Mi alma aragonesa (I) / Encuentro en San Sebastián


Por Max Alonso

    Reconozco que últimamente he vuelto a leer El País.

     Lo leí durante toda su vida, hasta que Juan Luis Cebrián, su fundador y muñidor, se empeñó en destruirlo después de estar considerado el mejor hecho y más objetivo de España, con importante diferencia de los siguientes, cuando llegó la crisis a la prensa y, como consecuencia de su ambición, se envolvió en el desastre económico, por su empeño en hacerse con la propiedad de Canal Plus, cuando ya era el que la controlaba.

    Contó con Antonio Caño para llevar adelante su tarea torticera de convertirlo en un periódico de derechas, sin apreciar que ya había muchos. Para este empeño, actuando como un colérico Nerón, que se creía el amo del Imperio para doblegarlo a su antojo, acabó con las mejores plumas con las que contaba y lo convirtió en erial contradictorio, que tantos lectores abandonamos. Ahora he vuelto a él, cuando lo dirige Pepa Bueno, que, después de una intensa dedicación profesional en la radio y la televisión, corona su carrera nada menos que como directora del diario, que ya fue el señero en el último cuarto del siglo XX. La última vez que la vi fue compartiendo escenario en el zaragozano Teatro Principal.

    Mientras, Juan Luis Cebrián, en el disfrute de la senilidad o de otra enfermedad, la que sea para la que toma pastillas, y de que ahora Antonio Caño le tiende la mano, se ha refugiado en el panfletario y bulero The Objective. Hay que ver los espectáculos que los años nos deparan. Con personajes que lo fueron y ahora se mueven entre la senilidad y la codicia, dando pasos lastimosos, como los de Felipe González o, el todavía más reciente y vergonzoso, de Joaquín Leguina. O él, siguiendo los pasos inseguros y tortuosos de su predecesor y Bautista, Fernando Sabater, seguido de su lazarillo Felix Azúa o los desvaríos de Jon Juaristi, con sus movimientos pendulares de un extremo, al contrario. Coinciden todos ellos en criticar los cambios de Pedro Sánchez sin advertir los suyos propios, que como los de los dinosaurios, que no se han extinguido, son mucho más colosales. Reviven aquellas palabras del evangelio: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

   Sobre lo que he dicho y, para reafirmarlo, tengo que recoger la última escaramuza, la última bufonada de Juan Luis Cebrián, que supera a sus ídolos Pablo Casado, que se leyó una vez el diccionario y entresacó todos los insultos para dedicárselos en letanía al presidente, vinieran a cuento o no, pero ya valía saliendo de su boca. Que luego cayó ajusticiado por la espalda por la presidenta de Madrid, por querer saber qué estaba pasando. Que sin que mediaran responsos, a la espera de mejor ocasión o el 2 x 1, fue proclamado por todos los varones el nuevo líder, el moderado Alberto Núñez Feijoo, que en vuelo rasante sobrepasa a Vox, sin pestañear. Mientras él vomita sobre el presidente Pedro Sánchez las últimas páginas del periodismo del insulto y la descalificación, que solo admiten una expresión: Que se meta en su sepultura y corra encima la losa: D.E.P.

    En mi inesperado regreso a El País, ahora que leo digitales, me encontré en el día de hoy, lunes de pasión política, cuando se espera la comparecencia del presidente, para salir de su laberinto de cinco días y volver a resurgir de sus cenizas, un amplio reportaje firmado por Elsa Fernández Santos, dedicado a José Luis Borao, figura de culto del cine español. En el mismo ejemplar de El País de este lunes 29 de abril de 2004, me he encontrado con otra referencia al cineasta, también aragonés, Eugenio Monesma. Ambas lecturas me han hecho sentirme inmerso en mi alma aragonesa. Alma, no en el sentido socrático, ni mucho menos en el cristiano, sino entendida como la forma de pensar y sentir que condiciona nuestra vida y que, a mí, se me asentó en mi larga estancia en Aragón. Por algo pasé allí tantos años, después de mis periplos profesionales por Madrid, Canarias, País Vasco, Aragón y Madrid, de nuevo, y otra vez Aragón, a donde después de marchar por dos veces regresé voluntariamente, como el obispo astorgano santo Toribio. Por si fuera poco, tres de las mujeres importantes de mi vida eran aragonesas y mi hijo es maño, de muy buenas raíces.

   A José Luis Borao le conocí, ocasionalmente, en el Festival de Cine de San Sebastián. Era por entonces, cuando yo había cumplido treinta años, director del Centro del Norte de TVE, con sede en Bilbao, y acudí al Festival, invitado, acompañado de mi primera mujer, Rosa María Artal. Nos lo encontramos una noche en su condición de productor, además de director, en tareas de operario, colocando carteles en unos paneles en el Hotel Cristina de su película Furtivos, que participaba en la competición. Le ayudamos en su tarea y comentamos los tres, entre otras cosas, la presencia en el Festival de un joven cineasta norteamericano, que participaba en esa edición y que se paseaba solitario por el Festival, en vaqueros y con camisa a cuadros, con toda la fuerza de su juventud, con pretensiones de comerse el mundo.

   Los tres nos equivocamos en nuestras apreciaciones. El cineasta era nada menos que Steven Spielberg, que allí presentaba Tiburón y que, en los años posteriores, se lo comió como autor de varias películas, de muy perfecta factura y saber hacer, de obras maestras y ejemplares como, ET, el extraterrestreParque Jurásico y más, hasta La lista de Schindler.

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