Por Don Quiterio
El evento cinematográfico más importante de nuestra comunidad autónoma, maldita sea, tampoco se ha librado, en su cuadragésima primera edición, de los dichosos recortes.
Este año, además de haberse reducido los días del festival, se han suprimido dos de sus premios importantes, concretamente el “ciudad de Huesca” y el “Pepe Escriche”. Se pueden entender los recortes, la austeridad obligada, pero en absoluto es de recibo prescindir, caprichosa y equivocadamente, de esas dos referencias ineludibles: una, la del fundador, y otra, la que da nombre a la capital oscense. De un plumazo, pues, desaparecen, injusta y arbitrariamente, de la nomenclatura de los galardones, y eso es vulnerar la esencia de una actividad reconocible y reconocida en el exterior. Mientras tanto, se han mantenido otras denominaciones menos arraigadas con la historia y con el territorio en el que se radica el festival. Un sinsentido de unos gestores recortos de miras. Y una pésima decisión, sin paliativos ni pretextos de ningún orden.
Sin la memoria no somos nada. La desmemoria es un mal punto de partida. Y este festival se sumerge, de un tiempo a esta parte, en las aguas profundas y heladas del olvido. Sin embargo, la memoria se mueve, emerge, y desde simas y cunetas, cada hueso que sale a la luz grita el abandono de la justicia y la verdad. Montserrat Guiu, presidenta de la fundación del festival de Huesca, debería recapacitar y no vale que pusiera especial énfasis en destacar el certamen “como punto de encuentro para profesionales del cortometraje, un ámbito muy distinto al cine comercial, y marco para sinergias entre profesionales y el sector en general”. Vamos, que la cabeza se le ha derretido de tanto pensar. ¡La sabiduría al poder! Uno, la verdad, se cansa de tanto inepto (e inepta) llevando las riendas de cualquier certamen o muestra cinematográficos a lo largo y ancho del territorio aragonés. Pero así están las cosas y así las contamos. Hay que saber distinguir lo importante de lo que es menos. Ser justo, honesto y leal a la hora de gestionar los recursos es lo que diferencia a los buenos gestores de los mediocres o recortos de miras.
Unos gestores y políticos que propugnan el olvido como la mejor anestesia social y por ello no reivindican la memoria. En efecto, y por decirlo con José Javier Rueda, ‘vivimos en una sociedad que rehúye la memoria. No es bien valorada porque, según una teoría social en boga, con ella no se pueden construir sociedades felices y ociosas sobre el canon establecido. Dejar atrás el ayer para fijarnos solo en el hoy es la mejor manera de no pensar en el mañana, porque el efecto simétrico de no mirar al pasado es no preocuparse mucho por el futuro”.
Unos gestores, a fin de cuentas, que pasarán, que quedarán en el anonimato y que, en el peor de los casos, se les recordará por decisiones como estas, nefastas e injustificables. Hay que denunciar todas estas tropelías para no quedarnos sin historia cinematográfica. El premio “Pepe Escriche” fue diseñado para perpetuar la memoria del creador del certamen y de la fundación que lleva su mismo nombre y, al mismo tiempo, reconocer la labor de entendimiento entre diferentes culturas a través del cine. La justificación de falta de presupuesto para entregar el galardón es, además de absurda, una auténtica tomadura de pelo. Mezclar cultura con ideología siempre resulta nefasto.
Hay que tratar de reconducir las relaciones entre quienes han formado y forman parte de la fundación. Terminar con los problemas internos. Aclarar competencias. El festival se ha quedado demasiado encerrado en sí mismo y en muchos ámbitos de la ciudad se identifica con un grupo de amiguetes y eso no puede ser. No hay que dudar de la calidad de los trabajos presentados, pero de ahí a decir que todo el certamen ha sido sido un éxito es engañar a la gente y engañarse los propios responsables.
Mal que bien, en cualquier caso, el festival sigue su curso. Este año, los premios de honor han recaído en los cineastas Adolfo Arrieta y José Antonio Sistiaga, que toman el testigo de los homenajeados del año pasado, Stephen Frears e Iciar Bollaín. El primero se mostró encantado de recibir un galardón -entregado por el cineasta caspolino Alejo Lorén- que lleva el nombre de Luis Buñuel, de quien Arrieta realizó un documental, ‘Dry martini’ (1974), sobre un artículo que escribió el director de Calanda acerca del alcohol y el tabaco, pues inventó un cóctel que él llamaba “buñueloni”, que es como el dry martini pero al que le añade Campari, y el resultado es una película de siete minutos con la que rinde homenaje a un director que admira profundamente, aunque no se pudo proyectar porque un fallo en el sonido lo impidió.
Más o menos (o pretendidamente) cursi, y autor de ‘El castillo de Pointilly’ (1972), ‘Las intrigas de Silvia Couski’ (1974), ‘Tam-Tam’ (1976), ‘El bombero’ (1978), ‘Ranas’ (1983) o ‘Merlin’ (1990), Adolfo González Arrieta (Madrid, 1942) se inicia en el terreno pictórico antes de pasar al cine. Rueda tres películas en pequeño formato, a través de las cuales comunica sus impresiones sobre las obras que más le han impresionado: ‘El mago de Oz’, películas musicales, de vampiros… La visión del filme de Jean Cocteau ‘Orfeo’ le hace decidirse definitivamente por el cine. Pese a haber realizado la práctica totalidad de su obra en la cinematografía francesa, Arrieta está considerado como el más importante y representativo del cine marginal y “underground” entre las décadas de 1960 y 1970 en España. Perteneciente a la generación de Lorenzo Soler, Augusto Martínez Torres y Antonio Maenza, Arrieta revoluciona el panorama del cine español. El realizador lanza una propuesta que enlaza con el espíritu del cine “amateur” (fundamentalmente por su carencia de medios técnicos y económicos), aunque asume un enorme riesgo estético y aparece influido por los nuevos cines europeos, especialmente la “nouvelle vague” francesa. Al igual que Maenza o Soler, Arrieta hace de la experimentación su bandera fílmica y su cine debe ser contemplado sin perder de vista el contexto social y cultural en que es realizado.
También pintor, José Antonio Sistiaga (San Sebastián, 1932) empieza a hacer sus primeras obras a los diecisiete años. A partir de entonces, realiza una muy estimable labor en la pintura de vanguardia. Tentado por el cine, lleva a cabo una interesante experiencia al trasladar la pintura al cine de un modo directo: pinta a mano, fotograma a fotograma, sobre el celuloide. Autor de ‘Ere erera baleibu izik subua aruaren’ (1968), ‘Ana’ (1969), ‘Impresiones en la alta atmósfera’ (1989), ‘En un jardín imaginado’ (1990) o ‘Paisaje inquietante’ (1991), su compromiso con el cine vanguardista le hace realizar una obra de creación que resulta a la vez pintura y cine de animación, fuera de cualquier convencionalismo. Esta técnica, dice, “ya se utilizaba en los comienzos del cine, porque, pongamos, los hermanos Lumière ya coloreaban sus películas y ha habido otros que han pintado sobre películas a través de una emulsión transparente, pero solo se conoce la obra del canadiense Norman McLaren y la mía”.
Tal y como se hizo el año pasado, el festival oscense, cuyo cartel viene firmado por el dibujante José Luis Cano, ha acogido el ciclo ‘Cine bajo las estrellas’, en el que se han combinado cortometrajes de procedencia aragonesa con la música de discjockeys. Entre ellos, los cortos de los estudiantes de la universidad de San Jorge y los de Germán Roda (‘Mi papá es director de cine’), Cristóbal Vila (‘Inspirations’), Lucía Camón (‘Equipaje’), Esteban López Juderías (‘Tres horas cuarenta y tres minutos cuarenta y cinco segundos’), Clemente Calvo (‘Videolightwork one’), Ignacio Estaregui (‘Reveal’), Andrés Cisneros (‘Kill the frog’), Javier Sanz (‘Desvísteme’), Pablo Aragües (‘Duelo’) o Elia Ballesteros y Kate Campbell (‘Ahora, no’). También se han proyectado ‘La profecía de las ranas’, de Jacques Remy Girard, dentro del programa infantil impartido por el colectivo ‘La linterna mágica’, y el documental de Gaizka Urresti ‘La vida inesperada’, sobre el día a día de un grupo de personas con discapacidad intelectual.
Se han proyectado, también, cortos dedicados a Colombia, en concreto al festival de Bogotá, que en diciembre de este año celebrará su undécima edición, con obras de Andrés Forero, Frank Benítez, Klych López, Carlos Hernández, Rubén Mendoza, Juan Manuel Betancourt, Pablo González o Diana Montenegro. E igualmente se le ha dedicado un homenaje al centro universitario de estudios cinematográficos de México, en su cincuenta aniversario, por aquello del irresistible encanto de los números redondos. Pues bien, de esta escuela de cine, la más antigua de América latina, se ha podido ver una retrospectiva de obras primerizas de aquellos celuloides y algunos de sus reconocidos protagonistas: Alfonso Cuarón, Esther Morales, Marcelino Aupart, Rosa Martha Fernández, Luis Estrada…
La sección ‘Una mirada global’ ha estado dedicada al reciente largometraje internacional: ‘Searching for sugar man’ (Malik Bendjelloul), fascinante documental musical que relata la investigación y búsqueda del cantante Sixto Rodríguez, de la década de 1970, que desaparece sin dejar rastro; ‘No’ (Pablo Larraín), adaptación de la obra del gran Antonio Skármeta ‘El plebiscito’ sobre el referéndum que expulsa del poder a Pinochet; ‘Project Nim’ (James March), documental sobre la educación de un chimpancé que, hacia 1975, se convierte en el centro de un experimento que tiene como objetivo probar qué pasaría si un mono se cría y se alimenta como un humano; ‘En la casa’ (François Ozon), excelente adaptación de ‘El chico de la última fila’, la obra teatral de Juan Mayorga, un thriller dramático que explora los límites entre la realidad y la ficción, en la mejor tradición del maestro Buñuel; ‘César debe morir’ (Paolo y Vittorio Taviani), asombrosa disolución de las fronteras que separan realidad de ficción, sobre Julio César, la traición, el destino, con el texto del bardo inglés adaptado por unos presos; ‘Las sesiones’ (Ben Lewin), comedia amable en torno a la vida sexual de un discapacitado; y ‘Amor’ (Michael Haneke), retrato preciso e implacable del final de la existencia, un conmovedor, voraz y lúcido paseo por el dolor y la muerte. El cine del director austriaco duele. Duele porque importa.
Las sesiones dedicadas al concurso de cortometrajes han sido las de mayor afluencia de público. Más de cien producciones han competido por los premios a los mejores cortos de ficción y de no ficción. Entre estas obras se han presentado varios galardonados de la anterior edición, como la danesa Mette Föens, que ha presentado ‘Mi nombre’, o el vasco Ibán del Campo, que ha hecho lo propio con ‘Tramontana’. Han participado filmes de España, Reino Unido, México, Alemania, Francia Brasil, Venezuela, Perú, Argentina, Chile, Portugal, Colombia o Bolivia. Uno de los cortos más curiosos ha sido ‘¡Marcelino, no te vayas!’, del aragonés Román Magrazo, la historia del payaso jaqués Marcelino Orbés que marchó a Nueva York e inspiró, al parecer, al mismísimo Charlot, que casi fue su precursor, pero durante años y años ha estado en el olvido.
Finalmente, en el teatro Olimpia se proyectaron los cortometrajes premiados, concedidos por un jurado compuesto por Petra Lataster, Margarita Maguregui y María Gutiérrez Martín, en una gala de clausura conducida por el periodista Javier Nadador, la primera en la historia del certamen en la que los galardones no se anunciaron con anterioridad: el colombiano ‘Los retratos’ (Iván Gaona), el británico ‘The mass of men’ (Gabriel Gauchet), el francés ‘Vikingar’ (Magali Magistry), el estonio ‘Distance’ (Janno Jürgens), el griego ‘Chamomile’ (Neritan Zinxhiria), el mexicano ‘El árbol’ (Gastón Andrade) o los españoles ‘Presence required’ (María Gordillo), ‘El ruido del mundo’ (Coke Riobó) y ‘Proyecto mágico’ (Manuel Jiménez Núñez). Este último se convierte en uno de los escasos realizadores que han logrado repetir presencia en el palmarés en dos ediciones consecutivas. En la anterior, Manuel Jiménez fue premiado por el corto documental ambientado en El Rocío ‘La aldea perdida, el lado oscuro’ y ahora no ha desaprovechado la ocasión para reivindicar la existencia de los festivales, que en tiempos de crisis mueren o sobreviven a duras penas.
Se cerró así una de las ediciones más difíciles y problemáticas del festival de cine de Huesca, acosado por los recortes (y los recortos de miras), en los que se ha podido ver reflejada la vida, con sus grandezas y miserias, en un gran panorama de cortometrajes y en un buen ramillete de largometrajes. Pero la lucha interna de los organizadores es un secreto a voces. Montserrat Guiu ha tratado de poner al mal tiempo buena cara y de convencer a los oscenses con las cifras de asistencia, más o menos dudosas, de que esta edición ha sido un éxito. Allá ella con sus balances. Porque los denominadores comunes, de un tiempo a esta parte, son los amiguismos, los favoritismos, las discrepancias, las ocultaciones, las zancadillas, las destituciones, los egocentrismos y un sinfín de calamidades. ¿Hacia dónde va el festival internacional de cine de Huesca? Que contesten los recortos de miras.