Memoria de las depuraciones / Guillermo Fatás


Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza 
Asesor editorial del Heraldo de Aragón
(Publicado en Heraldo de Aragón) 

    Laín Entralgo llamó «atroz desmoche» a la depuración de los profesores universitarios llevada a cabo por el franquismo. Acertó en su calificación. Sabía bien de qué hablaba.

     La guerra civil trajo no miles, sino -literalmente- decenas de miles de depuraciones, término que debe referirse con preferencia a los funcionarios y empleados públicos. Debe recordarse que el término depuración abarca un sinfín de situaciones y que no todo depurado fue objeto de sanción: muchas personas sometidas a un proceso depurador salieron indemnes, por el motivo que fuese, y no fueron pocos los que recibieron sanciones leves, como suspensiones de empleo por un cierto plazo o multas asumibles, más bien destinadas a subrayar quién tenía la sartén por el mango. María Moliner perdió, creo recordar, dieciocho puestos en el escalafón bibliotecario; y el físico Juan Cabrera fue pronto repuesto (1942) en su cátedra, designado decano y, luego, rector de la Universidad de Zaragoza, cargo que ejerció casi tres lustros y en el que lo traté largamente.

   Hubo también no pocas depuraciones con sanción considerable o efectos dramáticos, por ser motivo de exilio o retiro voluntario

   El método fue ubicuo. Según disposiciones de agosto y septiembre de 1936, los docentes que fueran, primero, «notorios enemigos del Régimen (sic)» (22 de julio); luego, «no afectos»; o (27 de julio) que colaborasen aun «indirectamente» con la subversión debían ser castigados y apartados del servicio. La gradación punitiva iba desde la separación del servicio, con pérdida aneja de todos los derechos, hasta quedar cesante y a disposición de la autoridad ministerial.

   Fueron, así, destituidos 4.575 maestros -en su mayoría, mujeres- y expulsados del escalafón de la Universidad, o impulsados al exilio para salvar sus vidas, muchos próceres del talento. Entre ellos, ilustres republicanos, como los historiadores Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro, el hacendista oscense (y azañista) Agustín Viñuales, el excavador de Altamira Hugo Obermayer, el filósofo y jurista Luis Recaséns Siches, el iushistoriador Alfonso García-Gallo, los filósofos José Ortega, Xavier Zubiri (destituido en 1937) y García Morente (que narró su tragedia con detalle) o el afamado pedagogo Luis de Zulueta.

Personas e instituciones

   Fueron también depuradas instituciones como la cajaliana Junta para Ampliación de Estudios, creada en 1907 y emanación de la Institución Libre de Enseñanza. Rosalía Crego hizo la lista de sus vocales ‘depurados’: Casares Gil, Juan de la Cierva, el exministro y fundador Amalio Gimeno, el aragonés Inocencio Jiménez, Luis Marichalar, José Marvá, Gabriel Maura, Sánchez de Toca, Jacobo Stuart Falcó, José María Torroja, Juan Zaragüeta, José Castillejo (autor de ‘War of ideas in Spain’, publicada en 1937, tras ponerse a salvo en Inglaterra).

   La hoy resurrecta Residencia de Estudiantes, que fue lar de Lorca, Buñuel, Dalí, Pilar Bayona y una larga nómina de jóvenes españoles, creadores brillantes, estuvo en tal peligro que su director, el activo Alberto Jiménez Fraud, hubo de lograr protección diplomática para la entidad, que exhibió dos banderas extranjeras para mantenerse a salvo de semejante vendaval: era trágico verle conceder refugio y extraterritorialidad a Menéndez Pidal, Pablo de Azcárate, Dámaso Alonso, Prieto Bances u Ortega y Gasset, algunos con sus familiares. Casi sobra decir que los locales de la Residencia acabaron ocupados ‘manu militari’ y dedicados a rudos menesteres castrenses.

   Algunos de aquellos sabios fueron asesinados: Silvela Loring, el arabista Martínez Antuña, el historiador Julián Zarco, el filólogo Rufino Blanco, a sus 75 años, el historiador Gonzalo Viñes, el ingeniero Jorge Loring, el arqueólogo Fidel Fuidio, discípulo de Obermaier, el historiador de la Iglesia Zacarías García Villada, Álvaro López Núñez, especialista en educación de sordomudos, José María Susaeta, naturalista y fisiólogo…

   El sistema era expeditivo: en principio, suspensión automática de haberes y funciones a los sospechosos. Para reintegrarse al servicio y a los respectivos escalafones era preciso, según se decretó el 27 de septiembre, «acreditar su lealtad al Régimen» (sic) «cualquiera que sea el Cuerpo a que pertenezcan, la forma de su ingreso y la función que desempeñen, ya se trate de funcionarios del Estado o de empleados de Organismos o Empresas administradores de Monopolios o Servicios públicos».

   A alguno se le hará raro que ese régimen fuera el del Frente Popular y que los decretos mencionados llevaran las firmas de José Giral o Francisco Largo Caballero, y Manuel Azaña. Así fue.

   Laín tenía razón: Franco mandó hacer un atroz desmoche en la Universidad. Pero en modo alguno fue el único en desmochar: tuvo dónde aprender y superó a sus maestros.

    El reciente libro de Ángel Cristóbal (Mira Editores), testigo veterano de la historia posfranquista, apunta en su título hacia una explicación en la que muchos preferiríamos no creer: ‘La incapacidad política española’. En días en que el Gobierno veta al rey para satisfacer al separatismo, cabe la duda.

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