Cien días y una larga noche / Paco Bailo


Por Paco Bailo L.

    Febrero suele ser un mes corto, a veces se le cuela un día de más, pero marzo… A marzo esta vez le salió un apéndice inesperado, inusitado, indefinido, insospechado, inacabable.

    En febrero nos cruzábamos un rápido “buenos días” a la puerta del ascensor, ese apunte cortés y obligado durante el trayecto, “parece que aún refresca…”, no sabía tu nombre ni, seamos sinceros, necesidad tenía. Cogía el pan y la prensa como un acto cotidiano e insustancial y, aunque gustaba de la charla en la acera y la búsqueda entre los edificios de la luna para disfrutar del ritmo de sus grosores, me volvía raudo a mis quehaceres.

    En febrero ir al mercadillo no aportaba grandes sensaciones, desconocía el nombre de la frutera o del carnicero y las pechugas del pollo, rural o urbano, solían ser a la plancha, sin más alharacas ni pelendengues. El parque por ahí andaba, las ventanas se abrían para airear y las persianas se bajaban para ahorrar el ruido. Y sí, este año el último sábado de febrero era veintinueve, una curiosidad con aroma a próximas olimpíadas con sus inherentes sesiones veraniegas de sofá.

    Llegó el uno de marzo con la noticia de la muerte de Ernesto Cardenal. Me hizo recordar cuando, poco más que un crío, mecanografiábamos con cuatro calcos sus “Salmos” antisomocistas para repartirlos y gozarlos, aquí estaban censurados. Tuve el gusto de hablar con él años después y estas últimas navidades me regalé su “Poesía completa” tan finamente recién editada.

    El miércoles siguiente pasaba por el Instituto Francés Laetitia Colombani, que con “La trenza” vendió a porrillo y pudimos charrar de “Las vencedoras”, historia de mujeres tan seductoras como invisibles. Ese sábado disfruté de las cuerdas sabrosamente tañidas por Javier y su hijo Mario Mas. ¿Qué habría sido de Cohen, de Mª del Mar Bonet, de Julia León, de Carlos Cano sin los laúdes de Javier?  O ¿qué hubiera sido del “Currucucú paloma” de Silvia Pérez Cruz sin la guitarra de Mario? El domingo nos dejó Luis Racionero en cuyos “Textos de estética taoísta” nos abrevábamos en aquellos dulces y románticos setenta.

   El doce de marzo me esperaba en Antígona el viejo comic “Agripina está confusa” de Claire Bretécher, más socióloga que historietista con su crítica a la izquierda acomodada que nos había dejado también hacía un mes.

    Y el extraño huésped que se presentó ese fin de semana hizo que cruzarnos en la puerta del ascensor se convirtiera en una aventura. Ahora me sé tu nombre y el de tus hijos y nietas, hemos cambiado torrijas con canela por sopas de letras, llamada telefónica por recomendaciones de libros, un puñado de cerezas por un rato de imprescindible conversación.

   Ir a por la prensa y el pan exigía demorar la escapada para disfrutar del sol y desear un encuentro, conozco los gustos televisivos del carnicero y los denuedos de la frutera para sincronizar horarios con sus hijos, la luna estaba prohibida desde mi ventana por más que izara mis persianas y mis quehaceres me importaban un bledo.

    Las pechugas del pollo, rural o urbano, son todo un campo de experimentación y un mundo de posibilidades. La tele, como siempre, mejor no verla. De repente los viejos vinilos acariciaban de nuevo el pasillo y evocaban recuerdos de aquel mundo que creía inocente cuando los himnos hippies le enseñaban al capitalismo cómo seguir destrozándolo todo y la mafia multinacional estudiaba sofisticadas estrategias para llegar más allá del mango de la sartén.

    Y la tarde que pude acercarme al parque… ¡Qué inefables olores, texturas y trinos! Encuentros enmascarados, los balcones abiertos de par en par, la calzada huérfana de ruidos y tubos de escape, los semáforos absurdos, las miradas entre glotonas y en guardia, demorando el paseo, como cuando nos dejaban un rato más de recreo.

    Por supuesto no espero ninguna respuesta atinada del personal que corta el bacalao, la sensatez no es lo suyo, es lo nuestro. Pero he puesto nombre a un vecindario que guisa, lee y canturrea como yo. Con la cazuela y la sartén se ha dado una amistad imprevista, los libros han ido de rellano en rellano y los teléfonos que nos hemos pasado siguen en marcha.

     Me sigo sintiendo parte de quienes se han ido y me apetece estar más cerca de los que seguimos tras esta larga noche buscando la luna entre los tejados, esperando que al amanecer haya pan y prensa, de vez en cuando pollo, rural o urbano, y que el par de cosas que he aprendido o confirmado no se me olviden.

     De abril, mayo y junio os hablo otro rato, si gustáis. Para julio mis mejores deseos. Y salud.

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