
Por Natalia Asunción
No sé si Carlos, el director de la Ibercaja de debajo de mi casa estaba aburrido cuando conversé con él la primera vez. O desesperado.
Hace diez años los bancos necesitaban vender todos los pisos que habían embargado.
La cuestión es que entré a su oficina y le abordé con un: “Hola, mira. Yo antes era rica y ahora soy pobre, Actualmente cobro cuatrocientos euros al mes trabajando dos días a la semana. Creo que mi madre tendrá dinero para pagarme la entrada. Necesito comprarme un piso”
Ni llamó a seguridad ni me echó de la oficina educadamente. Me sentó en su mesa y nos pusimos a hacer cuentas.
Dos meses después tenía este piso.
Tuve que esperar dos años hasta que encontré mi trabajo actual para poder venir a vivir aquí.
Al principio, con toda la ilusión que tenía y sin un euro, la decoración, como me dijo una amiga, parecía más bien de un hippie puesto hasta arriba de chocolate. Poco a poco le he dado forma. Ahora ya, me encanta.
Actualmente vivimos dos gatas, Vio (mi pareja) y yo…tampoco cabemos muchos más.
He podido construir algo gracias a esta casa…gracias a la decisión loca de abordar a un director de banco con total sinceridad.
Pero este “golpe de suerte” no lo ha tenido mucha gente.
Muchos de mis amigos siguen en pisos compartidos con más de cuarenta; incluso de sesenta años.
Es un tema muy serio. Sin un hogar, sin un refugio propio; es muy difícil crecer como persona. Nuestra constitución lo tiene en cuenta, es uno de los derechos que nos han ido robando.
Roban la ilusión de los jóvenes de constituir un hogar, de los más mayores de descansar y de los de mediana edad de respirar…
Una auténtica devastación de nuestros derechos.