Por María Dubón
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Alargar la vida de un ser humano hasta los 100, los 150 o los 200 años es una crueldad desmedida, un desacierto, una estupidez.
Las investigaciones científicas para vivir más se nos presentan como un avance sin parangón. Pero quizá no todas las personas queramos perpetuarnos más allá de lo razonable o imprescindible.
A principios del siglo pasado, un hombre de 40 años era casi un anciano. Eso si había tenido la suerte de nacer en el seno de una buena familia y había llevado una vida cómoda. Pero si el hombre de 40 años era un obrero y había tenido una vida de esclavo, su decrepitud lo dejaba a un paso de la tumba.
Estoy a favor de que la medicina avance, de que vivamos manteniendo una salud aceptable. Pero me opongo a vivir 200 años, ni siquiera la mitad. Una persona con 200 años, pongamos que naciera en 1815, sería una persona triste, cínica, nihilista. ¿Cuánto no le habría tocado pasar? Guerras, crueldad, miseria, incertidumbre, tiranía, abusos… le habrían convertido en un ser indiferente, de piedra, alguien de dudosa ética.
La inmortalidad, que tan seductora les parece a algunos, a mí se me antoja una condena, un sufrimiento perpetuo. A pocos años que lleves en el mundo, enseguida descubres que este no es un buen lugar para quedarse. Por eso la muerte resulta necesaria para escapar de la fatalidad de la vida. Y aun en el supuesto de que esta vida fuera maravillosa, ¿no aburriría?