Política de cuentos / Guillermo Fatás


Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial del Heraldo de Aragón
Publicado en el Heraldo de Aragón

   Circula mucho un decálogo sobre la manipulación informativa atribuido a Noam Chomsky, supuestamente extraído de un libro suyo titulado “Armas silenciosas para guerras tranquilas”. El título no es inventado, pero no es del filólogo y polemista norteamericano. En su currículo editorial cuento ciento seis volúmenes hasta el más reciente (de octubre pasado, sobre Palestina) y no veo esas “Armas…”.

 

    Ese decálogo se presenta como la deducción de un secreto recetario que los “poderes ocultos” usan para conseguir sus torcidos fines. ¿Qué reglas sigue el mal para manipularnos? Ejecutar sus planes inicuos poquito a poquito, disimular el objetivo principal suscitando vistosas distracciones, crear problema para ofrecer soluciones que refuercen el propio poder, manipular los sentimientos mejor que cultivar los argumentos, infantilizar al público; y, así, hasta diez. Astucias tan elementales están al alcance de cualquier mediano caletre a poco intuitivo que sea y distan de ser la piedra filosofal. Los griegos y los romanos estudiaron estos recursos de la inteligencia de forma insuperada. Hemos avanzado algo en los porqués, con ayuda de semiólogos, neurolingüistas, teóricos de la inteligencia emocional y de los lenguajes no verbales y otros sabios. Pero nadie a superado las habilidades de los grandes comunicadores clásicos. No hablo de “cultura”, sino de eficacia política y manipulación de masas. Las invectivas de Demóstenes o el suspense escénico de Cicerón eran demoledores, emocionantes. Imaginen la irrupción ciceroniana ante un atónito Senado increpando inesperadamente a Catilina por traidor al Estado. No se trata de actuaciones pretenciosas ni de meras palabras bien trabadas para hilar argumentos: eran ensayadas exhibiciones escenográficas, gestuales, que surtían efectos fulminantes al mostrar un abrumador dominio psicológico, político y jurídico de la situación.

   Los “asesores de comunicación e imagen” imponen hoy a los líderes vigilar su sudor ante las cámaras, el color de la camisa y la corbata, la posición de las manos…

   Constricciones menos duras que el ensayo de las actitudes declamatorias, el manejo de una vestimenta tan embarazosa como la toga, la proyección de la voz, el dominio de las pausas, la duración de los párrafos y la construcción rítmica de las frases o la gradación de los argumentos y las emociones. En nuestros años recientes, el más famoso actor político ha sido Felipe González, si bien brillaba por comparación, más que por méritos objetivos.

    Pero ya no seguimos a los clásicos. Lo hicieron famosos próceres como Castelar, Costa o Azaña. Los repúblicos franquistas, en general, resultaban penosos desde este punto de vista. Algún desambientado, como Enrique Tierno, dio resultado a fuer de pintoresco. Nuestros maestros ya no son rétores, si no guionistas políticos norteamericanos, que han codificado muy bien el “storytelling” político.

    Para embaucar, lo más eficaz, rápido y seguro es convertir el discurso en un relato, hacer que el líder cuente una historia. Elegido un enfoque eficaz, se dosifica la tensión, se escogen los adornos, se señala quiénes son los buenos y los malos y se orienta todo al fin principal. Es diana segura.

   El presidente Reagan, actor de profesión, no era apreciado en España como personalidad pública. No me refiero a su ideario conservador, sino a su personaje, objeto de muchas chirigotas. Ocurre que era un maestro en el oficio de “storyteller”. Poseía dotes de recitador (incluida una voz controlada y de tranquilizador tono grave) y alcanzó nivel excelente en este ejercicio de transmisión política, muy bien asistido por su cohorte de expertos. Pronunciaba con nitidez, dominaba la cadencia del discurso leído, implicaba emocionalmente al oyente– y lo situaba en un plano de empatía espontánea -, -, decía, con paladeo.

   La manipulación ahora no es más refinada que antaño, pero si más frecuente y conviene estar avisados. Desconfiemos de la mercancía política si llega entre las tapas de un cuento, ya sea el abuelo de Zapatero, la niña de Rajoy, la familia de José Blanco, el pasado gomero de Belloch o la triste infancia de Anasagasti. Cuando la política se viste de cuento, suele ser un cuento chino.

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