Igualdad de expresión / José Luis Bermejo Latre,


Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza

     En 2004, la ciudadana Taranenko y otros cuarenta conmilitones del genial Limónov asaltaban las oficinas de la presidencia rusa, aventando folletos con proclamas contra Putin.

      Diez años después, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos respaldaba su conducta, que había sido penada con un año de prisión preventiva y otros tres de condena sin ingreso carcelario.

    Corría el año 2007 cuando los activistas Tatár y Fáber, en denuncia de la corrupción política en su país, colgaron una cordada de ropa sucia en la verja del parlamento húngaro, lo que les valió una multa administrativa. Cinco años más tarde, ambos lograban que el citado Tribunal censurase la reacción oficial contra ellos, una reacción leve pero disuasoria del espíritu colectivo de protesta pública. En esas mismas fechas, el agitador Murat Vural vertía pintura sobre una estatua de Atatürk, convirtiéndose en reo de un delito penado con trece años de prisión de los que cumplió cinco. Un año después de su salida de la cárcel en libertad condicional, el Tribunal Europeo hacía prevalecer su derecho al disenso sobre al carácter dañoso de su acto vandálico, condenando la gravedad de la sanción impuesta por las autoridades turcas.

   Contemporáneamente a estas protestas, los catalanes Stern y Roura se manifestaban en Gerona y terminaban quemando una foto del Rey de España. Convictos de un delito de injurias a la Corona, diez años más tarde eran repuestos en su libertad de expresión por el Tribunal Europeo, que condenaba a España prendiendo la llama de fuegos alimentados con imágenes de personajes políticos, banderas o páginas de la Constitución.

   Sorprendentemente, el mismo Tribunal avalaba también en 2018 la condena a tres años de prisión de la activista ucraniana Anna Sinkova por freír huevos en la llama eterna en honor a los caídos en la II Guerra Mundial. Acusada de profanar una tumba, Sinkova opuso que su farsa significaba un rechazo a la pervivencia de la propaganda del régimen soviético, un alegato ecológico contra el derroche de gas y una denuncia de la pobreza energética que padecen –entre otras- muchos veteranos de esa guerra que conmemora el monumento: de nada le sirvieron sus argumentos y la condena, aun simbólica, pesa todavía sobre la propagandista.

    Los relatos muestran que la libertad de expresión es sagrada en Europa, aunque la igualdad en el ejercicio de este derecho no lo ha sido tanto. La protección de los derechos morales, íntimos incluso cuando son colectivos, debe quedar reservada a la justicia civil, capaz de dispensar a los particulares la reparación apropiada en forma de cesación, retractación e indemnización. El odio, indeseable en todas sus formas, no debe confundirse con la ofensa: solo se debe sancionar el odio cuando se materializa en agresión mediante violencia o coacción, destrucción o desfiguración. Además, el reproche debe ser proporcional al atentado y sus circunstancias. La promoción de la paz exige proteger la discrepancia, mientras que la imposición de la paz es otra función distinta, que solo tiene sentido cuando el conflicto ya ha estallado. Hasta ese momento, tan libre es la expresión de ideas y pensamientos como debe serlo el reproche del mal gusto.

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