Por Eugenio Mateo
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Mi primera aproximación al universo escandinavo se produjo en la infancia. No levantaba acaso varios palmos del suelo y fue el cine el que me hizo reparar en un escenario que me atrajo desde aquellos días. Mi madre, mujer sencilla pero sabia, me llevaba a pasar tardes de invierno en la protectora atmósfera de un cine de barrio y en aquella pantalla blanca muchas de las claves que activaron mi imaginación fueron consecuencia directa de la magia que por ella se proyectaba. Recuerdo la película: “Los vikingos”, en 1958, dirigida por Richard Fleischer y basada en la novela homónima de Edison Marshall en la que el ojo necrosado de Kirk Douglas y la mano amputada de Tony Curtis tejían una historia de malos y buenos en la que la torpe iconografía del Hollywood de la época convertía a duros luchadores de la alta edad media en elegantes atletas con peluquero privado y al atrezzo de cotas de malla y esféricos escudos en disfraces de la mejor fiesta en Los Ángeles. Sin embargo, ésa historia despertó mi curiosidad infantil y los vikingos ganaron posiciones frente a indios o vaqueros, romanos y cruzados, piratas, soldados con Máuser o exploradores de salacot en un tea party en las fuentes del Nilo. El casco con cuernos ganó la partida en mis preferencias de héroes al sombrero tejano.
Años más tarde, en Catoira, en la céltica Galicia, la fiesta vikinga que anualmente recuerda las incursiones sangrientas de los drakkars por la Rías Baixas reforzó mi imaginario de hombres que con poco que perder y mucho que ganar escapaban de los amaneceres helados de su tierra en busca de la gloria de la muerte o de la recompensa de la vida usando el martillo de Thor y la sabiduría de Odín como una definición sin ambages de identidad extrema que provenía directamente de la niebla y la nieve. Para un muchacho meridional siempre resultaba sugestiva la cultura de un Valhalla al que sólo se accede con la espada en la mano en el momento de la muerte. Sin duda que esa épica de valor y sublime locura revistió ante mis ojos a los guerreros vikingos con el marchamo de inmortales. Casi cinco siglos de relación difícil entre Jakobsland y las tierras del Gran Norte. Largas travesías hasta Vinland. La mies ubérrima que crecía en las orillas del Mar Negro. Comercio y navegación. Poder y conquista con el sueño de una noche de verano.
El encuentro real con lo nórdico significó la sorpresa del sol de medianoche. Era en Finlandia, parte de la vieja Scandia, como llamó a estas tierras Plinio el Viejo. En el sur, la noche no guarda sorpresas en su negrura pero en el norte, el solsticio de verano presenta la ambigüedad de la luz en plena noche, como un milagro que subvierte realidad y sueño en un día perenne. Recuerdo que sólo a mi llegada bajé las persianas de mi cuarto; luego, en luminosos destellos en REM, dormía acariciando al sol desde mi almohada. Las llanuras de arena a través de bosques infinitos trajeron sabores a pepino y eneldo, a arenque y pan de sésamo. Los castillos medievales de Turku; los rebaños de renos en Lappland; el retorno a las páginas de mi juventud con Sinuhé, el egipcio, de Mika Waltari, el finés con alma milenaria; el Vals Triste de Sibelius; la sauna familiar en los sábados de Harjavalta; mi primer festival de jazz al aire libre en el parque de Pori, en julio de 1974, donde conocí por fin a Chuck Mangione. Seguía tras los pasos de los guerreros navegantes.
En Oslo, años más tarde, la inverosímil ingeniería naval de los vikingos me salió al paso en el Vikingskipshuset para llevarme, sin cabalgar las olas, en el drakkar de Oseberg camino de vuelta a las rías gallegas. Viendo su estructura se entiende que fuesen capaces de sortear las corrientes pero sobrecoge la indefensión del marinero en medio de la galerna. Pude pretender adivinar como rezaban a los nuevos dioses estas gentes y en la iglesia de Gol me pareció estar plantado ante una pagoda oriental, con un Odín reconvertido por el cristianismo que sin embargo no había perdido su capacidad para conocer el secreto de las Runas como lenguaje de los poetas. Vi a los lirios crecer en torno a la casa de Edvard Grieg, enfrente del mar, que le inspiraba tanto como para que su música tuviera alas para cruzarlo, convertida en un nuevo vikingo sin espada. Me viene a la memoria su relación con Henrik Ibsen: música y palabra juntas para siempre. De Ibsen, admiro a Nora, mujer que toma conciencia de no pertenecer más que a sí misma. Casa de Muñecas es un desafío al sexo del macho cabrío que en cine nos contó al oído el alemán Fassbinder.
No conozco mucho Suecia, apenas una corta visita en Estocolmo. El navarro Rafael Moneo dejó su trazo en el Moderna Museet, en el que algún ladrón que le gustaba el cine montó su particular Rififi para quedarse con algún Picasso sin pagarlo. He visto su frontera con Finlandia en el lago Kilpisjärvi, camino de las noruegas Islas Vesteralen pero el país nos refiere de nuevo a los vikingos, esta vez como hacedores de la primera obra literaria sueca, que usó la piedra para legar un hermoso mensaje de homenaje a la eternidad — (Y yo les digo a los jóvenes. Yo digo para recordar…)– La estela rúnica de Rök es poesía, por si alguien pensaba que los vikingos sólo sabían guerrear.
En España, en los años 60/70, la entrada de lo sueco supuso una revolución en toda regla. El concepto de lo sueco se podría concretar en lo “de las suecas”. A un país cavernario, endogámico en las costumbres y autárquico en las necesidades, llegan espléndidas valquirias con ganas de sol y en el intercambio, sol por sexo, nace una cultura que a los jóvenes de aquella época nos hizo confundir a suecas con danesas y a noruegas con finlandesas. Nórdicas, dijeron los expertos en comercio exterior. Los que sabíamos algo de inglés probamos suerte en el trueque tanto como hizo falta, aunque el verano disponía de suficiente aliciente como para no necesitar de idiomas, y la sangría, el baile y diversas circunstancias de la naturaleza humana no requirieron mucho más para el buen desenvolvimiento en el sutil arte del lance amoroso. Gracias a las suecas, algunos pudimos comprobar que el onanismo era poco refinado en comparación con el cruce de los cuerpos a la luz de la luna, e incluso a pleno sol. Supimos así que tenían claro el concepto de libertad y a nosotros, además de a la política, las hormonas nos inclinaban hacia la sexual. Bastantes españolitos sabían que el Sr. Nóbel era sueco; muchos, que Estocolmo es la Venecia del Norte, pero nadie de nosotros pudo profetizar el pacífico desembarco de Ikea que vendría años después del de las valquirias. Hoy, probablemente gracias a Suecia y a sus hembras, somos tan europeamente desinhibidos como cualquiera.
La literatura sueca se ha desarrollado en los últimos años especialmente en dos campos: la dedicada a la infancia y juventud, y la de novela negra o policiaca. La feliz autora de Pipi Langstrum, Astrid Lindgren, es reconocida universalmente. Los éxitos de autores de novela negra como Stieg Larsson, Jan Guillou o Lars Kepler dignifican sobremanera la llamada literatura popular. Por otro lado, la entusiasta labor de traductores y especialistas como Francisco Uriz o Marina Torres, están consiguiendo acercar al lector hispano la rica propuesta de los escritores y pensadores suecos. En otro orden de cosas no puedo olvidarme de mí mismo haciendo cola en el Cine Eliseos para ver “El Manantial de la Doncella” de Ingmar Bergman cuando al final nos dejaron verla los tipos de la censura esquizoide que todavía decidían por nosotros aunque hubiese muerto el dictador.
Si pensamos un poco, la Scandia de la que habló Plinio y la Escandinavia actual nunca han estado muy lejos de nosotros, los sureños. Habrá que atribuirlo a los viejos vikingos que ensancharon el mundo pese a su fama, o al sentido de lo práctico que concede el sol de medianoche.