Verano del 20 / Daniel Arana


Por Daniel Arana

 

Vendrán más años malos 
y nos harán más ciegos
(Rafael Sánchez Ferlosio)

 

    Volvimos del verano, hace ya una temporada, a nuestros hogares principales.

     Por verano, en sinecdótico desliz, me refiero a esas últimas vacaciones de agosto que, en otro tiempo, devenían en una recarga de energías para el año laboral. Evidentemente, este tiempo pandémico –y poco celeste, con permiso del poeta- ha sido incomparable, sobreviviendo con esfuerzos a un estío que protagonizaban –aún lo hacen- tres problemas y ninguno pequeño: un virus que sigue devastando a su antojo, el atolondramiento de un enorme sector poblacional y, por último, pero no menos importante, la terrible impericia política en la que anda sumida España.

    Ese virus -cuyo nombre técnico se torna ya pesadillesco, por machacón-, la dichosa COVID-19, sigue haciendo de las suyas por doquier, mientras perdura, en sede parlamentaria, un cotidiano sainete de mercadillo viejo, incluyendo la tocata y fuga del emérito, que ha demostrado la ingrata parodia de país en que hemos devenido. De la misma forma que agradecemos el sentido del humor a los negacionistas del virus, terraplanistas y demás fauna en francas horas bajas, es inevitable rememorar a Bernanos diciéndonos que «los verdaderos enemigos de la sociedad no son los que ella explota o tiraniza sino los que humilla». Hoy somos nosotros los humillados por la clase política.

    Es cierto que un país, per se, siempre contiene brutalidad, pocos simbolismos depurados y un cierto desbarajuste. Pero lo que es, de todo punto, insoportable, es que los vocingleros vivas a un sinnúmero de cosas –dependiendo del partido- nos hayan conducido a pensar que la política no sirve para nada. El pueblo es hoy una suerte de formación militar que espera, bien cuadrada y en el patio del cuartel, mientras los oficiales de turno discuten el orden de parada. Alrededor, muertos y contagios que siguen proliferando. Diecisiete descontroles ante la que es, evidentemente, una segunda ola del virus, mientras todo lo que preocupa a unos es, con pueril tacticismo, la voladura legal (¡a buenas horas!) de los vestigios de la dictadura. Para los otros es lo contrario: agitar la bicha eterna de los enemigos de España. Esto es, nada que el demos entienda ya a estas alturas.

    Olvídense de la nueva política y sus nuevos populismos. Su papel en el mundo es pasajero, aunque sirvan para un fin temible: convertir a los partidos clásicos en pobretones cautivos, en insignificantes vasallos de tamaños hidalgos. El ejemplo palmario serían Sánchez y Casado, repitiendo modos y maneras, cuando no directamente mensajes, que se dirían extraídos de los sonrojantes partidos de Iglesias y Abascal. Ha sido necesaria una pandemia espeluznante para que veamos sus indudables rostros. Y yo les pido a ustedes que convengamos para ellos una retirada no demasiado humillante, pero retirada, al fin y al cabo. Digamos a esa quimera llamada nueva política que sólo son algo peor que la viejísima política. Soñemos con que la Historia recuerde épocas claras, no falsas victorias y fragmentos para el bochorno. Dejemos de entender como normalidad el vacío de este atardecer dominguero en que ha devenido la política salida de aquel lejano 1978. Que los políticos de este país que aún no han perdido sus pocos principios puedan decirles a estos deshonestos peregrinos, como Debré a Barre desde su escaño: «¡Haga usted política!». Ese grito era, no por nada, una sabia conseja, casi un rezo, para salvaguardar lo que quedaba de la Francia libre.

   Mientras tanto, y en otro orden de cosas (aunque sea el mismo), los docentes se encuentran a su regreso vacacional con algo que, si bien no hallan sorprendente, sí tiende a resultarles incómodo: que no sólo no hay nadie al timón de la educación pública en este país, sino que, además, semejante cosa como la educación de los más jóvenes se deja al albur de esa cosa informe, ese encomiado destrozo que alguien dio en llamar Estado de las autonomías, célebre por habernos expuesto a líderes y lideresas no menos ineptos e ineptas que los de instancias políticas superiores. Sabíamos ya, muy a nuestro pesar, que la ministra de Educación era una suerte de calamidad de magnitudes insospechadas, pero no que también estaba dispuesta, por idénticos y calamitosos procederes, a enviar a los docentes a un matadero que es indiscutible.

   Entiendo que ustedes, al leer estas líneas, me crean enfadado. Aciertan a medias, pues sólo estoy sorprendido de que algunos, a su vez, se sorprendan de la debacle. Tanto es así que apenas les reste añadir, como hiciera Goya en sus grabados, un ¡así sucedió! o ¡quién lo creyera! Sí, sorprendido y algo resentido. Porque tengo que entonar un mea culpa y eso siempre es irritante: me acuso de haber sufragado algo que es todo accidente y nada sustancia, aunque no sea el único. Es más, quizás este sea el resultado más esclarecido de lo que habitaba en las palabras de aquel lúcido Lacan, dirigiéndose a una despistadísima turba sesentayochista: «la aspiración revolucionaria es algo que no tiene otra oportunidad que desembocar, siempre, en el discurso del amo […] A lo que aspiran ustedes, como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán». Ese era el cambio que muchos estaban buscando y que hasta a mí, en una brevísima, ridícula reminiscencia del pasado, me esperanzó. Aún no era consciente de que la partitocracia es casi tan nefasta para la libertad como la peor de las dictaduras.

    En fin, lo que quiero decirles a ustedes es que el amo, en una situación cotidiana, es más o menos llevadero, que nadie se llame a engaño. El problema es que a todo eso hay que añadirle una pandemia y una crisis económica y social de cuya solución nadie parece querer hacerse cargo con arrojo y sin discursos yermos. Hay aquí algo que, mucho me temo, vino para quedarse e, inconscientemente, volver a recordarnos a todos que tenemos la peor especie política –o una de ellas- de Europa. Un gobierno infausto, una oposición aciaga, como igualmente aciago me resulta el servilismo de su militancia, y, eso sí, unos estipendios cada vez más descomunales que le cuestan al contribuyente no pocos sacrificios. 

   Sé que redundo, de forma idéntica a otras columnas anteriores, en cosas que he dicho ya, pero no quisiera despedirme de ustedes por ahora sin hacerles una propuesta. Dado que este verano de 2020, y todo cuanto lo rodea, ha venido disfrazado de pandémico holocausto, dado también que ya sabemos que nos han dejado solos del todo ante el peligro, permítanme lanzarles desde aquí algo que no es, en absoluto, consigna sino abatido recado: cuídense para cuidarnos a todos, que la responsabilidad ante la catástrofe sanitaria ya es únicamente de carácter individual. Evitemos que la mejora de este espanto pase, como ocurrió en marzo, por aplicar una ingente cantidad de restricciones. Esto es, de la única medida que el inteligente consejo público supo valerse por su propia incompetencia. Colaboremos para que feliz entrada del otoño no sean sólo palabras sino hechos. 

    Mal que les pese a ellos

 

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