Que siga pasando el tiempo  / Daniel Arana


Por Daniel Arana

    Decir que el tiempo pasa implementa un dispositivo semántico que consiste en pensar una discontinuidad, articulándola a una misma continuidad de referencia.

     Este funcionamiento va de la mano de una débil alteridad entre los términos que constituyen dicha discontinuidad que debe ser, además, reformulable como tal continuidad.

    Sólo se pueden subrayar las afinidades entre las respectivas propiedades del paso y el tiempo, que se encuentran en multitud de giros: paso mi tiempo diciendo, debemos dejar pasar el tiempo, nos hace pasar el tiempo… así como en la palabra compuesta pasatiempo. Y, en el mismo orden de cosas, si lo pensamos, somos conscientes de que lo que pasa con el tiempo pasa también porque la cosa/tiempo pasado, como pueda ser el dolor, ya no existe. Es a través, entonces, de ese paso que la cosa/tiempo se manifiesta en tanto que tal, con todas sus propiedades fundamentales.

   Hay algo, por ejemplo, de un avión, como localizador de tiempo, que pasa (rápido) en el sentido de que un punto fijo inexplicado (una instancia subjetiva) es localizado por un avión/localizador de tiempo (una situación), un localizador considerado como parte de una clase que constituye una trayectoria. El equilibrio entre la localización y la no localización que permite el dispositivo puesto en marcha por el verbo pasar se evidencia en la emblemática expresión sólo pasaba por aquí, que sirve bien para ilustrar el uso de este verbo, donde se dice tanto cómo se está y no se está.

   Las propiedades del tiempo, el marco omnipresente (el punto de referencia de la continuidad por excelencia) y el hecho de que siempre se mide en la deslocalización lo convierten en un magnífico candidato para pasar. En el curso de los acontecimientos, la manifestación y la aniquilación se alimentan mutuamente y se organizan en una relación de antes y después que da sustancia a lo que llamamos tiempo. Con él, además, se pone de relieve el hecho de que la participación de un sujeto es consustancial a la representación del tiempo. La forma reflejada privilegia la relación del tiempo con la situación en la que un sujeto está involucrado en su actividad. Podemos tener así algo del orden del consumo de una duración inseparablemente ligada a la experiencia vivida.

    Cabe señalar, entonces, que pasar el tiempo puede ser una instancia subjetiva, y el tiempo es, de tal modo y manera, sólo el soporte para pasar. El valor pasivo no está lejos. En otras palabras: existe el Otro en el paso del tiempo y este Otro es el sujeto. En cambio, la forma simple reconoce al tiempo como autónomo, siendo el sujeto un punto de observación que constituye una discontinuidad mínima que no afecta jamás a la continuidad primaria dada como característica del tiempo. El sujeto es testigo del movimiento del tiempo: sólo puede presenciar este desplazamiento, sin ninguna interferencia real. A partir de entonces, ya no se tendrá consumo, sino pérdida, para ponerse al día. Lo que pertenece a la urgencia, la expresión más utilizada para referirse al hecho de que uno no lo ha visto pasar. Esto pone al sujeto en la posición de un testigo indefenso, con el tiempo siendo recordado a su conciencia como una exterioridad.

   Pues bien, el Pollo Urbano ha visto pasar el tiempo, en su propia indefensión, de doscientos números en digital, desde que se incorporase a Internet a finales de los años noventa. Ha sido testigo y uno podría decir, habida cuenta de la frescura de sus editoriales, que, a la vez, no lo ha visto pasar. Su urgencia no ha sido la libertad, ¡maldita sea! ¡El Pollo Urbano inventó la libertad hace más de cuarenta años, cosa muy distinta! O, al menos, para no exagerar en exceso, la suya propia.

   Después de la pandemia de la Covid-19 (mejor dicho, todavía mientras la pandemia), el brutal colapso del orden social tradicional ha producido un descenso en las libertades individuales (que son las verdaderamente fundamentales, pienso, frente a las colectivas). Parece que, si la cosa no cambia, este va a ser el caldo de cultivo en el que se desarrollará la realidad durante la próxima década, al menos. Por tanto, no queda más que enarbolar, y cuanto antes, la defensa acérrima de las libertades, desde el principio, como un instrumento de progreso, nuestra brújula en cierto modo.

   La sociedad se enfrenta a un perverso paradigma: como consecuencia de un virus desconocido, del que la mayoría del mundo está exento de culpa (olvídense ustedes de quienes apuntan hacia esa bobería de que esto lo hemos hecho todos, que no deja de ser una excusa para evitar depurar responsabilidades con quien sí las tiene, empezando por el fiero régimen de Pekín y la exacerbación de un globalismo totalizante, en cierta forma de turismo masificado), las libertades de todos están en juego.

    El mundo se ha revuelto y decide castigar sus propias frustraciones derribando estatuas de intelectuales, asolando comercios o exigiendo que se censure a quien resulta discorde con la tiranía del establishment. Es decir, de nuevo evitando, como siempre que estalla una revolución amorfa como ésta, que los verdaderos culpables sean, al menos, expuestos ante la palestra.

    ¡Cuánto mejor nos iría si, en lugar de derribar estatuas de escritores manchegos cuya obra nadie –siempre y cuando la hayan leído- estaría dispuesto a cuestionar o primeros ministros ingleses que han luchado contra el fascismo, lo hiciésemos con los tiranos de carne y hueso que todavía campan a sus anchas por medio mundo! ¿No sería mejor echar abajo, por ejemplo, los cimientos del castrismo y cualquiera de sus penosos símiles en Latinoamérica, de un Nguyễn Phú Trọng o, sin ir más lejos, los de Putin? ¿No habría que frenar, de una vez por todas, las ansias totalitarias de Orbán, Bolsonaro o de cualquiera de los pequeños sátrapas de Oriente? Sucede incluso, si me apuran, en nuestra baqueteada España, donde deberíamos explicar a esos trescientos cincuenta próceres linajudos, sentados en el Congreso de los Diputados, que, si están allí gracias a nosotros, también pueden dejar de estarlo por lo mismo.

   Defender la libertad no es, insisto, destrozar una estatua de un Nobel de literatura sino que significa, entre otras cosas, blindarse cada uno frente al recorte de libertades. Quienes suponen un verdadero peligro para la libertad son los líderes políticos del mundo en estos días aciagos. Pero defender la libertad no consiste, como piensan algunos, en indicar al resto, sabe Dios bajo qué autoridad moral, las películas que tienen que ver o los libros que deben leer.

   Pues bien, ante todos estos paradigmas, el hecho de que hoy celebremos doscientos números de El Pollo Urbano en su edición digital nos obliga también (noble deber éste) a celebrar la libertad. Cualquiera que escriba en este baluarte independiente sabe que lo estará haciendo sin recibir ni un sólo tijeretazo censor. Y es que lo que está en juego ante el nuevo arquetipo sociocultural y político que se avecina, después de la pandemia que ha segado y siega todavía miles y miles de vidas, no es, pues, tanto el derecho a hablar del Otro como nuestro derecho a escucharlo, o más bien la cuestión de que un gobierno no tiene derecho, bajo ningún concepto, a decidir quién puede o no puede ser escuchado.

     Así como debemos oponernos a que exista una verdad de estado, es evidente que no existe un director de conciencia oficial. Libertad es la consecución de un mundo en el que desaparezca algo o alguien lo suficientemente poderoso como para tener la capacidad de ahogar las voces de los participantes en el debate público. Libertad es que jamás un gobierno pueda decidir qué es una verdad aceptable, y así como no tiene autoridad para declarar quién es un actor aceptable en el debate público, tampoco la tiene para proclamar cuál es el equilibrio adecuado entre los diferentes actores del debate público. La metáfora del ahogamiento no es más que una metáfora, y una, en particular, bien engañosa. Por supuesto, si uno impidiera literalmente que el público escuchara las voces de los demás -por ejemplo, bloqueando las ondas o comprando toda la prensa o la televisión- habría algo de verdad en esta objeción.

    Pero eso no es lo que aquí se debate.

    Claro que existen los discursos dañinos y que éstos pueden, admitámoslo, distraer la atención de otros discursos, así como, por ejemplo, una película de aburridas persecuciones o la pornografía más anodina podría distraer nuestra atención de «Lo que el viento se llevó» o «Centauros del desierto». Pero todos estos desafortunados efectos dependen de la intermediación mental y, por lo tanto, van más allá del poder del estado. El mejor mecanismo de la libertad es no tener ninguno. No tener necesidad de ninguno. No limitarse. Restringir la libertad de expresión de ciertos elementos de nuestra sociedad para dar más espacio, o más peso, a algunas voces -sobre las otras, se entiende- sería como quemar un bosque entero porque existe un mosquito que molesta, en él, a los viandantes. Hay que asistir, en todo caso, a quien habla, y nunca restringiendo, para conseguir tal cosa, el habla del Otro. La parte mayoritaria de las palabras nunca elimina la palabra, o si lo hace, lo hace por mediación mental, es decir, por convencer.

   Exigir y luchar por y para que haya más discurso no es un desincentivo para el ejercicio de la libertad de expresión, sino todo lo contrario. Tenemos el deber de ser voluptuosos de la libertad a todos los efectos.

    Así que benditos Dionisio y Carlos, y cualquiera de los que hacen –lectores incluidos- que funcione El Pollo Urbano. Brindo, de alma y corazón, por que siga pasando el tiempo, por otros doscientos números más, como mínimo, que serán siempre sinónimo de doscientas libertades, no administradas con el cuentagotas de los burócratas y los comisarios políticos sino en turbión, como una cascada, final del camino después de una larga y calurosa andanza.

    Mientras tanto, salud y buen verano para todos.

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