicoanalítico, el bóvido en el lecho encarnaría la desmedida libido de la protagonista, una ninfómana high-class que se muerde los labios como una loba y que no para de imprimir un movimiento rotatorio a su dedo índice ¡hasta el punto de que a veces lo lleva vendado! En un tercer nivel, que parecería corroborar el anterior, tenemos una referencia al célebre cuadro de Füssli “El íncubo” (del mismo modo que las cabezas de burro de “Un perro andaluz” son un eco del bodegón de Goya de la cabeza de res). Sólo que, en realidad, estamos ya ubicados en los terrenos de la parodia, pues se debe reconocer que una vaca es una encarnación de la libido bastante socarrona; con lo cual enlazamos con el cuarto nivel, el de su filiación cómica. El posterior desarrollo de la escena nos muestra a la chica, en absoluto sorprendida, echando a la vaca de la cama con sorprendente familiaridad, chistándole como si fuera su mascota. Esto es algo que sólo tiene parangón con la camaradería que los humanos muestran con los animales en tantos títulos del slapstick: el perrillo en “Vida de perro”, de Chaplin; el patito en “Cinemanía”, de Lloyd; la yegua y el potro en “La vía láctea”, de McCarey y Lloyd; el macho cabrío en “Angora love”, con Laurel y Hardy, etc. Pero, es más, hay incluso parentescos carnales: con “El rey de los cowboys” (1925), de Keaton, con ese Buster enamorado de otra vaca, a la que incluso sienta en el coche a su vera; o también con el caballo durmiendo en la cama de Looking for Sally”, de McCarey y Chase, o con el que poco después hará un trío con Harpo Marx y una atractiva rubia en “Sopa de ganso”.

Ciertamente, al igual que en “Un perro andaluz”, no todo es cómico en “La edad de oro”, y las humoradas alternan con esa poesía buñuelesca tan prístina e inasible. Así, justo después del gag de la vaca, hay un momento bellísimo en que, a la par que se oyen el cencerro del bóvido y los ladridos de un perro, desde el cielo encapsulado en el espejo sopla un viento que entrevera los cabellos de la chica. Destaca también ese momento en que, entre patada y patada, el hombre va reconstruyendo a su amada a partir de la visión de tres zonas de la anatomía femenina (la mano masturbatoria, las piernas, el rostro); o, insertados en medio de la escena del torpe galanteo, ese emocionante plano de la chica repentinamente envejecida, o el sobrecogedor del hombre con el ojo reventado, etc. Ahora bien, a diferencia de “Un perro andaluz”, en “La edad de oro” la inserción de lo poético ya no tiene lugar por bloques perfectamente delimitados, sino que se inmiscuye entre lo cómico, creando una fricción sumamente productiva, pero sin poder evitar que la balanza se decante decididamente por el slapstick; al fin y al cabo, idéntica alternancia y dominio que en otros títulos ejemplares del género, como “El moderno Sherlock Holmes”, “¡Ay, mi madre!” o “Luces de la ciudad”. Sin ánimo de ser exhaustivos, recordemos algunos de los más hilarantes gags que aún no hemos mencionado: los obispos que entonan sus salmodias en las rocas; los maltrechos bandidos que intentan salir de la cabaña por la pared; la aparición de las monjas custodiando a la chica tras su fornicación pública; el afán del hombre frustrado por aniquilar a todo bicho viviente (da una patada a un perro, pisotea un escarabajo, tira a un ciego al suelo…); el dedo vendado de la chica; esa fiesta de la alta sociedad donde nadie se inmuta, aunque atraviese una carreta el salón, se abrase una criada o el guarda mate a un niño (¿su hijo?, ¿su amante?)… porque le ha tirado un cigarrillo (situación, por cierto, mucho más lograda cómicamente que el atropello del andrógino en “Un perro andaluz”); la bofetada propinada a la anfitriona; la defenestración del obispo (pariente del tartazo que recibe otro en “Charlot tramoyista de cine”) y su posterior huida… Y queda, evidentemente, el célebre final, con ese libertino duque de Blagis de “Los 120 días de Sodoma” ataviado como Cristo; con el cómico grito de la joven cautiva, ¿asesinada?, en off, idéntico al de la criada siniestrada en la otra fiesta aristócrata; y sobre todo, con esa segunda salida del duque-Cristo ¡sin barba!, llevándose las manos a su hinchado vientre, transformación y pose que algo dan que pensar: ¿el grito de la joven se debía simplemente a su espanto ante la nueva y risible imagen del duque?; ¿se ha zampado Blangis a la tierna criatura, y de ahí sus molestias digestivas? Ciertamente, la irreverencia dadá no alcanzó su cima con la Gioconda bigotuda de Marcel Duchamp, sino con el Cristo afeitado y dispéptico de “La edad de oro”.

Con sus dos primeras películas están lejos de acabar las relaciones de Luis Buñuel con el burlesco, pues casi toda su obra es una continua afirmación de la relación profunda entre surrealismo y slapstick. No tanto porque acabara su carrera un poco como la empezó, practicando el humor disimuladamente, bajo la coartada más intelectual del surrealismo, en “El discreto encanto de la burguesía” y “El fantasma de la libertad”, pues en estos filmes, basados más en las situaciones que en los gags, las afinidades se decantan por la comedia, sino porque el aragonés, ni en México ni siquiera en Francia, nunca se resistió a insertar gags en sus filmes, manteniendo una corriente subterránea con algunas destacadas muestras del burlesco. Piénsese, por ejemplo, en la pierna que se desprende del maniquí de “Ensayo de un crimen”, tomada del “Fighting fluid” de McCarey y Chase, o en el niño lechón de “Ese obscuro objeto del deseo”, inspirado sin duda en el carrito porta alcohol de “I do”, de Lloyd. Y no son los únicos préstamos en la filmografía de Buñuel de su admirado género. En una de sus obras maestras, “El ángel exterminador”, hay al menos dos: la caída del mayordomo al servir la cena es análoga a las múltiples de Oliver Hardy en “From soup to nuts”, y la mano fantasma que repta por el suelo lo hace como el guante, con ratón dentro, de “Casado y con suegra”; aparte de que en un plano hizo llorar a una de sus actrices cara a cámara…, imitando a Stan Laurel.

Lloyd.

Harold Lloyd fue el único de los grandes cómicos del cine mudo que en los años 30 rodó a buen ritmo largometrajes exclusivamente pertenecientes al género, pues Chaplin espaciaba aún más de lo habitual en él sus películas, Keaton acabó relegado al campo del cortometraje y McCarey oscilaba entre el burlesco y la comedia. En el caso de Lloyd, aunque la calidad media de sus filmes de los 30 sea algo inferior a la de la década anterior, no cabe hablar de decadencia en sentido estricto, y menos aún achacable a la llegada del sonido, pues lo cierto es que: primero, tras las cumbres de “¡Ay, mi madre!” y “El hermanito”, ya la muda “Relámpago” (1928) había supuesto un bache; y segundo, que al fin y al cabo, “Welcome danger” no es inferior al título precedente, mientras que “¡Ay, que me caigo!” y “Cinemanía” resultan netamente superiores.

“Welcome danger” (1929), primer título sonoro del cineasta, presenta sus peculiaridades. Para empezar, muestra cierta polaridad entre comedia y slapstick, lo que genera un patente desequilibrio, pues la parte de comedia, reservada al encuentro y posterior acampada de Harold con la chica, no sólo no resulta especialmente brillante, sino que adolece de un ritmo abotargado, deudor de cierta parsimonia del cine silente. Por fortuna, la inclinación a la comedia de “Welcome danger” se limita a la primera media hora de metraje, que, aun así, cuenta con un par de buenos gags, para luego decantarse por el burlesco; y en este terreno, Lloyd demostró no sólo estar en plena forma, sino comprender a fondo la naturaleza del cine sonoro. Así lo atestigua la espléndida secuencia de la exploración de los sótanos de la tienda, pautada por planos en negro, pero con ruido y diálogos, que despliegan un inteligente uso del sonido; y es de notar que la figura tan querida por Lloyd del trampantojo, en esta secuencia antológica no sólo se convierte en sonora (el acordeón), sino también en táctil (la escalera que resulta ser de mano, la goma…), sin desdeñar por ello lo visual (la vela que parece caminar sola). Aparte, “Welcome danger” enlaza con algunas películas anteriores de su autor (“Haunted spooks”, “Casado y con suegra” y “Relámpago” fundamentalmente), en su objetivo de hacer que el slapstick invada terrenos más “serios”, como el cine de terror, en la ya referida secuencia de la exploración, o como el cine de acción, en las antológicas peleas, primero, en el restaurante y después en los sótanos que son la guarida del mafioso.

Las dos siguientes películas de Lloyd, “¡Ay, que me caigo!” (1930) y “Cinemanía” (1932), revelan ya la completa asunción de la naturaleza del cine sonoro por parte del cineasta, pues no sólo, especialmente la segunda, muestran un ritmo impecable, para nada ralentizado por los diálogos, sino que siguieron utilizando el sonido para generar más de un gag (por ejemplo, los aplausos provenientes del gramófono en “¡Ay, que me caigo!”, o la distorsión de los tonos durante la proyección de las pruebas de cámara en “Cinemanía”). Aparte, los dos son títulos estupendos, que aguantan sin desdoro la confrontación con la obra muda de su autor. “¡Ay, que me caigo!”, por ejemplo, hace gala de ese gusto por el trampantojo tan querido por Lloyd, y si al principio, en la zapatería, el film es más que interesante, secuencia a secuencia va subiendo de interés, alcanzando magníficos momentos en el largo fragmento ubicado en el trasatlántico y, sobre todo, en la peripecias finales de Harold por el rascacielos; una elegante muestra de cómo el plagio a uno mismo, hecho con talento, puede dar excelentes réditos: la escalada de “¡Ay, que me caigo!” no tiene nada que envidiarle a la de El hombre mosca”. La película se corona, además, con el final más impactante de toda la obra de Lloyd, merced a uno de sus gags más geniales, cuya potencia se acrecienta por ser la culminación de un leit-motiv trabajado anteriormente en el film (la cuchara que, impulsada por otra, debe caer en un recipiente), que aquí adquiere unos tonos superlativos, de puro bestiales.

El mayor reproche que se le puede hacer a “¡Ay, que me caigo!”, su sosita partenaire, lo eludió Lloyd en “Cinemanía”, al contar con la magnífica e incitante Constante Cummings, sin duda la oponente femenina de mayor entidad que tuvo el cómico en toda su carrera. Pero no es ésta, ni de lejos, la única virtud de “Cinemanía”, pues se trata sin duda de la más equilibrada y perfecta de las películas sonoras responsabilidad de Lloyd, que destaca lo mismo por la naturalidad con que se introducen los abundantes equívocos que trufan el film que por la perfección de su puesta en escena; tanta, que la tremenda complejidad de muchos planos pasa prácticamente desapercibida (especialmente, en esos prodigiosos planos sostenidos descritos por grúas coordinadas milimétricamente con los movimientos de los actores). Cunden también los gags estupendos, que cubren todo el abanico de colores, de lo más cándido (el patito rescatado al comienzo del film gracias a una manguera) a lo sugeridamente macabro (el conejo que aparece en la bandeja, bajo la tapa, en el restaurante), pasando por lo decididamente cruel (el chapuzón que, con excusa de la cubierta del descapotable, Harold propina a Mary); y todo el film se empapa en un gusto por el destrozo que anticipa a Jerry Lewis, ejemplarmente en las escenas con el productor. Pues aquí Harold, alias Trouble, se convierte en un gafe redomado, capaz de dar al traste con cualquier cosa sin proponérselo; de crear, por acumulación de incidencias, el caos total por donde quiera que pase; de provocar la desesperación a todos aquéllos que lo rodean: sus padres, el productor, el actor… No se libra ni su pareja.

“Cinemanía” es una bonita despedida del Lloyd autor. A partir de entonces, sí, el cineasta se vería abocado a la decadencia. De hecho, su siguiente film, rodado para Fox, ya fuera de la tutela de Paramount, es a buen seguro el mayor patinazo de su carrera. En “La garra del gato” (1934) ya no es que no quede nada de slapstick, que se ve sustituido por una blanda comedia a lo Capra; ya no es que desaparezca la típica dualidad del personaje de Harold entre perspicacia y estulticia, pues este nuevo Harold es tonto de remate, sin más; ya no es que, en realidad, la podría haber protagonizado cualquiera; es sencillamente que se trata de una mala película, buena muestra de hacia dónde se iba encaminando el cine sonoro más adocenado: atracón de buenos sentimientos; música almibarada y casi omnipresente; planos tan correctos y funcionales como anodinos. Basta con comparar el vulgar encuentro entre Harold y su nueva partenaire, sentaditos en una pensión, con los dos espléndidos, y contrapuestos, que ofrecía “Cinemanía” con la chica: uno, con esa Mary idealizada travestida de incitante española, tan delicado como realista, con esa flor de atrezzo que un obnubilado Harold captaba al aire pensando que iba dedicada a él…, sólo que matizado por el gesto de indiferencia de la actriz y el de disgusto del operario al que en realidad iba dirigida; y el otro encuentro, con la Mary real, bajo la lluvia, cruel y desmedido, donde Harold acababa calándola hasta los huesos y destrozándole la cubierta del descapotable.

Lo que “La garra del gato” deja traslucir con claridad, como lo harán los cortos que Keaton rodaría más tarde para Columbia, es la renuncia de Lloyd a la autoría cinematográfica, quizá precipitada por la decisión de la industria de primar unos guiones férreos, tan sólo modificables por una puesta en escena más conceptual y abstracta, menos física. “La garra del gato” , como la posterior “La vía láctea” (1936), ya no es una película de Lloyd, sino con Lloyd: no por nada, por primera vez en muchos años, su personaje ya no se llama Harold, sino Ezekiel. La gran diferencia entre ambas películas es que en la segunda Leo McCarey se encargó de la dirección, imponiendo su personalidad a la del actor, pero ofreciendo a cambio todo su talento. De esta obra de campanillas trataremos en el apartado dedicado al californiano de origen irlandés.

Keaton.

En lo que a Keaton toca, es el único de los grandes que parecería dar la entera razón al tópico; sólo que en su caso tampoco es tanto una cuestión de inadecuación al sonoro, al menos al primer sonoro, sino de la fatal coincidencia de un cambio en sus esquemas particulares de producción con una crisis en su vida personal (divorcio de Natalie Talmadge, fuerte recaída en el alcoholismo). Abandonado por su productor Schenck, Keaton liquidó su productora y firmó un contrato con la MGM que más tarde consideraría, con razón, como el mayor error de su vida. Por él perdía todo el control sobre los filmes en los que participaba, de forma que éstos, salvo los dos primeros (“El cameraman” y “El comparsa”, todavía mudos), ya no eran películas de Buster Keaton, sino con Buster Keaton. Es más, en esos momentos, la Metro se iba alejando de su esplendor silente para convertirse en la productora más conservadora de Hollywood (aunque aún financiaría una de las obras maestras del período, ¡alucinantemente, “Freaks”!). A la MGM ya no le interesaba el gag o el ingenio visual, sino la máxima ortodoxia formal; no la subversión propiciada por el burlesco, sino la respetabilidad burguesa de ñoñas comedietas y dramones; no el talento de Keaton, sino su nombre. E hizo con él lo que al poco haría con los hermanos Marx recién llegados de la Paramount: desnaturalizarlo. De hecho, tras su estancia en la productora del león, Keaton quedaría ya desterrado de las producciones de serie A; pero… En 1934 el cómico firmaría un contrato con la modestísima compañía Educational (sic) Pictures Productions y, con los dieciséis cortometrajes que allí rodó en tres años, demostraría que no estaba acabado en absoluto y que su decadencia era, en primer lugar, una cuestión de libertad, y en segundo, de presupuesto…; aunque, ciertamente, no todos estos trabajos merezcan reivindicarse, no desde luego tozolones tan aparatosos como “The E-flat man” y “The timid young man”, que son peores incluso que los largometrajes sonoros para la MGM.

Viendo los cortometrajes para Educational Pictures se tiene la impresión de que, contando con condiciones de producción adecuadas, Keaton podría haber dado todavía mucho de sí: la calidad media, aunque innegablemente inferior a su obra muda, es muy estimable; y el uso del sonido, inteligente y a veces muy humorístico, como en la estridente serenata de la matrona de “Hayseed romance” (1935), o como, en “Palooka from Paducah” (1935), en el gag de la familia que ronca al unísono nada más apagar la luz, para acabar aullando hasta el perro. En los cortos que rodó en esta época, aunque casi todos firmados por Charles Lamont, es evidente que Keaton recuperó un control importante sobre el resultado final, y hay muchos gags notables en ellos…, aunque ver estos trabajos causa cierta desazón. Lejos de las espectaculares escenas a las que Keaton nos tenía acostumbrados, como en “El maquinista de la General” o “El rey de los cowboys”, las penurias de la producción forzaron al cómico a metas mucho más modestas, lo que tuvo como consecuencias: primera, la tentación que siempre acosa a cualquier cómico, es decir, dar preponderancia a los fáciles gags destrozones, más cercanos a “El garaje” que a “El héroe del río”; y segunda, la acentuación de la estulticia de su personaje, que ya no es Buster, sino Elmer, sin aumentar por ello su ingenio (presupuesto obliga), rompiendo la delicada balanza que hacía tan peculiar a Buster. Además, Keaton o sus guionistas cerraron los ojos al paso del tiempo, y resulta francamente ridículo que un avejentado Buster, cuyo austero maquillaje no puede ocultar las arrugas y ojeras (a diferencia de los de Chaplin y Lloyd, que modificaban enormemente sus rostros naturales), que este torpe Elmer estragado por el tiempo, decimos, siga enamorando a jovencitas atractivas: algo que Chaplin supo justificar mejor que su colega. Las salvedades son, significativamente, el único corto donde Keaton figuró como coguionista, “La gran ópera” (1936), y los dos que rodó con su familia como troupe, entre los que destaca “Nido de amor sobre ruedas” (1937), prácticamente un remake, casi gag por gag, sumado alguno que otro original y magnífico, de la primera parte de “El botones” (1918), debida a su mentor Fatty Arbuckle y que Keaton coprotagonizó…; sólo que la variante es seguramente mejor, por más equilibrada. De hecho, “La gran ópera” y “Nido de amor sobre ruedas”, espléndidos, son sus mejores cortos para la Educational Pictures.

En los cortos menos logrados (la mayoría, ciertamente), hay otras causas para la desazón, aunque no sean realmente defectos: de nuevo debido al presupuesto, Keaton ubica sus historias en entornos minimales (la ciudad abandonada de “El fantasma del oro”), o deprimentes, de tan paupérrimos, cuando no miserables (así, en “Palooka from Paducah” y “Gasolina en el desierto”), lo cual para provocar la risa parece más bien contraproducente, máxime cuando lo que en Keaton se dirime está lejos de ser, como es típico en Chaplin, la lucha contra la miseria. Es más, la carencia de música en estos cortos sonoros y la presencia de contados ruidos, más bien intranquilizadores, aún acentúa la penuria en la que se mueve, ya no Buster, sino Elmer. Y ahondando en este desasosiego del nuevo Keaton está otro rasgo, antes larvado, ahora acentuado: su acrecentada crueldad. Un gag como el de la limpieza del coche en “Gasolina en el desierto”, tras la cual la chica queda rebozada en polvo (la chica, subrayamos, no el malvado de turno), anuncia a Jerry Lewis, pero era impensable en el Keaton mudo, y entre sus coetáneos, tan sólo existe el precedente de “Cinemanía”, de Lloyd.

A modo de resumen, pese a esas cortapisas respecto a su obra anterior, es injusto olvidar la aportación de Keaton al slapstick sonoro, pues, aunque algunos gags no sean memorables, otros son muy brillantes: por ejemplo, las esperas de Keaton en las diversas colas de la cantina de “Escápate conmigo” mejoran notablemente, por mejor pautadas y más vivaces, otra similar al comienzo de “La cabra”. Es más, algunos cortos, como “Más difícil todavía”, “Escápate conmigo”, “La gran ópera” y “Nido de amor sobre ruedas”, hacen de la necesidad virtud y acaban erigiéndose en, si no geniales, sí buenas películas y muestras de los caminos que el burlesco sonoro podría haber seguido si las circunstancias hubieran sido finalmente más favorables para sus practicantes.

Desde luego, para Keaton no lo fueron; de hecho, su última oportunidad para reanudar una carrera personal en Hollywood no pudo ser más amarga. Dos años y pico después de su ciclo para la Educational Pictures, el cómico consiguió un contrato en Columbia como estrella de una decena de cortos, rodados de 1939 a 1941. Pero, ¡qué decepción! No porque Keaton estuviera escandalosamente avejentado o porque meneara excesivamente la cabeza cada vez que enunciaba un diálogo, sino porque muchos gags son fáciles y, más que previsibles, transparentes, y los que algo destacan están prestados de filmes anteriores (como en “The taming of the snood”, donde el guionista Bruckman recupera unos cuantos de “¡Ay, que me caigo!”); y sobre todo, porque el humor de los últimos cortos de la serie es vulgar a más no poder, está basado casi en exclusiva en golpes y tortas, hasta el punto de que el volumen de los efectos de sonido correspondientes se sube descaradamente, y de que, en cada entrega, cada actor se podría haber lesionado una docena de veces: nunca Keaton hizo tanta gala de su mote “Buster”; es decir, porrazo. Y aún se debe matizar que el resultado final de estos filmes de dos bobinas depende sobremanera de los guionistas, hasta el punto de que el Keaton autor se vio aquí finiquitado y sólo pervivió un Keaton mediocre actor. Los mejores trabajos, casi siempre escritos por Clyde Bruckman, antiguo colaborador nada menos que del mismo Keaton y de Lloyd, algo reconcilian con el cómico serio, pero, a pesar de algunos buenos gags esporádicos, tampoco llegan a convencer plenamente debido a su notoria irregularidad: tomando como muestra “Nothing but pleasure” (1940), el mejor corto de esta tanda junto a “Pest of the West” y “So you won’t squawk” (éste escrito por Elwood Ullman), es muy bueno el trayecto de la rueda cuesta abajo, pero, al contrario, los intentos de Buster por desaparcar el coche no pasan de ridículos. Sin embargo, lo más lamentable de esta última oportunidad de Keaton es que, quizá por falta de apoyo de una Columbia que no vio colmadas sus expectativas comerciales, los trabajos fueron, en término medio, cuesta abajo. Los peores de la tanda, firmados por el nefasto guionista Felix Adler, como la penosa “His ex marks the spot” (1940), ciertamente no pueden caer más bajo, parecen un insulto para todos aquellos que se esforzaron por hacer de lo cómico muestra de inteligencia, incluido Keaton, el cual, escarmentado, ya no volvería a intentar reverdecer sus laureles. Pese a algún destello esporádico, el fin de la carrera creativa de Keaton es uno de los más tristes de la historia del cine.

Continuará.

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