Elías, forjador de Saura


Por Don Quiterio

En su reciente visita a Zaragoza, con ocasión de la buñueliana “columna” de honor concedida por la academia del cine aragonés, el oscense Carlos Saura hablaba del proyecto en marcha de ’33 días’, en torno al proceso de creación del ‘Guernica’ de Picasso, una gran produccíon cuyo rodaje se ha ido retrasando, con Antonio Banderas y Gwyneth Paltrow al frente, en la que Elías Querejeta ha participado como guionista y no, por problemas legales, como productor.

Sin embargo, Querejeta fallece unas semanas más tarde y la propuesta, su último empeño cinematográfico, ha quedado, de momento, en suspenso.

 


Querejeta, precisamente, es quien forja la carrera cinematográfica de Carlos Saura. Cuando el aragonés evoca el momento en que aparece en su vida, después del fracaso de ‘Llanto por un bandido’ y de pasearse por unas cuantas productoras que se niegan a financiar ‘La caza del conejo’, el productor vasco es su salvavidas, alguien que confía a muerte en una película que se convertirá, gracias al millón de pesetas que invierten cada una de las partes contratantes, en la estimulante declaración de principios del llamado “nuevo cine español”, rabiosa radiografía de un país asfixiante y asfixiado, cuya dictadura silenciaba a las voces disidentes a golpes de tijera.


‘La caza’ (1965), que la censura obliga a reducir a sus dos primeras palabras el título primitivo, significa el inicio de su fructífera colaboración y empieza a cimentar su fama internacional. Y hay que decir que Querejeta se muestra valiente al producir un filme que, detrás de la historia de un grupo de cazadores que, por una serie de conflictos, acaban matándose entre ellos, esconde una acertada y punzante alegoría sobre la guerra civil española. Con Saura inventa el productor ese cine metafórico que pone en el patíbulo los caprichos del franquismo para asesinarlos con abstractas, casi crípticas, pullas rellenas de pólvora. Son años de lucha desde la malicia del subtexto. Desde entonces, juntos e inseparables, ruedan trece películas en diecisiete años, una serie de dramas psicológicos y simbólicos sobre los recuerdos, la memoria, el paso del tiempo, las vivencias, las nostalgias, las apariencias, las heridas del pasado, los límites entre lo real y lo onírico.

A pesar del tramo final, tan inverosímil como insignificante, ‘Pippermint frappé’ (1967), con unos exteriores deslumbrantes, es una elegante y críptica obra dedicada a Luis Buñuel, lo que hace pensar que esté inspirada en ‘Ensayo de un crimen’. De configuración híbrida y estrucutración precipitada, ‘Stress-es tres-tres’ (1968) es un extraño título, decididamente fallido, una suerte del Polanski de ‘El cuchillo en el agua’. Con ‘La madriguera’ (1969) se establece un interesante reflejo de las preocupaciones por las relaciones amorosas, el tiempo y el subconsciente. El angustioso ‘El jardín de las delicias’ (1970) tiene una incorporación verídica, sublime, de José Luis López Vázquez, un personaje que ha de expresarse con los escasos movimientos faciales de un paralítico total y cuya imaginación se llena de alucinados fantasmas y sueños de muerte. ‘Ana y los lobos’ (1973) es una especie de auto sacramental que utiliza personajes que simbolizan la iglesia, la familia y el ejército. ‘La prima Angélica’ (1974) es otro amargo retrato de la guerra civil a través de un individuo que regresa a casa para asistir al entierrro de su madre. ‘Cría cuervos’ (1976) es el primer filme íntegramente escrito por Saura, sin la colaboración en el guion por parte de Rafael Azcona o Angelino Fons, y retrata el mundo de una niña (Ana Torrent, asombrada por los pechos de Florinda Chico), el choque de su mirada primigenia con el mundo de los adultos, con la preciosa y triste canción, mientras baila con otros niños, en la voz de Jeanette ‘¿Por qué te vas?’.

De estructura narrativa compleja, ‘Elisa, vida mía’ (1977) toca el tema de la representación, del gran teatro del mundo, un homenaje a la cultura del barroco hispano. ‘Los ojos vendados’ (1978) es uno de los filmes más políticos del realizador, en torno a un director teatral (José Luis Gómez) que se muestra anonadado tras asisitir a un acto contra la tortura, especialmente tras escuchar el discurso de una argentina. En ‘Mamá cumple cien años’ (1979), anómala continuación, en clave satírica, de la oscura ‘Ana y los lobos’, las obsesiones y la frustración salpican todo el metraje, en el que el erotismo juvenil y el humor se añaden a las constantes de ese anterior filme. Mezcla de cine policiaco y el mejor cine intimista, ‘Deprisa, deprisa’ (1981) es una excelente película sobre el tema de la delincuencia juvenil, en la que Saura vuelve a los ambientes de su primer filme, ‘Los golfos’. Finalmente, ‘Dulces horas’ (1982) es uno de los filmes más artificiosos del oscense, de una insignificancia que su énfasis y pretenciosidad hacen aún más aguda, hasta el punto de que las músicas de Scarlatti o Ravel chirrían, fastidian, irritan.

Este fracaso comercial y artístico hace que la unión entre Saura y Querejeta se rompa definitivamente, y el aragonés, a partir de aquí, caminará de la mano de Emiliano Piedra, Juan Lebrón o Andrés Vicente Gómez. En cualquier caso, Saura sabe que hay personas fundamentales en la vida de cada uno, capaces de modificar su rumbo, y también sabe que, si no hubiera encontrado a Elías, su vida profesional y personal habría sido muy distinta.

Guipuzcoano de 1934, nacido en una familia acomodada, carlista y muy religiosa, Elías Querejeta cuenta que vive su primera experiencia cinéfila cuando es muy pequeño, en su Hernani natal. Su padre aparece con un objeto escondido bajo el brazo, extiende una sábana blanca y proyecta una imagen de Charlot que ya no puede olvidar. ¡Quién le iba a decir que, años después, sería el compañero de la hija de Charles Chaplin y la intérprete de muchas de sus películas! Mientras tanto, el pequeño Elías destaca en el manejo del balón y llega a jugar en el primer equipo de la Real Sociedad. Entre partido y partido, comienza a confeccionar los guiones de sus primeros cortometrajes documentales, ‘A través de San Sebastián’ (1960) y ‘A través del fútbol’ (1962), escritos y dirigidos junto con Antxon Eceiza, a quien producirá sus primeros largometrajes: ‘El próximo otoño’ (1963), ‘De cuerpo presente’ (1965), ‘Último encuentro’ (1966), ‘Las secretas intenciones’ (1969)…

De la aventura futbolística le queda la gran habilidad para el regate corto ante la junta de censura y la burocracia. Instalado definitivamente en Madrid, recala en la productora Uninci, responsable, entre otros títulos, de ‘Viridiana’ (1961), la reincorporación de Luis Buñuel a la industria española tras el exilio provocado por la insurrección franquista. El realizador calandino aprecia la amistad del productor vasco y le invita a una tertulia que organiza en la capital con otros compañeros. En 1963 participa en el guion de ‘Los inocentes’, de Juan Antonio Bardem. De aquella experiencia aprende que, en una película, todos tienen que rendir cuentas al productor. Y como él no quiere rendírselas a nadie, decide asumir él mismo ese rol.

Tres años después, en efecto, comienza profesionalmente en la producción cinematográfica y funda su propia compañía, para convertirse en el productor más determinante en la historia del cine español, discutiendo todas las propuestas. Y cuando se involucra en un proyecto lo hace suyo. Para él, lo importante es el guion y el montaje, porque, parafraseando a René Clair, “rodar”, dice, “lo puede hacer cualquiera”. En este sentido, son elocuentas las palabras que Wim Wenders suele hacer cada vez que se refiere a la fallida ‘La letra escarlata’ –la letra del título es la marca que denigra a las mujeres adúlteras-, culpando a Querejeta, como coproductor, de haber llevado a cabo un montaje de la película sin su consentimiento. Elías, por su parte, contesta que si la adaptación de la novela clásica de Nathaniel Hawthorne sale mal es por la inexperiencia de aquel primerizo cineasta alemán, luego tan aclamado. Elías tiene seguramente razón, porque en lo sucesivo Wenders huye del cine de época como de la peste.

Una clase de productor, en realidad, que cree en su producto porque casi lo ha parido y que se va a dejar la piel por sacarlo adelante. Una raza de productor que hoy prácticamente no existe, y no porque Elías sea implacable con sus colaboradores –que, a veces, también-, sino porque asume en todas las películas que produce un grado de autoría que le hace pertenecer a esa estirpe de productores en extinción. Son elocuentes sus propias palabras: “Un productor de cine no hace las películas. En principio, se limita a hacer que se hagan. Sin embargo, en ese específico hacer suyo radica su específica manipulación. En los medios y los métodos de producción que el productor ponga al servicio de cada película concreta existe ya un determinado entendimiento del cine, y quien dice del cine dice del arte en general, de la política y de cualquier otra actividad humana”.

Su apuesta más complicada es con Víctor Erice, que en 1969 dirige uno de los episodios de ‘Los desafíos’, tríptico producido por Querejeta y completado por Claudio Guerín y José Luis Egea. Después no duda en embarcarse en el proyecto de ‘El espíritu de la colmena’, donde el realizador donostiarra introduce la figura del monstruo en la visión de la guerra civil desde la perspectiva infantil. Sin duda, las obras maestras de Querejeta son ‘El espíritu de la colmena’ (Erice, 1973) y ‘El desencanto’ (Jaime Chávarri, 1976), que condensan de forma mágica todas sus obsesiones y su pasión por el cine. La primera es una de las cumbres del cine europeo, una fascinante inmersión en el mundo infantil, en la posguerra española y en el mito de Frankenstein, a través de unos inmensos ojos, los de Ana Torrent, que con siete años devora la pantalla. Al propio Erice le produce, diez años más tarde, ‘El sur’, que solo puede explicarse bajo ese bendito síndrome devorador de la figura de Querejeta, que es quien, por desavenencias debidas en parte a su duración, pone fin antes de tiempo.

Con ‘El desencanto’, su obra más arriesgada y controvertida, produce una suerte de ensayo documental sobre la decadencia de la famila del poeta del régimen, Leopoldo Panero, que cierra el ciclo antifranquista del cine de Querejeta y simboliza el fin y el principio de toda una época política, artística, social. Los miembros de la familia Panero, al abrir sus recuerdos de cara al público, se desnudan sentimentalmente: reproches, traiciones, afectos y egocentrismos giran en torno al gran ausente, fallecido catorce años antes. Los intríngulis, en fin, de una familia de genios literarios, tocados por el desequilibrio psíquico en un caso o por el impacto de la muerte del padre en todos. Toda una lección memorable de audacia cinematográfica. Todo con imágenes en blanco y negro. Autodestrucción solo salvada gracias a la palabra escrita, y de la que Querejeta hace oficio de tinieblas en los guiones de las siguientes propuestas de Chávarri: ‘A un dios desconocido’ (1977) y ‘Dedicatoria’ (1979).

Inteligente para analizar la realidad, siempre al servicio de un cine con ambiciones artísticas en un país que vive una interminable dictadura, con su gran talento para descubrir el talento ajeno y hacerlo productivo, Querejeta prolonga su sello personal a todo el cine que produce y ofrece la oportunidad de expresar su capacidad a gente novel o consagrada como Francisco Regueiro (‘Si volvemos a vernos’), Manuel Gutiérrez Aragón (‘Habla, mudita’, ‘Feroz’), Montxo Armendáriz (‘Tasio’, ’27 horas’, ‘Las cartas de Alou’, ‘Historias del Kronen’), Fernando León de Aranoa (‘Familia’, ‘Barrio’, ‘Los lunes al sol’), Emilio Martínez Lázaro (‘Las palabras de Max’), Ricardo Franco (‘Pascual Duarte’), Francisco Lucio (El aliento del diablo’) o su propia hija Gracia Querejeta.

En 1987, Elías presenta varios mediometrajes reunidos bajo el título de ‘Siete huellas’, producidos por él y uno de ellos dirigido por su hija, fruto de su unión con la diseñadora de vestuario María del Carmen Marín. Este es el inicio de Gracia Querejeta, a la que su padre le produce los documentales ‘El viaje del agua’ (1988), ‘La adolescencia’ (1990, episodio de la serie ‘El hombre y la industria’), ‘El trabajo de rodar’ (1993), ‘El partido del siglo’ (1997, serie codirigida por Roberto Saura y Luis Barrios), ‘Primarias’ (2000, codirigido por Fernando León de Aranoa y Azucena Rodríguez) o ‘Valores humanos’ (2002, serie codirigida por Fernando León, Fernando Bauluz, Isabel Coixet, María Ripoll, Manuel Palacios, Jorge Iglesias, Jaime Chávarri y Benito Zambrano). Y, por supuesto, sus primeros largometraje de ficción, intimistas crónicas agridulces de anotaciones humanas, muy elaborados, casi cerebrales: ‘Una estación de paso’ (1992), ‘El último viaje de Robert Rylands’ (1996), ‘Cuando vuelvas a mi lado’ (1999), ‘Héctor’ (2003) y ‘Siete mesas de billar francés’ (2007).

“Si escuchara las voces que dicen que asumo demasiados riesgos no haría nada de lo que hago”, dice Elías Querejeta en 2000, en la presentación del filme documental ‘La espalda del mundo’, de Javier Corcuera, estructurado mediante tres episodios dentro de un evidente propósito de denunciar injusticias y arbitrariedades sociales. El riesgo, pues, siempre parte del trabajo de este guionista y productor. E inspira (y Eterio Ortega dirige) una trilogía vasca en la que traslada su anterior compromiso contra la dictadura franquista al combate contra el terrorismo, unos documentales dedicados, respectivamente, al asesinato del dirigente socialista Fernando Buesa y su escolta –‘Asesinato en febrero’ (2001)-, la dignidad de los concejales socialistas Patxi Elola y José Vélez frente a la amenaza etarra –‘Perseguidos’ (2004)- o el testimonio estremecedor de Kepa Pikabea, preso político en Nanclares de Oca por varios asesinatos de guardias civiles –‘Al final del túnel’ (2011)-.

Siempre incómodo con el poder, Querejeta, en efecto, encuentra en los últimos años la ilusión primera y perdida del documental y también encuentra, y no por el camino de la vanidad, la tecla por pulsar de dirigirlos él mismo: la serie ‘Palabras de amor’ (2006) o el largometraje ‘Cerca de tus ojos’ (2009), acerca de la constante vulneración de los derechos humanos en nuestro tiempo. O el guion para el filme ‘La conspiración’ (Pedro Olea, 2011), sobre las actividades del general Mola organizando la sublevación militar de julio de 1936. Y entre simbolismos, metáforas y cripticismos, su vasto legado está marcado por el compromiso y la profesionalidad, sin el que es imposible entender el proceso de modernización del cine español y la revolución del cine de autor.

“Pertenezco”, afirma el vasco, “a una tradición familiar según la cual las cosas a las que uno se ha dedicado o dedique, como hacer tornillos, plantar árboles, explotar canteras, construir casas, todo eso, cualquiera que sea la dedicación, hay que procurar que esté bien hecha y cuanto mejor esté hecho, mejor. Cuando dejemos de ser tangibles nos convertiremos en inmortales, y el cine, yo creo que casi, casi, nace con voluntad de inmortalidad. El cine es un conjunto de personas en función de un determinado proyecto, donde hay alguien que dirige todos los días, y el productor es alguien que tiene que estar ciertamente preocupado de que todo ese conjunto de elementos coordinados cumpla una finalidad que luego se pasa en una pantalla, y que transmita emociones, pensamientos y sentimientos. Estoy contento de mi oficio. Una vez le preguntaron a Irving Thalberg, productor de la Metro, que por qué no aparecía en los títulos de crédito y entonces respondió con una de las chulerías más gloriosas de este mundillo del cine: ‘No me hace falta. Cualquiera que sepa un poco de este trabajo sabrá que esa película está producida por mí’. Pues eso”.

Premio nacional del cine español en 1986, también en Aragón, casi lo olvido, se reconoce su labor como renovador de una industria que rompe con el populismo y la tradición. En 2008, participa en la “expo”, donde presenta ‘Llega la tormenta’, y recibe el trofeo ciudad de Zaragoza en el festival de jóvenes realizadores. En 20ll, obtiene el premio Luis Buñuel del festival internacional de Huesca. Antes, en 1998, consigue la medalla de oro de la academia del cine español y su presidente de entonces, el zaragozano José Luis Borau, esboza lo que bien podría quedar como su retrato: “El cine español ha chupado mucha rueda de ti, amparado en tu prestigio, tu descaro y tu valor”. ¿Cómo sería el cine español en estos momentos sin su labor como productor?

Hablar de Elías Querejeta, en definitiva, es hablar de un productor de un cierto cine español que logra romper, a través del simbolismo y la metáfora, las estrechas y dictatoriales barreras del franquismo, acumular numerosos éxitos en festivales internacionales y dar a conocer no pocos nombres de la filmografía española, desde principios de la década de 1960 hasta ya entrado el siglo XXI. Ha sido, en fin, el equivalente más representativo de un cine que podría catalogarse como ideológicamente comprometido, socialmente consciente, intelectualmente activo, estéticamente exigente e industrialmente firme.

Las películas de la factoría Querejeta, en última instancia, gustarán más o gustarán menos, tendrán sus admiradores o tendrán sus detractores, pero sirven, con sus aciertos y sus errores, para recorrer el espacio que va de ‘El espíritu de la colmena’ a ‘Los lunes al sol’, y la extensa ruina que ha legado una generación perversa.

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