El hombre que (no) pudo reinar / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

   Contra viento y pandemia, más pandemia que viento, el otoño ha venido con una tos de más.

    El mundo entero sigue sumido en la pesadilla de un virus maldito que nos está dando poca tregua y no pocas dificultades a la hora de reanudar ciertas actividades. Casi nadie se ha escapado a las consecuencias del fulgor de una promesa, la cicatriz de un desencanto o la sombra de una renuncia: ni el niño prisionero de las arañas, ni el poeta tímido que parecía recién llegado de las montañas, ni el quiosquero de la esquina que soñaba con ser cineasta, ni el panadero de la otra esquina que siempre se sintió escritor, ni el hombre que pudo reinar…

  Irremediablemente, se están moviendo de sitio las cosas. Y con las cosas, el miedo, los horizontes, los afectos, las certezas, las miradas. Pero no olvidemos que el relato que creamos en torno al miedo es siempre subjetivo y la mayoría de las veces es un relato interesado. Porque, tal vez, el miedo difuso de hoy, la inquietud de estar entrando en un rincón oscuro donde nos espera un monstruo todavía por nombrar, tan indescifrable, no es tan nuevo como pudiera parecer. ¿Cómo soñar un futuro cuando ni siquiera somos capaces de imaginarlo?

  A veces, incluso muchas veces, buscamos lo que somos en lo que otros miran de nosotros. Mirar es, sobre todo, detenerse. Y del espanto que acecha, quizá, sacaremos una nueva manera de mirar. De buscar. De interpretar. De comprender. Acaso solo haya futuro en la mirada. La mirada soñadora. La mirada exacerbada. La mirada tierna. La mirada huidiza. Miradas gloriosas, nerviosas, directas, trágicas, tensas, siervas, hospitalarias. Hemos vivido tan a fondo este arranque del siglo veintiuno que, prematuramente, lo que nos queda es observar en todas direcciones por ver qué ha sucedido. Tiempos difíciles estos, sí.

  Lo dice muy bien Marta Rebón: “Con las mascarillas obligatorias, cubierto el rostro salvo los ojos, nos hemos convertido en pura mirada. Es un momento oportuno para recalibrarla. Para enfocar aquello que queremos defender, a veces tan insignificante –en apariencia- como la sombra de un árbol”. Ya no son los demás un enigma inquietante que descifrábamos mirando a la cara. Allí intentábamos, al decir de Irene Vallejo, “leer las intenciones del otro y decidíamos si confiar o temer, si hablar o callar, si ofrecer o buscar consuelo”.

  Ya ni de la boca ni la nariz recibimos señales de miedo, sorpresa, aburrimiento, dicha o pena, cifradas en un alfabeto que todos sabíamos cómo interpretar. Solo nos quedan los ojos (y las cejas), de tú a tú, cuerpo a cuerpo, sin motivos personales. Ya sin roces, maldita sea, transcurrirán nuestros sueños, nuestros amores, nuestras enfermedades, nuestros insomnios. Acaso tenía razón Graham Greene, ese ojo que todo lo miraba, cuando dijo, en toda su extensión, aquello de que “el que pierde gana”.

  “Los ojos bien abiertos”, en palabras de Antón Castro, “son la exaltación de la mirada y de una nueva gestualidad cuando ya no podemos tocarnos ni besarnos”. Y remata: “Podemos mirarnos: hay que mirar con los ojos de ver. Hay que mirar para sentir y decir aquello que antes decíamos con la efusividad y el contacto”. Y recordar, por supuesto, que las horas y los días se escurren, el tiempo es imparable y la vida es muy breve.

  Las personas, no hace falta decirlo, envejecen. Los metales se oxidan. El fuego se consume. Las horas se suceden sin posibilidad de marcha atrás. El tiempo, en fin, no solo fluye hacia adelante (lo cual es obvio para cualquier ser humano sin dejar de ser un misterio para el que carecemos de respuesta): se nos presenta, además, como una puerta que, inevitablemente, tenemos que cruzar sin saber lo que nos aguarda detrás. Ni siquiera cabe la posibilidad de aferrarnos a un presente que se desvanece y a un pasado que ya es puro recuerdo.

  Así, a lo mejor, entenderemos al otro, superaremos el miedo. Porque no basta escuchar al otro con interés: hay que escucharle con afecto. Si perdemos la concordia, ahora que las emociones contagian como un virus, caerán las pocas estanterías que aún no han caído. Estamos, pues, en la disyuntiva del asilamiento o el virus. Del goce o la vida. La pérdida, en cualquier caso, es inevitable. Porque el miedo surge cuando existe una posible amenaza a nuestra supervivencia. Pero la vida regresa en cuanto tiene una oportunidad. Y eso nos ha abierto los ojos: no somos imprescindibles.

  ¿Podemos hablar de vida en los seres humanos sin hablar del goce de los cuerpos? ¿No es acaso cada elección crucial de la vida una elección forzada en medio de una encrucijada? ¿Cómo podríamos entonces no entender a quien, en la encrucijada de caminos, apostara al “todo o nada” arriesgando la vida, y se aventurara en una maniobra desesperada por conservar tanto el goce como la vida? ¿Es una apuesta suicida una apuesta a vida o muerte, la nuestra o la de los seres que nos rodean? Los seres humanos siempre estamos cambiando de máscaras. Siempre tenemos puesta una de nuestras muchas máscaras.

  Muchos de nosotros navegamos por nuestros caminos para presentarnos, sin revelar quiénes somos realmente. Escapar de la derrota es muy difícil, porque la angustia se confunde con la devoción, se mira al presente con una memoria perdida en la urgencia que roza con la locura, el desafío de sobrevivir. El miedo, al fin y al cabo, ha recobrado el prestigio que tuvo en la antigüedad, cuando se leía el porvenir de la especie en las entrañas de los patos. O en los ojos de los búhos que vigilaban (y vigilan) la noche. El ojo divino es hoy un microscopio digital. Y las mascarillas nos han quitado las sonrisas.

  La luz otoñal, tan bella y melancólica, tan dorada y reposada, nos amenaza con la incertidumbre, que es lo contrario a la seguridad deseada (o buscada). Y se alía con el miedo. Esta luz otoñal de hogaño nos traiciona en su laberinto de engaños. Acaso la peor traición es engañarse a uno mismo. El miedo, en cualquier caso, tiene muchos campos semánticos, tantos como los referidos al horror, al terror, al pavor, al pánico o a la incertidumbre. Y es una sensación inherente al ser humano.

  Quienes iban a moverse rápido han vuelto a quedarse petrificados. Es otoño, en efecto, y donde debía haber estrategias claras, escenarios previstos y recursos preparados encontramos lo habitual, o sea, un nervioso zafarrancho. El otoño ha doblado la esquina con su bata de cuadros, sus narices rojas, su pipa, su gramófono girando y la misma alfombra de hojas secas al paso de los colegiales. El otoño es un señor antiguo, no viejo como el invierno, con su barba blanca y su brasero, su caldo de pollo y su manta en las rodillas. Esta nuestra ciudad inmortal se pone de color amarillo dorado y todo tiene sensación de pérdida, de adiós, de que se va un cachito de felicidad.

  Como pollos perdidos en el corral vírico, el otoño nos ha pillado desprevenidos y en pantalón corto. Acaso el hombre, con mayor o menor goce, es torpe; acaso la vida, corta, y acaso el planeta, pequeño. Los planetas no dicen absolutamente nada. Hablamos las personas, desde nuestra inteligencia razonadora. Ahí está el virus. De la libertad solo nos protege la libertad. Sin fronteras. Los tapones, no lo olvidemos, provocan explosiones.

  Una sombría luz de recuerdo ilumina la ciudad, ya digo, y las hojas muertas hablan en susurros de los felices días idos, añorando sonidos e imágenes que ya no volverán, a modo de bloque intacto de un cataclismo azul oscuro, casi negro. El miedo es algo que nos ha igualado a todos. Y la confusión lo arrastra todo como baja el barro por la rambla. Porque las certidumbres más arraigadas, los axiomas de apariencia más fiable, se deshilachan con gran rapidez. ¿Tenemos que seguir haciendo surf sobre las olas, aunque todavía no sepamos con qué nos vamos a encontrar cuando baje la marea?

  De arriba abajo, o de abajo a arriba, ya murieron los lirios en este jardín perfumado y ya no escuchamos el lejano eco de la luna ni el tumulto de los gestos presentidos. El silencio y la soledad se cruzan con el cierzo y la noche. Esperamos en vano conforme añoramos que vuelva el estéril árbol de la otoñal hoja caída a la verde ilusión de los mejores días.

  Entretanto, más allá de que el viento aúlle sobre la torre de la Magdalena (gira, veleta, gira), seguiremos hablando del niño prisionero de las arañas, del poeta tímido que parecía recién llegado de las montañas, del quiosquero de la esquina que soñaba con ser cineasta, del panadero de la otra esquina que siempre se sintió escritor o del hombre que (no) pudo reinar.

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