Por Don Quiterio
Cuando el “spaghetti-western” se consideraba cine de cuarta categoría, y se proyectaba en dobles sesiones de barriadas, los intelectuales de la cosa no se molestaban ni en ir a verlo.
Todo, según ellos, era basura, cuando, en realidad, se “fabricaban”, aunque fuesen pocas, obras irreverentes, finas, cultas, irónicas y talentosas. Apareció, por arte de birbiloque, Sergio Leone y todo cambió. Pero, a decir verdad, antes de la irrupción de la llamada “trilogía del dólar” (nada excepcional, por otra parte), ya existía el (sub)género y no solamente en Italia. En España (la “paella-western”) y en Alemania (la “salchicha frankfurt-western”), por poner dos ejemplos notorios, se hicieron como chorizos (de poca monta, que no de Cantimpalos), porque la gente pedía a gritos este entretenimiento, a la manera de aquellas novelitas de Manuel Lafuente Estefanía, Joss Tanner, Silver Kane, Clark Carrados, Ray Lester, Curtis Garland, Keith Luger, Frank Caudett, Lou Carrigan o Ralph Barby, entre otros muchos pseudónimos más, que nuestros abuelitos (y alguna abuelita) devoraban con fruición.
Una literatura, por cierto, excluida de las librerías, pero que fue la reina de los quioscos, a la que ninguna historia de las letras española le ha querido conceder una sola página, un solo párrafo, y en estas obras se pueden encontrar verdaderas joyas, aquellos bolsilibros de Bruguera, esas aventuras del oeste de unos escritores prolíficos y los miles de personas que los leían, y que han sido ignorados, ninguneados, despreciados. Jamás un manual se ha detenido a explicar que entre las décadas de 1950 y 1980 existió toda una generación de escritores dedicados en cuerpo y alma (es un decir, las dos cosas se las robaron en las editoriales) a nutrir la literatura de masas española. Ninguna mención, ninguna migaja después de los cenorrios de los premios.
Hay que decir que existieron, y que alguno le daría mil vueltas a esos juntaletras contemporáneos que por escribir cuatro cosas, y mal, se creen intelectuales de la escritura. Lo mismo ocurre con aquellos cineastas del “spaghetti-western”, que pocos conocen sus obras y entre las que podemos encontrar algún diamante. ¿Por qué a estos trabajadores de las letras y de las imágenes se les ha echado a patadas de la fiesta? Hay que decir que existieron, que se levantaban veinte o más obras al año y que para saber, maldita sea, hay que leer y ver, cuanto más mejor, y sin prejuicios bobalicones que no te llevan a ningún sitio mínimamente coherente.
Sin ir más lejos, nuestro paisano José Luis Borau se estrena como realizador con ‘Brandy’, un western europeo (este sí) mediocre. Pero no todo fueron engendros, y existen verdaderas joyas escarbando entre la maleza. Ahí está la factoria española de los hermanos Romero-Marchent con algún título verdaderamente sorprendente. O los Sollima (el mejor de todos), Valerii, Caiano, Simonelli, Pierotti, Bergonzelli, Girolami, Tessari, Ferroni, Vari, Castellani y demás compañía italiana.
O el romano Sergio Corbucci, del que ahora el ínclito Quentin Tarantino, el encantador de serpientes, se sirve de su filme de 1966 para realizar su “Django desencadenado”, con esa indesprendible tendencia al cómic, a la exageración, a la contradicción, al resumen y disparate, al compendio y locura, al chasquido de humor entre la sangre, alrededor de un mayordomo negro que odia a los negros. Tarantino, el encantador de serpientes, digo, utiliza las reglas estéticas, narrativas y musicales del “spaghetti” para cocinar su particular “perrito caliente-western”, una película de aventuras que no ignora la brutalidad de la época en la que tiene lugar.
Con todos estos antecedentes, Santiago Capuz, nacido en Buenos Aires en 1988, pero afincado en Zaragoza, ha realizado un cortometraje que, al parecer, sirve de promoción, junto al de otros jóvenes directores de otros países, para el último filme de Tarantino, y en él cuenta cómo el cazarrecompensas Schultz enseña al esclavo Django a desenfundar. Y, lo que son las cosas, entre espaguetis, paellas, salchichas frankfurt, perritos calientes y demás denominaciones de origen (¡maldita sea!, forastero), acabamos en este mini “ternasco-western” zaragozano para degustadores con aires buenos de la tapita regional. Que aproveche.