King Vidor. – La música de las imagenes


Por: Fernando Usón Forniés

Agradecemos a Tag Gallagher la provisión de las copias de “The family honor” y de “The jack-knife man”.

PARTE 1.

La obra muda. Los comienzos.

Durante muchos años la obra silente de Vidor fue apenas conocida: sólo cuatro o cinco títulos contaron con cierta difusión.

Ahora, gracias a los nuevos medios de acceso a la películas, se ha colmado parcialmente esta gran laguna que había en su obra…, aunque ciertamente a la mayoría de los títulos incorporados les falten planos e incluso secuencias enteras, y tampoco se les haya restaurado el negativo original. Y aunque de momento no haya surgido una obra maestra a la altura de las más conocidas “El gran desfile” (1925) y “…Y el mundo marcha”, tarea ciertamente ardua, ni tampoco de la menos célebre “La bohème” (1926), otra obra magistral quizá menos deslumbrante que las anteriores; aun sí, las sorpresas son abundantes, y los momentos de gran cine, de una generosidad sólo al alcance de los mejores.

 

A diferencia de otros pioneros, King Vidor no comenzó en el cine casualmente, sino muy a conciencia; tanto, que sus primeros tanteos en el medio, ya en 1914, por desgracia perdidos, no tuvieron lugar al amparo de grandes productoras, sino dentro de una empresa independiente creada por él mismo. La primera película conservada del cineasta muestra unas pautas de producción que podríamos calificar de mixtas: Vidor ya no era su propio productor, pero seguía trabajando lejos de las grandes compañías, en concreto, realizando una decena de películas de dos rollos para el juez Willis Brown. La única que se conserva de la serie es “Bud’s recruit” (1918), y es una gran lástima que las demás hayan desaparecido, pues la que queda es estupenda. Es presumible que el resto, como ésta, mostrara una atractiva mezcolanza entre unos presupuestos de producción profesionales y otros más amateur e independientes, pues Willis Brown había fundado su propia variante de la “ciudad de los muchachos”, y sus incursiones en el cine se enfocaban como una actividad para sus amparados: de hecho, la compañía productora se llamó Boy City Film Corp. Esto implicaba la utilización de actores profesionales, los adultos habitualmente, junto a otros que no lo eran, los niños, lo que le da a la película un aire distendido y espontáneo, una frescura lúdica, que la distinguen del resto de filmes de su época. Basta con ver la primera secuencia, donde un grupo de niños juega a los soldados, para percibir todo el entusiasmo e imaginación puestos por el director y sus actores en el proyecto. Y dicho sea de paso, el neorrealismo italiano no inventó el concurso de actores ocasionales ni tampoco su combinación con otros profesionales…

“Bud’s recruit” destaca y sorprende por dos cuestiones. La primera, por mostrar a un director, veinteañero y casi novel, excepcionalmente maduro. Salvo unos contados planos (dos o tres) y un solo momento (la trifulca entre las pacifistas) que acusan a un director primerizo, todo lo demás revela un pulso admirable; tan firme, que incluso Vidor se permitió ya jugar con las predicciones del espectador para defraudarlas (ese momento en que el tren parte y parece que Reggie se apresura a cogerlo). Es más, el director planifica su película con una agilidad sin parangón en su época, alejándose tanto del modo de representación más característico del momento, basado en el plano de larga duración, como de la concepción del espacio más unilateral de Griffith, pues el cineasta, para nada en ciernes, cambia con naturalidad pasmosa tanto de plano como de tiro de cámara. Tan sólo Stiller conseguía justo entonces una planificación tan adaptable, superando a Vidor, si no en ligereza, sí en su capacidad para generar distintos subespacios en el decorado fílmico y para insuflar una significación precisa a sus elecciones. Véanse como muestras: el cambio a una escala más íntima sobre la madre y Edith, la novia, cuando leen la noticia del alistamiento de Reggie para la guerra europea; el cambio de tiro, oblicuo, cuando a Budd se le ocurre suplantar a su hermano, abandonándose la posición frontal de cámara para poder mostrar a los dos chicos reflejados en el espejo, a Budd, el suplantador, en plano medio y a Reggie, el suplantado, en escala más amplia; el cambio de localización en plena secuencia, cuando Reggie echa al criado del dormitorio de los hermanos con cajas destempladas y Vidor le dedica un plano a éste antes de volver a la alcoba, plano que, insertado en medio, tiene el poder de un comentario moral. Por otro lado, ya en esta película de apenas 25 minutos de duración se percibe a un cineasta que elabora un discurso propio, pues aparece uno de los temas fundamentales de su autor: la acción frente a la reflexión, el compromiso ético confrontado al afán de vivir; o si se prefiere, la necesidad de una toma de postura moral que implica el abandono de las comodidades. En este caso, se confronta un pacifismo paraguas, menos asumido que utilizado en favor propio, con la necesidad de defender unos ideales, sin que la decantación por la segunda signifique ignorar el dolor que provoca cualquier guerra. Aunque desde una perspectiva más simple, la del patriótico chico que protagoniza el film, no estamos muy lejos de “El gran desfile”, de “Paz en la tierra” (1936) o de “Guerra y paz” (1956).

La segunda cuestión que hace que “Bud’s recruit” se anticipe tanto a su época y resulte tan moderna es doble: la perspectiva sobre los personajes y el tono final del relato. Vidor se muestra respetuoso con todos los personajes principales, no los caricaturiza ni los simplifica, y sí les imprime gran dignidad. Incluso Reggie y la madre, al principio más antipáticos y risibles por su oposición a la guerra y al reclutamiento de soldados, alcanzan una gran hondura en la resolución final; y es de notar el papel del criado negro, interpretado por un negro de verdad (no por los blancos abetunados típicos de Griffith, por ejemplo), que adquiere especial dignidad, compostura y sensatez frente a los beligerantes niños y la algo obnubilada madre; es más, como muestra la secuencia final, no se trata del típico criado servil, sino de otro más de la familia. En cuanto al tono, lo más sorprendente de esta pequeña joya, y también lo más moderno de la misma, es el giro último que imprime a la dicotomía entre intervencionismo y pacifismo, dejando de favorecer al primero para hacer entrever los motivos del último con gran potencia emocional, abandonando el aguerrido vitalismo a favor de una punzante melancolía, y anulando de paso el aparente discurso de propaganda bélica del film. El final se abre con la vital energía, acorde con el carácter de Bud, de la que en todo momento ha hecho gala el film, con ese extraordinario travelling lateral en plano medio que registra a los miembros de la familia (Bud, la madre, Edith, el criado) corriendo para despedir a Reggie, y aun adobando el momento con una sutil ironía, pues el criado lleva el plumero que estaba utilizando cuando Bud lo arrastró consigo. Pero cuando el grupo se enfrenta a ese Reggie militarizado que parte al frente, el tono cambia radicalmente, y Vidor muestra su tristeza ante la partida del joven. Hay un plano magistral en que la madre y Edith se alejan emocionadas: la primera se gira llorosa hacia su hijo; la segunda, de espaldas a cámara, la sujeta, conteniéndola y sin duda conteniéndose a sí misma. Luego, está el plano que cierra el film, curiosamente próximo en sentido y tono con el final de la magistral “Johan” (1921), de Stiller, pues en ambas clausuras un plano medio sobre el protagonista muestra una faceta suya hasta entonces oculta, obligando al espectador a reconsiderar su actitud ante él y, aun más, provocando una punzante melancolía. En “Bud’s recruit”, cuando el adolescente Bud ya se queda solo, de repente, se acongoja, y su contagiosa vitalidad se transforma en dolor por la pérdida del hermano, tal vez por el remordimiento de haber sido él el auténtico responsable de su reclutamiento. El entusiasmo de la adolescencia deja paso a la tristeza de la madurez.

Supone una gran pérdida para el cine que todo el resto de las películas para el juez Brown haya desaparecido, así como los dos primeros largometrajes del director, “The turn in the road” (1919) y “Better times” (1919). Al parecer, subsisten, pero permanecen invisibles, “The other half” y “Poor relations”, también de 1919. Por ello, su siguiente film asequible, “The family honor” (1920), proporciona una sorpresa mayúscula, pues, pese a ser el último Vidor en haber sido exhumado por el momento, resulta ser el mejor, con diferencia, de esta primera etapa del cineasta hasta la llegada de “Flor del camino”; lo cual, tangencialmente, invita a pensar en que todavía quedan joyas por salir a la luz.

“The family honor” muestra, ya en 1920, el cine silente en todo su esplendor, y confirmó a Vidor como un gran director: quizá en todo ello influyera ser su primera película rodada para una productora de Hollywood, First National, por lo que presumiblemente el presupuesto pudo ser más holgado. La agilidad narrativa de “The family honor” es pasmosa; la planificación, ligera y nada encorsetada. Las interpretaciones, anteriores a que el cine mundial acusara la influencia de la más engolada tendencia de la escuela alemana, ésa encabezada por Wiene y en menor medida Lang, son de una sobriedad e intensidad memorables, basadas casi exclusivamente en la mirada y en los pequeños gestos, destacando especialmente las de Charles Meredith como Paul y Florence Vidor, a la sazón esposa del director, como Margaret (la cual, por cierto, no es de extrañar que, por su distinción en el porte y la expresión, fuera considerada la primera dama de la pantalla en los años 20). Finalmente, el dominio del lenguaje por parte del cineasta es apabullante: en los tiros de cámara, en la iluminación, en el montaje, en el movimiento, en las caracterizaciones… Y sin embargo (véase la lamentable reseña en la página web de Imdb de una de las cinco únicas personas que valoran la película), seguramente, a muchos les debe de parecer la historia de “The family honor” poco o nada interesante. Tal vez tengan razón: hay unos efluvios de puritanismo flotando en el ambiente, muy americanos y muy de su época. Claro, que por esta regla de tres, en este mundo laico en que vivimos, deberíamos rechazar las pinturas religiosas de Tiziano, las misas de Bach, los oratorios de Händel o los autos sacramentales de Calderón, ya que, al igual que estos ejemplos, “The family honor” se ocupa de un mundo hoy en día caduco: el mismo director escribiría en sus memorias que él quería recrear el mundo de escritores como Twain y Tarkington, y que sus películas pareciera que transcurrieran en Iowa o Indiana. Sin embargo (debería estar claro), ello no debe ser motivo para rechazarla, pues lo que importa no es tanto el tema, como la forma de tratarlo; el ambiente, fresco o rancio, como su retrato. Y “The family honor”, aparte de su esplendoroso ensamblaje formal, no sólo sobresale en lo anterior, sino que es uno de los muchos ejemplos de lo contrario que era Vidor a los estereotipos: los muchos personajes negros, como en “Bud’s recruit”, son retratados con gran dignidad, pero sin paternalismo, e incluso en una secuencia aparecen confraternizando con los blancos (para lo malo, en el juego, y para lo bueno, en la exhibición de baile); el malvado Albert es elegante, mientras el héroe Paul es desgarbado y bastante torpe, seguramente el tipo que Vidor habría querido para encarnar a Pierre Bezhuxov en su magistral “Guerra y paz”; en fin, un niño puede enfrentarse a un criminal sin perder la calma y un reo puede escapar del juzgado ¡tras ser declarado inocente! Incluso la escena final del juicio resulta chocante por la ligereza con que Vidor la maneja: tan sólo Albert y Margaret reflejan auténtica preocupación, ¡los demás parecen estar de fiesta! Tal vez Vidor cometiera aquí un error, el único de la película, al confiar en exceso en la inteligencia del espectador, o simplemente al no dar pistas: a posteriori se deduce que existe un acuerdo entre Paul y el portero negro para revelar la verdad y exculpar así a Albert; de ahí sus expresiones de diversión, pues están dejando que le den una merecida lección al díscolo.

Bastaría para comprobar la gran inventiva de la que hace gala “The family honor” fijarse en la utilización de los objetos, a los que, como en tantas grandes obras del cine silente, parece insuflárseles alma: el último billete de dólar de Margaret, arrugado de mil veces manoseado; el sombrero que Albert tira en el sillón hogareño sin acertar, prueba de que él ya no se amolda a esa casa; el pañuelo que cubre la cara de Mr. Curan, que delata sus intereses ocultos…, y se agita con sus ronquidos; el cigarrillo que revela la doble vida de Albert; la portezuela giratoria de la redacción que se voltea tras el paso de Mr. Curan, transmitiendo la furia del personaje; el viento que agita los visillos al abrirse una ventana y la corriente subsiguiente que cierra una puerta; etc. Hay incluso casos que, de tan sutiles, llegan a parecer subliminales. Destaca uno extraordinario: cuando Albert llega y entra en la mansión, una valla torcida aparece en primer término, con la casa en plano general; cuando Paul se va tras su cortejo a Margaret, la valla que aparece, también en primer término, en otro lado del perímetro, es recta. Una bonita forma de contraponer la catadura moral de los dos personajes…

Ahora bien, siendo admirable este uso de los objetos, aún lo es más la prodigiosa capacidad de observación de Vidor, concretada en contundentes caracterizaciones que conforman una visión de la vida sureña, cariñosa, pero nada complaciente: Mr. Curan, ¡el alcalde!, aparece siempre tumbado, en su jardín, en su salón, y en la redacción del periódico, oteando desde su ventana el pueblo de Pleasanton, y dominándolo; Paul, para ir a cortejar a Margaret, arregla ¡al sufrido cochero!, lo endereza y hasta le pone una flor en el ojal; Albert se marcha, contemplado admirativamente por Paul, que manosea su sombrero, y con preocupación por Margaret, que da vueltas a su collar, ambos en el mismo plano; en esa apacible tarde de domingo, Paul juguetea nervioso con el collar de Margaret y deshace las cuentas; mientras las recoge, el pequeño Jean pinta su retrato y el cochero echa una cabezada… Más: el tahúr Felix sonríe y fuma puros a la vez, lo que transforma su sonrisa en una mueca de falsedad; Paul entrega a Margaret su billete para el paseo en barco para que cada cual guarde el suyo, pero finalmente él se queda los dos, lo que supone una declaración de amor implícita; al despistado Paul, que siempre cuelga sus chaquetas en los respaldos de las sillas, se le zampa la comida el gato; y hasta un perro pulula por el tribunal… En el mejor cine mudo, y “The family honor” es una muestra destacada de él, la imagen hablaba por sí sola.

A la vez que esta visión de la vida provinciana, tan rica en pinceladas, “The family honor” propone una doble historia: la de la redención de Albert Tucker, por un lado; y por otro, la de dos amores, el fraternal de Margaret hacia Albert y el profundo y silencioso que Paul siente por Margaret. Si bien ambos amores parecen concentrarse en sendos momentos en los sombreros de los adorados, y desde luego resultan igual de apasionados, Vidor los retrata de forma distinta: el del tímido Paul por Margaret, teñido por un gran respeto que roza el azoramiento, se expresa por primeros planos, casi excluyentes, donde Paul contempla en silencio a la joven, en más de una ocasión mientras la chica abraza a alguno de sus hermanos; el que Margaret siente por Albert, manchado por la pobreza que acosa a la familia venida a menos, la muestra sentada, primero en el sillón, más tarde directamente en el suelo, finalmente casi arrastrándose; idea ésta, pura y radiantemente melodramática, que Vidor recuperará en su literalidad en “The sky pilot” (1921), “El gran desfile” y “Duelo al sol” y llevará a sus últimas consecuencias en “La bohème”. Aunque lo hiciera más persistentemente, no fue Mizoguchi el primero en hacer arrastrarse a sus heroínas…

La historia de la redención del crápula, Vidor la condensa en términos lumínicos: ya en su llegada a la mansión familiar, a plena luz del día, el carruaje donde viaja Albert se interna en una zona sombría; como también las sombras describen el ambiente del garito Felix’s, más bien antro, donde trabaja el joven. En contraposición, Margaret no solo se mueve a la luz del día, sino que, merced a sus vestidos, es pura blancura. Como quiera que el quid dramático del film estriba en cómo las actividades del hermano pródigo amenazan con desestabilizar la pureza del entorno familiar, a partir de cierto momento, tras el percance con el ladrón, las sombras se contagian a las escenas donde aparecen Margaret y Paul, muchas veces con la absoluta oscuridad hendida violentamente por un haz de luz. Ahora bien, acorde con el optimista desenlace, Albert conquistará la claridad, y Paul y Margaret la recuperarán: la carrera final del redimido, bajo una lechosa luz diurna, sin inquietantes sombras, contrasta con su llegada física al pueblo y constata una meta espiritual. Y uniendo las dos historias, hay una preciosa idea de puesta en escena, al alcance sólo de los más geniales artistas. Si la llegada inicial de Albert, el cual se supone que solucionará los problemas económicos de la familia Tucker, se registraba vigorosamente mediante cuatro planos ensamblados por un montaje por zonas donde se retratan unas puertas y unos caminos frontalmente hasta que la familia reencontrada se abraza, su carrera final hacia una vida decente, en acertada rima visual,  une también varios planos del joven corriendo que se coronan con el pasillo de un porche retratado frontalmente. Pues bien, aparte de demostrar que Vidor ya en 1920 ejecutaba a la perfección su célebre música silenciosa, estos dos momentos enlazan con otros dos del noviazgo de Paul y Margaret, en los que se registran: durante el cortejo, el pasillo del porche de la mansión familiar; y en el plano final del film, el sendero que atraviesa una arboleda. Esa fuga perpendicular a cámara, que puntúa tanto la redención de Albert como el amor triunfante de Paul y Margaret, condensa la idea de equilibrio vital que los personajes han logrado alcanzar.

El siguiente film de Vidor, “The jack-knife man” (1920), distribuido en vídeo en España bajo el nombre de “El hombre del río”, resulta decepcionante, pues, en fuerza expresiva y emocional, resulta un retroceso respecto a la humilde “Bud’s recruit”, no digamos ya respecto a la redonda “The family honor”. Por supuesto, está rodada más que competentemente, pero se echan a faltar los momentos de creatividad o finura característicos de su autor, aquí rendido a un melodrama convencional que en algo anticipa la, por más que denostada, muy superior “El campeón”. Tan sólo brilla ese momento en que la mujer de Nueva York convence al hombre de la navaja para que talle juguetes para su venta: una sobreimpresión hace que una legión de niños imaginados rodee al anciano, que cederá ante la posibilidad de hacer felices a innumerables críos anónimos.

Por fortuna, en 1921 el cineasta recuperaría el pulso con “The sky pilot” y “Love never dies”. “The sky pilot” no es uno de los Vidor proféticos, pero se integra en el cine más avanzado de su época; y como sucederá años más tarde con “Duelo al sol”, y en realidad sucedía con tantas películas de entonces, por más que parezca un western por su ambientación y argumento, en esencia, por su mirada es más bien un melodrama. La aparente adscripción westerniana de “The sky pilot” le permitió al director ofrecer una deslumbrante exhibición en el uso del paisaje, no solamente como reflejo de determinadas situaciones emocionales, sino también como creador de una atmósfera que determina el comportamiento de los personajes (nuevo parentesco con Stiller). En concreto, los consabidos tres actos del cine clásico se definen aquí por las estaciones en las que transcurren: las frondas de la primavera; los pastizales secos del estío; los invernales parajes nevados. Ciertamente, no es “The sky pilot” uno de los filmes de discurso y estructura mejor hilvanados de su autor, pues su objetivo se limita a relatar una sencilla y no demasiado original historia, pero esta narración convencional Vidor la moldea según su acusada personalidad, obviando convenciones (por ejemplo, el socorrido enfrentamiento por la chica entre los amigos ni siquiera le pasa por la cabeza a ningún personaje), imprimiendo un brío inusitado a algunas escenas (como la magnífica pelea entre el predicador y Bill) y, sobre todo, haciendo que abundantes momentos destaquen por su lirismo o apasionamiento. Destaquemos tres, uno por cada estación: en primavera, la reconciliación del predicador y el vaquero junto al río, en un idílico paraje, con tal delicadeza en los gestos del pastor al enjuagarle las heridas a Bill y tal franqueza en la disposición del vaquero, que casi parece una escena de amor; en verano, el trepidante salvamento de Gwen, tendida en el suelo, por parte del predicador, que se enfrenta a pie y a pecho descubierto a toda una manada de reses en estampida; y en invierno, recíprocamente, el salvamento del hombre inconsciente por la muchacha inválida, la cual, en un momento de desesperación, se arrastra sobre la nieve para llegar hasta su amado y salvarlo de las llamas. Sin discusión, que el choque emocional haga que Gwen vuelva a andar, es un tópico manido, muy de la época silente; pero el momento se redime por la vehemencia del personaje y por el apasionamiento con que se muestra; pasión desbordante que es uno de los rasgos distintivos de Vidor.

“Love never dies” no es una película tan conseguida, e incluso en ciertos puntos del argumento resulta bastante convencional…, lo que no es óbice para que Vidor siguiera brindando más de una escena apasionada. Quizá este juicio no sea del todo justo, pues “Love never dies” nos ha llegado terriblemente fragmentada y le faltan numerosas escenas importantes que, presumiblemente, pautaban mejor la evolución sentimental de sus personajes. Aun así, destacan tres momentos memorables, bastante insólitos para la época. El primero es la llegada del padre de Tilly a casa de su hija y yerno, un momento casi de puro cine sonoro, pues se organiza por el ruido ocasionado por el hombre, naturalmente con los insertos pertinentes; una elección que además sugiere el carácter dominante y entrometido del suegro: sus pasos sobre las escaleras del porche (inserto de los pies) hacen creer a Tilly que es John, su marido, quien llega, pero los posteriores golpes a la puerta (inserto del puño) le hacen darse cuenta de que se trata de otra persona, un intruso. El segundo momento es el flash-forward donde Ezekiel fantasea la reacción de Tilly por su enfrentamiento con John, tanto más sorprendente cuanto que Vidor, de nuevo, juega con la percepción del espectador, y tan solo muestra que no se trata de una escena “real” y que sólo era una conjetura cuando la cámara vuelve con Ezekiel, en un bonito plano que lo muestra abrazado desesperadamente a un árbol. El tercer momento es inmediato: el trepidante salvamento por John del suicida Ezekiel en plena corriente hacia la catarata; una escena cuyo pariente más cercano no es tanto, como confesó el cineasta, el prodigioso final de la griffithiana “Las dos tormentas” (1920), sino con el no menos antológico trayecto por los rápidos de la coetánea “Johan” (1921) de, otra vez, Stiller.

Los dos siguientes años, 1922 y 1923, son hoy como un gran boquete en la carrera de Vidor, pues, de las seis películas rodadas en el bienio, tan sólo una es asequible, y las otras, o bien se han perdido, o bien permanecen invisibles. “Tin Tin de mi corazón” (1922) es el film mudo sobreviviente menos interesante de su autor, uno de los rarísimos meridianos fracasos artísticos de su carrera; ello, por más mutilado que esté, pues lo mucho que resta no supera la medianía y es tan manido como las temibles típicas comedias MGM de los años 40. Además, el film acusa en exceso la servidumbre a la estrella Laurette Taylor, con el despropósito añadido de dedicarle demasiados primeros planos, siempre prescindibles, a una cuarentona que encarnaba a una quinceañera; y la visión de los aristócratas ingleses es, hasta en el físico, excesivamente caricaturesca, algo inaudito en un cineasta de la gran sutileza de Vidor.

Cabe presumir que, entre los títulos invisibles de ese bienio, hubiera alguno de categoría, pues la anterior “The family honor” y el primer film del año siguiente son grandes películas. La extraordinaria “Flor del camino” (1924), ahora difundida en vídeo como “Naranjas salvajes” (su título original, en realidad), confirmó definitivamente a Vidor entre los mejores cineastas de la década. Se trata de un melodrama que sobrepasa el género para conjugar otro tipo de miradas: del maurodrama, incluso del fantástico. Sorprende, para empezar, su encomiable concentración y su peculiar atmósfera, sofocante y fantasmagórica, en gran parte debidas a su rodaje, salvo el prólogo, en un único entorno de densidad inolvidable: la mansión sureña, y el mar y los pantanos que la rodean. Vidor y su equipo, prefigurando en cierto modo al Murnau de “Tabú”, hicieron algo usual en los westerns, pero muy inhabitual para otro tipo de películas de la época, al no recrear los exteriores en el socorrido Griffith Park y desplazarse de propio a los parajes naturales de Florida. Aparte, están toda la magnífica labor lumínica de John W. Boyle y los antológicos decorados de Cedric Gibbons que, junto a la dirección de actores de Vidor, ayudan a conformar una atmósfera asfixiante y dotan a ese entorno americano, en principio cotidiano, de reminiscencias góticas; y en esto “Flor del camino” es pionera, adelantándose años a “Psicosis”, de Hitchcock, o a “La luz brilló dos veces”, del mismo Vidor (aunque en este film el desafío no tuviera el mismo éxito). Por otro lado, “Flor del camino”, pese a concentrarse en una historia de amor, hace gala, sin duda influida por Stroheim, de un aliento singularmente sórdido, gracias sobre todo al personaje de Nicholas, psicópata sebosillo que, sirva como botón de muestra, se hurga los dientes cuando reflexiona. Precisamente en el tratamiento del psicópata también se adelanta a su época Vidor: habrá que esperar décadas para encontrar otro que no sea un malvado de manual…, como también para que el cine filme una pelea de una violencia tan encarnizada como la que, al final, tiene lugar entre Nicholas y John. Vidor, auxiliado por la magnífica y medida interpretación de Charles A. Post (como, por otra parte, de todo el reparto), caracteriza ejemplarmente al psicópata zafio: para empezar su aspecto es más bien el de un niño grande, enorme en realidad, y más que desaliñado, zarrapastroso; nada del típico bigote de los malvados silentes ni de su atildamiento, sino una barba como de matorral y una mugre que lo reboza entero. Como niño, no controla su fuerza (a Millie la aprieta hasta hacerle cardenales), ni mide sus reprobables “gracias” (deja a Millie encaramada en un tocón del pantano, rodeada de aligatores). Ahora bien, Vidor va más allá que Stroheim y dota a Nicholas de una humanidad difícil de rastrear en los malvados de su colega, ofreciéndole su comprensión (y la nuestra): Nicholas, tan infantil, entre tanta brutalidad tiene sus momentos de desamparo, como muestran sus lágrimas al ser derrotado por John en su primer enfrentamiento o su más maduro llanto al ser rechazado por Millie. Es más, en sentido inverso, Vidor añade cierta viscosidad a los personajes más positivos: así, el abuelo Stopes y su nieta Millie observan por sendas ventanas, despavoridos pero bien ocultos por los barrotes venecianos, cómo Nicholas sacrifica una gallina…

El tema fundamental de “Flor del camino” es el miedo, y todos los personajes, salvo el amigo de John, se encuentran atenazados por él: la llegada del yate a las tierras de los Stopes se registra por unos planos del barco, cual amenaza, desde la selva, planos que prefiguran “Tabú” y que se ven replicados por sendos contraplanos del abuelo y de Nicholas asomando inquietos entre la vegetación; lógico, ya que el abuelo experimenta un terror patológico y Nicholas teme que le arrebaten a Millie; Millie, por su parte, vive aterrorizada por Nicholas, e incluso lejos de él se sobresalta a la mínima, como sucede durante su excursión marítima con John, a causa del oleaje; y John teme comprometerse emocionalmente, y así, frente a las francas e inocentes caricias de Millie reacciona gestualmente a la defensiva, poniendo la mano sobre el brazo contrario o cruzando los brazos sobre el pecho. Es sobresaliente al respecto la cantidad de ruidos intranquilizadores (prueba de que la mayoría de los directores del mudo, frente a lo que se suele sostener, estaban deseando la llegada del sonido) que el cineasta introduce insistentemente para pautar la relación entre los personajes, casi siempre connotando miedo o intranquilidad: los ladridos del sabueso, la trompa con la que Nicholas llama a Millie a comer, el oleaje estrellándose contra la quilla del yate, el viento que ulula y los postigos de las ventanas que se portean, la mecedora que chirría… Y aquí debemos mencionar la gran relevancia, o mejor, vida, que el film, una vez más, sabe otorgar a los objetos; muy en especial a: la tablilla suelta del entarimado que alerta a Nicholas de la presencia de John; a la mecedora, quizá la primera de relevancia en la historia del cine, cuyo sentido está menos orientado al sentimentalismo de lo que más tarde sería norma (como en Ford), pues más bien parece condensar presencias invisibles; y al papel que abre y cierra el prólogo, arrastrado por el viento a ras de suelo y provocando el accidente y la muerte prematura de la esposa de John, en una imagen que, tan irónica como diabólica, se graba indeleble en la mente. En sus extraordinarias memorias “Un árbol es un árbol” Vidor comentaba, entre orgulloso y amargo, que los espectadores de la época prácticamente era lo único que recordaban de la película, la tablilla suelta, la mecedora que chirriaba, el papel que volaba…; pero los recordaban.

“Flor del camino”, con su contraste entre un melodrama moderno (la superación de los propios miedos para poder establecer una relación de pareja) y su ambientación trasnochadamente gótica, se construye constantemente sobre la dicotomía entre antigüedad y actualidad (la vetusta casa frente al yate), instintos y civilización (la selva que parece una emanación de Nicholas, o la presentación de Millie nadando en el mar, frente al impoluto yate de John, que parece atendido, según Millie, “por dos pulcras abuelitas”), y desde luego, brutalidad y delicadeza (cuya máxima distancia vendría dada entre la forma de coger Nicholas a Millie, magullándola y finalmente maniatándola al lecho, y la etérea aparición de Millie a John en unas bellas sobreimpresiones nocturnas). Pero “Flor del camino” no propone tanto el triunfo de un bando sobre el otro como la pervivencia del instinto en la civilización: ciertamente, en anticipo de “Rebeca”, esa mansión que representa lo primitivo y lo subconsciente se destruye por un fuego purificador; pero, antes, John y Millie se han confesado su amor y se han dado el primer beso en pleno vendaval, en un destartalado desván recuperado para sí por la naturaleza, tan repleto de animales que se diría un zoo; y poco después, el atildado bostoniano ha debido ganarse a la jovencita sureña en la pelea más brutal que el cine conoció durante décadas…

La M.G.M. Las comedias.

Vidor había rodado sus últimas películas para Metro Pictures y para Samuel Goldwyn cuando tuvo lugar una de las más famosas fusiones de la historia de Hollywood: la que alumbró a Metro-Goldwyn-Mayer, a la que fue a parar nuestro hombre. Frente a proyectos más radicalmente personales como había sido “Flor del camino”, Vidor tuvo que hacerse con una serie de encargos que, según sus memorias, no le satisficieron demasiado. El juicio del cineasta no deja de ser algo injusto cuando se contemplan “Wine of youth” (1924) y “Mujer altanera” (1925), pero lo cierto es que, pese a su indiscutible calidad, ninguna alcanza la altura de su inmediata predecesora ni tampoco de “The family honor”, y que la de planificación de Vidor resulta, de hecho, más conservadora: frente al entusiasmo del rodaje en escenarios naturales de “The family honor”, “The sky pilot” y “Flor del camino”, y a sus respectivas construcciones basadas en la mirada y los sonidos, lo que comportaba una mayor flexibilidad en los tiros de cámara y en el montaje, estas dos comedias del director acusan su rodaje en interiores y en el estudio, por la recuperación de cierta frontalidad en la planificación y de cierta concentración teatral en diálogos y escenas. Sin embargo, dentro de estas coordenadas, en principio menos libres, incluso involutivas, Vidor supo hacer de la necesidad virtud, y ofreció dos títulos estupendos, apoyados por la magnífica y delicada Eleanor Boardman, que, tras su ruptura con Florence, pronto se convertiría en su segunda esposa.

“Wine of youth” asombra por la claridad de su planteamiento, que dirime nada menos (estamos en 1924) que la posibilidad de las relaciones prematrimoniales; e igualmente sorprende por su giro final hacia el melodrama, como de Vidor, para denunciar la hipocresía que rige el estamento matrimonial. Si en ambos aspectos la película puede parecer hoy en día desfasada y más bien mansa, pues ni Mary se acuesta con sus pretendientes (aunque parece que su amiga Tish sí lo hace), ni sus padres acaban rompiendo el matrimonio, lo cierto es que la película no carece de valentía por plantear abiertamente dichos temas de forma nada puritana, ni mucho menos esquemática. Frente a las dos opciones de discurso por las que se habrían decantado la mayoría de los directores o guionistas según su ideología, es decir, “mi vida es mía, y la vivo como quiero”, por un lado, y por el otro extremo, “se debe llevar una vida honrada, respetando las convenciones sociales”, Vidor viene a proponer algo así como “mi vida es mía, pero para que sea plena, debo tener consideración a los que me rodean”. Al fin y al cabo, lo que aquí se debate, en la figura de Mary, es la típica dicotomía vidoriana entre exprimir la vida hasta el fondo o asumir las propias responsabilidades hacia los demás.

“Wine of youth” posee una notable inventiva visual y un firme pulso que la elevan por encima de la media de las películas de su época (no digamos ya de las de ahora). Lo más espectacular de este film es, sin duda, la efervescente escena de la fiesta juvenil, a ritmo de jazz y de alcohol, que cuenta: con unos inolvidables planos, más hedonistas que sensuales, de las parejas retozando en los sofás; con el episodio de la joven a la que emborrachan los amigos y que alucina al ver bailar a las parejas (desenfoque, cámara rápida, ¡cámara lenta!); y con algunos magníficos gags, entre los que sobresale el del jersey de la chica que la maliciosa Tish desteje al agarrar un fleco deshilachado, dejando a la chica desnuda… sin que ésta se aperciba de ello (gag, por cierto, que seguramente inspiró a Chaplin para el del ovillo de “Luces de la ciudad”). Esta secuencia no se parece a ninguna otra de la historia del cine, al menos que se conserve, por su mirada entre acerada y cariñosa a una juventud cuya máxima ambición es gozar de la vida, y porque en ella Vidor realiza un fragmento híbrido entre el slapstick y la alta comedia… rebajada al ambiente americano. Lo que, de paso, nos lleva a una consideración: algunos especialistas, aunque parezca mentira, extrapolan automáticamente la ordinariez de los ambientes o personajes al propio film, y ello ha repercutido en que tantas veces se haya acusado a Vidor de vulgar. Nada más lejos de la realidad: Vidor, como Sirk, era el más consumado especialista en mostrar ambientes y comportamientos vulgares con mirada elegante y cámara distinguida.

Volviendo a “Wine of youth”, lo que sigue a la fiestorra juvenil carece de momentos tan asombrosos, pero no por ello de interés y talento. De hecho, el film anuncia la oscilación constante que habrá en la carrera de Vidor entre el uso de unas estrategias formales más evidentes (por ejemplo, en “…Y el mundo marcha” o “La calle”) y otras tan discretas que parece que ni las haya (caso de “La bohème” o “The stranger’s return”), prueba en realidad de la inmensa sabiduría del director. Por ejemplo, “Wine of youth” suele mostrar sus secuencias, salvo la de la fiesta, desde un único tiro de cámara; ahora bien, ocasionalmente rompe la norma en momentos de gran significación, precisamente en aquéllos donde amenaza la disgregación familiar. Destacan dos: cuando Mary se despide de su madre para, aparentemente, ir a una fiesta (en realidad, para fugarse de acampada con sus amigos), un primer plano suyo delata su emoción contenida; luego, tras la agria discusión matrimonial provocada por la fuga de Mary, la madre sube a su habitación dispuesta a marcharse del hogar y la cámara se coloca desde un tiro pegado a la escalera, ligeramente en picado, para mostrar al marido e hijos que ella abandona en ese momento como seres desvalidos. Pero también hay sutilezas aun manteniendo el mismo tiro de cámara, como en esos planos de Mary con sus dos pretendientes, bien con los dos, bien alternando entre ellos, bien separándose para quedarse sola, obedeciendo a los procesos mentales de la joven. Y otras veces, basta con un sencillo gesto: así, en realidad, la elección de Mary, por mucho que ella quiera intelectualizarla, ya está tomada de antemano, pues basta con ver cómo, en la fiesta, apoya su mano en la de Lynn y cómo Vidor construye el plano, haciendo que el brazo de Mary ocupe el eje central.

“Mujer altanera” (1925) es, en principio, una comedia previsible, en la que una desdeñosa española de sangre azul, Fernanda, se sabe que acabará sucumbiendo a los campechanos encantos de un norteamericano orgullosamente plebeyo, O’Malley; sin embargo, su desarrollo dista de ser nada simplista, y la película se erige en una muestra más de lo reñido que andaba Vidor con los estereotipos de cualquier tipo. Así lo demuestra el hecho de que sea el americano, contra todo pronóstico, el que acabe derrumbándose emocionalmente, mientras que los atildados españoles, Fernanda y su prometido don Diego, sean mucho más adaptables y seguros de sí mismos, amén de hacer gala de una deportividad inexistente en el americano; y es que, ciertamente, lo que estuvo muy lejos de conseguir en “Tin Tin de mi corazón”, Vidor lo logró con creces en “Mujer altanera”: dotar de credibilidad humana a los aristócratas. Como remate, en una invectiva secuencia, el consabido lema patriotero que enarbola Pat O’Malley, tan típico de Hollywood, de que en Estados Unidos todas las personas son iguales, lo desmonta el lindo e impasible don Diego (San Diego, para su anfitrión americano) al invitar a tomar el té con ellos, los aristócratas, y con el empresario O’Malley también a los criados; propuesta cuya consecuencia inmediata es que todo el mundo se siente incómodo… salvo los mundanos y “estirados” aristócratas españoles. En “Mujer altanera” existe siempre un contraste entre dos mundos, dado con gran sutileza y canalizado por los pretendientes de Fernanda: si para incordiar, Pat necesita un soplete, a don Diego le basta una tetera; si don Diego deja caer por la terraza la pluma de Fernanda cuando sospecha que se decanta por O’Malley, éste, en el caso recíproco, tira unas copas al suelo, rompiéndolas.

Se nota en la planificación más ligera y menos frontal que la de “Wine of youth” que Vidor debió de sentirse muy a gusto en el set de “Mujer altanera”: contaba en el reparto con la sensible Eleanor Boardman, ya habitual en sus filmes, con el magnífico y autoparódico Harrison Ford (otro Harrison Ford, evidentemente) en el papel de don Diego, y con el más terrestre Pat O’Malley interpretando a… Pat O’Malley; el rodaje abunda en exteriores, sobre todo de las calles de San Francisco y de la costa marina, lo que inspiró a su director para magníficas secuencias. En relación con la obra más representativa de su autor, resalta el fragmento en Cypress Point, donde, fuera de cualquier referencia social, las fuerzas de la naturaleza, viento, oleaje y aves, parecen impulsar a Fernanda a liberarse y entregarse a sus anhelos: no estamos muy lejos de “Flor del camino” ni de “Pasión bajo la niebla”.

Pero, sobre todo, lo que “Mujer altanera” le ofreció a Vidor fue un guión que permitía explorar un amplio abanico de tipos de comedia. Así, el inicio, situado en España, es pura sátira. En él, el imperturbable don Diego le dedica a Fernanda una serenata: llega en calesa, al trote, acompañado por un séquito de criados… que lo siguen corriendo; le pasa su sombrero cordobés a una fila de sirvientes para cantar… no él, sino el que acaba recogiendo el sombrero; para que pueda alcanza la terraza de Fernanda, los criados hacen un castell coronado por su amo, el cual no tiene empacho en plantificarles los pies en las coronillas; al despedirse don Diego, pasa las manos de ella por sus ojos, para que la dama perciba sus lágrimas… Ya en San Francisco, al comienzo, Vidor vuelve a coquetear brevemente con el slapstick, en esa secuencia en que la impertinente Fernanda es despachada del taxi por su propietario y las maletas ruedan calle abajo. Luego, llega cierto toque de comedia costumbrista, como ese detalle del tío americano en zapatillas, recogido por la inflexible mirada de Fernanda, o el posterior abrazo de los familiares a indumentaria y bailes españoles. En este ámbito costumbrista la secuencia más destacada es, sin duda, la forma en que Pat, haciendo gala de su profesión de fontanero (aunque empresario, Fernanda cree al principio que es un obrero), se dedica a estorbar la velada, de una rigidez y parsimonia de nuevo satírica, de Fernanda y don Diego, haciéndolo con las herramientas típicas de su profesión: una llave inglesa repiqueteando sin parar, un soplete ¡que casi achicharra al rival! Luego, don Diego contraataca, con estilo, derramando apenas un chorrito de té ardiendo sobre su contrincante…

Ahora bien, lo que acaba imperando en “Mujer altanera” es la alta comedia, como muestra un enlace inequívoco con la madre, con permiso de DeMille, de todo el subgénero, “Erotikon” (nuevo parentesco con Stiller): esa pluma de avestruz que Fernanda sostiene y usa para separarse de sus galanteadores cuando le conviene. Y es que no podía ser de otra forma dado el origen social de sus personajes españoles, tan dignos ellos: si Fernanda apenas se rebaja a mirar a los que le rodean, aunque, eso sí, espera por descontado que le provean de mil comodidades (cuando se entera de que Pat es fontanero, simplemente lo planta y entra en casa de sus tíos, sin agradecerle que la haya llevado hasta ahí con toda su colección de maletas… ni decirle adiós), por su parte, don Diego no pierde la calma nunca, llega a ser impertérrito hasta la exasperación: ¡hasta para ir a rescatar a la raptada Fernanda espera sin inmutarse a que el criado le ofrezca el sombrero de copa por el lado correcto! Y es que los detalles con los que Vidor define a sus personajes son de una perspicacia en la mirada y de un acierto y una sutileza tales que llega a superar a sus colegas Stiller y Lubitsch; así, la enérgica forma con que Pat da la mano, casi espachurrando la mano de don Diego (la contrapartida educada de los zafios apretones del Nicholas de “Flor del camino”), dada sin inserto ni subrayado alguno; el fortuito enganche del vestido de Fernanda en el chaqué de Pat; la afición a mirarse al espejo de don Diego y Fernanda y la civilizada forma de competir por él… El momento cumbre de esta tendencia del film es la soberbia escena de la terraza, llena de una comunicación subliminal entre los personajes que es patrimonio de los grandes cineastas, por lo que merece explicarse con cierto detenimiento. Fernanda sale con Pat y por fin sucumbe, tímidamente, a sus avances; O’Malley vuelve a buscar unas copas de champán para él y su conquista; entonces, entra don Diego, el cual, al ver la pluma de Fernanda en el suelo, comprende lo ocurrido. Su mensaje es… tirar la pluma por la terraza: ¿quiere hacerle saber a Fernanda que lo sucedido ya es agua pasada?; ¿o por el contrario, que si se lanza, lo haga del todo? (No por nada, la siguiente secuencia del film será la de Cypress Point, con la dama dando rienda suelta a sus instintos…). Cuando Pat vuelve con las copas, don Diego pasa una a Fernanda y él se queda con la otra, dejando a O’Malley sin ninguna; beben el champán y devuelven las copas a Pat: lo tratan, por tanto, como a un criado, como a un inferior, y sin un solo gesto de desagrado. Pocas veces en cine se ha visto una humillación tan sibilina, a la par que feroz. Por ello, cuando don Diego vuelve al salón, llevándose a Fernanda, un impotente O’Malley, incapaz de responder con tamañas sutilezas, reacciona quebrando las copas.

Tras “Mujer altanera” Vidor volvería con brío inusitado al melodrama y haría una incursión en el género aventurero. Las cuatro películas siguientes, “El gran desfile”, “La bohème”, “El caballero del amor” y “…Y el mundo marcha”, conforman, sin lugar a dudas, el momento de máximo esplendor de toda su carrera, y a ellas dedicaremos en exclusiva la próxima entrega de nuestro estudio.

Antes de finalizar definitivamente su etapa silente, el cineasta aún volvería a la comedia con dos títulos a la mayor gloria de la amante de W. R. Hearst: Marion Davies. Es sabido que Orson Welles se inspiró en el afán de Hearst por convertir a Davies en una estrella para “Ciudadano Kane”, y por esa visión demoledora y por las películas que se podían ver de la intérprete (como la lamentable “Hearts divided”, de Borzage), durante décadas Davies sufrió la peor fama que imaginar quepa… hasta que se redescubrieron sus comedias con Vidor y pudo comprobarse que, si su talante dramático dejaba mucho que desear, su vis cómica era muy notable, adobada además por una sana tendencia autoparódica. Vidor, uno de los mejores directores de actores de la historia, lo supo apreciar inmediatamente, y jugó a fondo la baza de su físico, a medio camino entre Gloria Swanson… y Stan Laurel, así como de sus capacidades, multiplicando los momentos de puro lucimiento mímico de la actriz, en el reverso de lo que había sido su claudicación ante la Laurette Taylor de “Tin Tin de mi corazón”. De hecho, en sus películas con Davies se pone de manifiesto más abiertamente que nunca la atracción de Vidor por el slapstick (atracción que se seguiría manifestando hasta un film tan tardío como “Una encuesta llamada milagro”, concretamente en el mejor episodio del film, el de James Stewart y Henry Fonda), hasta el punto de que muchos momentos concretos podrían adscribirse al género sin desdoro; ello, con la excepción de la última de la serie, y segunda película sonora de Vidor, “Dulcy” (1929), que se desmarca de las anteriores al ser una comedia pura, carente de referencias al burlesco, y también, pese a contener más de una buena secuencia (como la representación del guionista de su nuevo guión, acompañada por el comentario pianístico de otro invitado), al ser inferior en calidad a las precedentes.

En cambio, a las dos comedias mudas de Vidor con Davies les falta poco para cotejarse con las que el autor realizó con Boardman, pese a su muy distinto carácter: la esposa de Vidor era increíblemente exquisita, y la amante de Hearst, más terrenal; una encarnaba la alta comedia, y la otra, el cine cómico; y ciertamente, el cineasta enfocó sus últimos filmes silentes más como un encargo para hacer despegar la carrera de la rubia clown que como algo puramente personal. La primera de la tanda, “La que paga el pato” (1928), no es en realidad más que una adaptación del cuento de la Cenicienta, en la cual, contra todo pronóstico, Vidor toma prestado algún momento de otros colegas (lo habitual era al revés), como los típicos gags de McCarey de un actor utilizando el marco de una puerta como escenario donde transformarse a cada aparición: en concreto, aquí, Davies exhibe todos los sombreros de la casa. Y cosa aún más rara en el cineasta, la polarización en bandos de buenos y malos entre los personajes es elemental; en parte, por la lamentable presencia de la brusca, como siempre, Marie Dressler, con la que no pudo ni el tejano, y que, equivocadamente, confundió la chabacanería de su personaje con la de su interpretación; en parte, por el mismo enfoque del film… aunque al menos en el conciliador final el director tuvo el detalle de redimir a los personajes negativos, gracias a las caricias que Mrs. Harrington prodiga a su marido, y sobre todo, al bonito e inesperado beso que la seria Grace prodiga a su patosa hermana Pat, obligando de paso al espectador a replantearse si el acoso constante que, al parecer, ha sufrido la desmañada, era de verdad tan tremendo, o ni siquiera tal. Matizado esto, “La que paga el pato” es un buen film, pues, si bien su inventiva es menor en comparación con otros Vidor superiores, esto no quiere decir, ni de lejos, que no la haya. Destacan especialmente: 1) la escena inicial, extraordinaria muestra de la música silenciosa de Vidor, que presenta a la familia comiendo al unísono, llevándose las cucharadas de sopa a la boca a ritmo de reloj (evidentemente, de metrónomo), inmejorable ejemplificación de la rutina cotidiana (una idea que su autor recuperaría para “Cenizas de amor”), y donde tan sólo Pat, la nota discordante, pierde comba; 2) la efervescente escena en que la familia se arregla a la vez, que contiene un estupendo plano donde las tres mujeres luchan por contemplarse en el espejo, por cierto más potente, quizá por más plebeyo, que un momento similar de “Mujer altanera”, así como una deliciosa muestra de las capacidades de clown de Davies, cuando camina, a lo pato, envuelta en el mantón de Manila; 3) la escena en el restaurante, con las bromas malabaristas del millonario Billy Caldwell, coronadas por el momento estelar en que una rama de apio se encaja perfectamente… en el escote de Mrs. Harrington (Hitchcock, años más tarde, mostraría una imagen similar, más refinada, en “Atrapa a un ladrón”); y 4) la escena en el apartamento del mujeriego Billy Caldwell, el cual, semiinconsciente, intenta dormir la mona lo más cómodo posible (en un sofá, en una banqueta de piano…), mientras Pat intenta seducirlo tomando como modelo a actrices entonces célebres: Mae Murray, Lilian Gish, en una imitación irresistible, y Pola Negri, en otra decididamente hilarante.

La siguiente colaboración de Vidor y Davies, “Espejismos” (1928), aunque no pueda codearse con las más grandes obras de su autor, es hoy en día una de las más célebres; por un lado, debido a cierta difusión por televisión y filmotecas, y por otro, imaginamos, por tomar como tema central el mundo del cine, incluyendo una serie de guiños con breves apariciones (cameos, que se dice hoy) de famosas estrellas. Pese a lo que cabría suponer con tal punto de partida, la película, como de Vidor, no es nada complaciente, y de hecho, muchas veces los guiños se convierten en bonachona autoparodia, cariñosa a la vez que humilde (algo, por cierto, bastante habitual en el Hollywood clásico: por algo llegaron a dominar el mercado de los cinco continentes décadas antes de que coparan la distribución mundial): la protagonista encarnada por Davies, Peggy Pepper, desdeña nada menos que a Chaplin, al no reconocer en la persona real al personaje público (“¿Quién es ese hombrecillo?”); la misma Peggy, al toparse con ¡Marion Davies!, viene a decir algo así como que “no vale gran cosa”; las reacciones del director de comedia ante el estreno de su película son una caricatura de los propios directores lamentando tantas elecciones formales mejorables; la autocita de Vidor con la bella secuencia entre los sauces de “El caballero del amor” muestra a una Peggy arrobada, pero también a un Billy fastidiado por “esos rollos lacrimógenos”. Sana distancia y cariño indisimulado hacen de “Espejismos” el mayor canto de amor que ha entonado un director de cine a su oficio, y Vidor extiende esta oda a todos los estamentos del séptimo arte, incluyendo a los tantos veces menospreciados practicantes del slapstick: para las estrellas estiradas a lo Peggy Pepper, los parias de Hollywwod; para el cineasta, la más pura encarnación del amor al cine como forma de vida.

De hecho, otra cuestión que deja traslucir “Espejismos”, por si “Wine of youth”, “Mujer altanera” y “La que paga el pato”, incluso “El gran desfile”, no lo hubieran dejado suficientemente claro, es la gran admiración que Vidor sentía por el burlesco: no sólo Peggy Pepper comienza su carrera como actriz del género y en más de una ocasión acompañamos a la troupe en sus rodajes, como en la persecución por la carretera, cuya parafernalia merecería figurar en cualquier antología del género; también el director trufa el film de abundantes gags, la mayoría de ellos para poner en su lugar a sus pretenciosos personajes: la exhibición que hace Peggy de sus capacidades interpretativas, cambiando de expresión cada vez que baja el pañuelo que oculta su rostro; el culazo que se pega en el rodaje, por, de tan estirada, no mirar al sentarse (la criada lleva la silla y debe girar en torno a Peggy hasta que por fin decida asentar sus reales posaderas); la altanera forma de la estrella de hacer que Billy le bese la mano y la reacción de éste de dejarle pegado en su terso cutis el bigote postizo (una muestra de desprecio, por cierto, que hace pensar en la escena de las copas de “Mujer altanera”, sólo que ahí, si don Diego hacía gala de suma elegancia, aquí, Billy, en consonancia con su profesión, resulta bastante chabacano). A veces, no obstante, asoma la gravedad tras los momentos de risa; sobre todo, en lo que atañe al ascenso de Peggy y su progresivo alejamiento de Billy, anunciado por Vidor magistralmente, en la escena en la que reclaman sólo a Peggy para su contratación, con un simple cambio de tiro que retrata a Billy tras el marco de la puerta, aislándolo. Así, algunos planos generales rezuman una gran melancolía: Billy solo en la gran oficina; Peggy corriendo hacia el fondo de la calle, contemplada por Billy desde el hangar… Aunque el caso más sorprendente viene tras la desafortunada broma de Billy con el bigote postizo: éste (como el Bud de “Bud’s recruit”) queda solo en plano medio, meditabundo y triste; luego, al incorporarse a su rodaje, un gran plano general lo muestra arrojándose al lago: su zambullida tiene algo de suicidio.

Pero, por supuesto, lo que impera en este film, donde continuamente, hasta el beso final, se debate la confusión entre ficción y realidad que hace la entraña de cualquier actor, es el humor: la guinda la ofrece la rima entre las dos escenas, ficticia en el primer rodaje y real en la boda de Peggy, en que la joven se ve regada por un sifón y, en el consiguiente arranque de furia, le lanza una tarta de merengue a Billy, que éste esquiva, para ir a aterrizar en plena faz, primero, del actor cocinero… y al final, del novio, el falso conde. No podían faltar los tartazos en un homenaje al cine en general, y al slapstick en particular.

 

Continuará.

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