Por Don Quiterio
El cine es algo maravilloso porque durante dos horas los problemas solo los tienen otros. El cine nos da la oportunidad de evadirnos un rato de la vida cotidiana, envueltos en una oscuridad cómplice que no permite otra opción que permanecer atento a la pantalla.
Más abstraída que distraída, la mente descansa de la vorágine diaria, las preocupaciones declaran tregua y el espíritu se relaja. Eso si la película es buena. Si es un coñazo (o un huevazo, para no molestar), mala suerte. No piensen, desocupados lectores, que el discurso sirve para justificar la voracidad depredadora de los fantoches que tienen el talento en barbecho y la subvención en provecho. Separado el grano de la paja, justo es distinguir el trabajo y el talento.
Por eso, para acertar, es justo reconocer el trabajo y el talento de las filmotecas en sus esfuerzos de recuperación y exhibición. La de Zaragoza, sin ir más lejos, es un ejemplo fehaciente y cercano. La labor de Leandro Martínez –y de Toña Estévez, del mismo equipo-, responsable de la dirección del departamento de programación, resulta del todo encomiable. Ahora, con la entrada del estío, la filmoteca de Zaragoza detiene sus actividades, se toma las “obligadas” vacaciones veraniegas y cierra la temporada con los estrenos del documental ‘Dormíamos, despertamos’ (2012) y el ensayo fílmico ‘Los ilusos’ (2013). E, igualmente, se vuelve a programar ‘Carne de fieras’ (1936), con ocasión de la presentación del libro de Alfonso Domingo ‘El enigma de Tina’, sobre la deslumbrante vida y misteriosa muerte de la vedette Tina de Jarque, una de las intérpretes del filme de Armand Guerra, una comedia dramática sobre un boxeador enamorado de su esposa que descubre que mantiene una relación con el cantante de un cabaret. Entra en una profunda depresión y conoce a una artista circense cuya actuación consiste en bailar desnuda dentro de una jaula con cuatro leones.
Especialista en la guerra civil española y la posguerra, Alfonso Domingo (Turégano, Segovia, 1955) es periodista, reportero de guerra y autor de numerosos trabajos documentales. Ha publicado ensayos de hisoria oral y novelas biográficas. Ahora, con ‘El enigma de Tina’, presentado en la filmo por el propio Domingo y el especialista Javier Barreiro, nos introduce en la historia de una de las más famosas vedettes de las décadas de 1920 y 1930, Tina de Jarque –la gran rival de Celia Gámez-, intérprete, además, de películas en Alemania, Estados Unidos y España, entre ellas la sorprendente ‘Carne de fieras’ en pleno conflicto bélico, la única película de la artista, que hace el papel de adúltera, que ha llegado hasta nosotros. Una de sus protagonistas, la francesa Marlene Grey, fallece en Marsella ese mismo año, atacada, precisamente, por las fieras. Y Tina de Jarque desaparece en la guerra civil. Y la propia película, que se creía perdida, es recuperada por suerte en 1992, restaurada y montada gracias a un trabajo de reconstrucción dirigido por el especialista Ferrán Alberich. Es, desde luego, una película extraña, que tiene desnudos y donde se ven algunas de las secuelas de la guerra en Madrid.
El aspecto más llamativo de esta tragicomedia con tintes de humor y números musicales es la incorporación, por primera vez en el cine español, de escenas de desnudo femenino, alejadas de la pornografía y basadas, por el contrario, en el tratamiento estético del desnudo que difunden entonces los documentalistas naturistas alemanes. La protagonista es realmente una domadora de fieras y suele actuar en el circo Price de Madrid. Su espectáculo, desnuda ante las fieras, gusta mucho al público. Por eso, Armand Guerra la contrata para recrear su espectáculo en el celuloide, lo que significa su debut en el cine.
‘Carne de fieras’ llega a la filmoteca de nuestra ciudad a través de la compra, que no adquisición, del archivo de Raúl Tartaj, quien, parece ser, compra las latas de los rollos en el rastro madrileño, al peso. Finalmente, Ana Marquesán y su equipo de colaboradores restauran la película, floja técnicamente pero muy interesante, con un final sorprendente, explicando el destino de cada uno de los protagonistas, con Pablo Álvarez Rubio a la cabeza del reparto. Se trata, en esencia, de un endeble melodrama, pero uno de los filmes más pintorescos, sin embargo, de la España republicana. Su guionista y director, el enigmático Armand Guerra, es también autor de ‘Luis Candelas, el bandido de Madrid’ (1926), la primera adaptación a la pantalla de las andanzas del legendario ladrón castizo del título, célebre por la audacia de sus hurtos y sus interminables conquistas femeninas (como los bandidos andaluces Diego Corrientes y José María “el tempranillo”), que perece ajusticiado en Madrid tras una espectacular detención en Gijón, de donde se disponía a huir a Londres con una inmensa fortuna bajo el brazo, si bien el cineasta José Buchs realiza casi simultáneamente su propia versión, ‘Una extraña aventura de Luis Candelas’, mucho mejor acabada, con una ambientación del viejo Madrid que constribuye a crear el buen clima dramático de la obra.
De verdadero nombre José María Estívaliz Calvo, Armand Guerra es un periodista popular en su época que dirige cine en la etapa del silente y principios del sonoro (‘Un grito en la selva’, ‘Les misères de l’aiguille’, ‘Le vieux Docker’, ‘La comunne’, ‘Batallas de damas’, ‘Die geschenkte loge’, ‘Idilio nocturno’, ‘Estampas guerreras’), un aventurero anarquista nacido en Valencia en 1890 que siempre se encuentra en los lugares oportunos para filmar documentales, a veces con la colaboración de Hans Warckmeister o Carl Frolich. Así, en 1913 se halla en París para recoger el conflicto de la comuna. En 1917, en Moscú para recoger aspectos de la revolución rusa. En 1920, en Turquía. En 1931, en Alemania. En 1936, en España para preocuparse por la guerra civil, donde filma documentales en el frente y después se ocupa de asuntos propagandísticos del sindicato de trabajadores en la prensa escrita. En 1939, se exilia a París y escribe el guion de una película policiaca, pero su cadáver aparece un buen día en la calle.
Además del libro ‘El enigma de Tina’, Alfonso Domingo es tambien el codirector –junto a Daniel Quiñones, Andrés Linares y Twiggy Hirota- del documental ‘Dormíamos, despertamos’, estrenado en la filmoteca de Zaragoza y que gira en torno al 15-M, ese movimiento de protesta, de lucha, de compromiso, que surge de la indignación, del cabreo por la situación actual, y que tiene su origen en las redes sociales cuyo sustento son las nuevas tecnologías. El documental de Alfonso Domingo y compañía habla de un colectivo que no es antisistema, como lo califican, sino, más bien, “ante este sistema”, ante este tinglado, ante este tenderete, ante este quiosco al que llamamos sistema. Cuango alguien se queja, por inocente que sea su protesta, lo tachan de antisistema para hacernos creer que se rebela contra un orden y no contra un desbarajuste.
Se equivocan, en cualquier caso, tanto los que denuncian que el movimiento está manipulado como los que lo exaltan de forma acrítica. Surge a partir de justas reivindicaciones, pero con todas las reivindicaciones que un movimiento de estas características contiene. Las movilizaciones populares valen la pena, sensibilizan a las personas, hacen que se hable a toda la sociedad y sirven como fuerte factor de presión sobre los gobiernos. Que te robe un ladrón es una cosa y que te robe quien se supone que caza ladrones es otra bastante más indigesta. Este es uno de los detonantes de la indignación que se ha apoderado de las calles en las ciudades. Indignados, sí, que es como quedan los que pierden la dignidad, sabedores de que tras ella solo queda la esperanza. El poder sabe controlar el orden, no el caos. Y el desorden es capaz de paralizar las decisiones que acabaron de prender la mecha popular. O esa era (es) la intención de, acaso, unas ilusiones y unos ilusos.
‘Los ilusos’ es, en efecto, el segundo largometraje de Jonás Trueba (Madrid, 1981), título recogido de una novela corta que Rafael Azcona publica en la década de 1950 y que sirve de inspiración al cineasta para una historia que desemboca, al mismo tiempo, en su libro ‘Las ilusiones’, alrededor de las experiencias acontecidas durante el rodaje del filme. Coguionista de ‘Vete de mí’ o ‘El baile de la victoria’, Jonás realiza este filme tres años después de ‘Todas la canciones hablan de mí’, su debut en la realización para el que se sirve de la colaboración de Daniel Gascón en la escritura de un guion con diálogos chispeantes e inteligentes.
El cine de Jonás, que no cumplió veinticinco años en el 2000, tiene un marcado sabor en la asimilación de los experimentos de Godard, especialmente influido en la utilización de los tiempos fílmicos y en la narración no lineal. Son crónicas de superación, de rupturas sentimentales, de eternas melancolías, pero el cineasta, a veces, se estanca replegándose sobre sí mismo, aunque propone unos estimulantes retratos de personajes hacia los que vuelca una mirada tierna y melancólica, contemplativa y triste, y construye unas películas puntuadas por las citas literarias y cinéfilas, acaso demasiado abundantes. Con sus aciertos y sus errores, a Jonás Trueba hay que saludarlo como el principal renovador del espíritu sobre el que se ha sustentado el cine de la “nouvelle vague” y, por extensión, el de los llamados “nuevos cines europeos”. El cineasta, en efecto, admite influencias, magisterios, amores y desacuerdos, y apuesta, al tiempo, por los personajes, pero, muchas veces, desdeña la narración, lo que provoca cierta reiteración, cierto estaticismo, en su estructura dramática.
En ‘Los ilusos’, Jonás Trueba, que firma en solitario un guion con diálogos frescos al estilo de Rohmer, cuenta la historia de lo que hacen algunos cineastas cuando hacen cine, sobre la pérdida del tiempo y el tiempo perdido, sobre conversaciones y borracheras, comidas y rutinas, pensamientos y lecturas, vidas vividas y vidas fílmicas. Una historia sobre los paseos al salir de ver una película, sobre estar enamorado, sobre estar solo y estar con amigos, un grupo de jóvenes de estos tiempos inciertos, que inventan imágenes, que sueñan películas ilusorias, unos seres en medio de la incertidumbre, que no saben hacia dónde van, acaso a la deriva, pero siempre alegres y esperanzados. Vivir –y filmar- es remodelarse con los recuerdos y la memoria convertida en guía de afectos y efectos secundarios.
Los amigos, sí, ese motor narrativo más fuerte aún que el sexo. No tienen otro motivo que el placer de quedar, de escucharse en la voz de los demás como si estuvieran hablando de sí mismos, de sus entusiasmos y tempranos desengaños, construyendo futuros recuerdos para una película futura. Los amigos son esa loción de verdades sencillas que cuelga de los días. Hombres y mujeres. Pocos y unánimes. Tropa en la que se cree. La oda elemental de tantos entusiasmos, de beber cerveza y brindar felizmente de estar juntos, siempre a la salud de los siglos sucesivos, hayan cumplido o no veinticinco años en el 2000. Jóvenes, también, condescendientes, que se sienten cómodos en su reino del pretexto, de la excusa, de la justificación. Los jóvenes, en el fondo, no existen como concepto. Su edad es una mera circunstancia que tarda nada en curarse. Decir “un joven de treinta años” es, a lo mejor, una barbaridad. Los jóvenes no existen, es un eufemismo, porque uno que puede votar y sacarse el permiso de conducir tiene que ser considerado un adulto sin paliativos. Sí que existen los niños.
Sus protagonistas, sea como fuere, tienen miedo a perder la juventud, están obsesionados con encontrar su lugar en el mundo y cualquier elección que hacen implica cerrar otras puertas. Esto les puede llegar a generar dudas, incluso frustración, porque sienten que el tiempo fluye demasiado rápido, más aún cuando se viven tiempos de cambio y eso hace más difícil elegir el camino propio. Finalmente está el tema de la interrelación del individuo en el grupo sobre el que fundamenta buena parte de la narración de la película: ¿qué porcentaje de sus propios ideales le pertenece? ¿Qué porcentaje existe en el de los demás? ¿En qué medida su elección personal está condicionada por factores exógenos? ¿Hasta qué punto esto le hace perder el contacto con su propia intimidad?
Dice Trueba que el blanco y negro no responde a una estética, aunque filmar en dieciséis milímetros con negativos reciclados, sin luz artificial y en decorados naturales, son decisiones que devienen en estilo, para transmitir mejor la pasión al cine y la vida, o la vida dentro del cine, como una gran declaración de amor, por eso se la ha dedicado a su padre, el director de ‘Belle époque’, la persona que más le ha inculcado el amor al séptimo arte de una manera generosa y amplia. Jonás refleja el momento previo a la filmación, un tiempo latente de espera, pequeños fragmentos y destellos de todo ese proceso que rodea a la creación de una película.
Los protagonistas son, para qué negarlo, unos ilusos que persiguen a directores de cine, conocen a chicas, beben de día y se acuestan al amanecer. La cinefilia, pues, es inevitable: los letreros luminosos de las salas, la película de Mia Hansen-Love ‘La père de mes enfants’, los secretos matrimoniales bergmanianos, las mujeres perfectas de Blake Edwards, las claquetas, los cortes, alguna repetición, el propio director explicando lo que va a hacer, la impostura de filmar el suicidio según Jacques Rivette, el personaje que cuenta su experiencia en el casting de una película de Javier Rebollo (impagables y divertidas escenas), las cintas de vídeo destruidas por unas niñas, el dueño del videoclub, la aparición de Sigfrid Monleón haciendo de sí mismo, diálogos en off, cortinillas que se cierran como las antiguas películas mudas, carteles con frases literarias… Y, claro está, los guiños literarios a Eduard Levé, a Enrique Vila-Matas, a Chusé Izuel, a una fugaz Aloma Rodríguez…
Interpretada por Francesco Carril –el mejor del elenco-, Aura Garrido, Vito Sanz, Mikele Urroz e Isabelle Stoffel, ‘Los ilusos’ es una suerte de comedia negra en la que se confunden los tiempos narrativos y en la que se comienza una historia que parece ir hacia un drama y luego nos ofrece un relato de amor loco e incompleto, y nos remite, al mismo tiempo, a la idea de la caducidad del arte cinematográfico, resuelta como en dos partes: una primera de múltiples microhistorias y una segunda más convencional. Los jóvenes (o no tan jóvenes) toman la película entera. Días de música, de literatura, de contracultura, de cine comprometido. Y días también de cierto desencanto al constatar la muerte de la utopías. Un obra hecha a corazón abierto, con ciertas lagunas e irregularidades, aunque en ningún momento endulzada por la nostalgia. Una evocación del fin de la adolescencia y un nacimiento que rescata las ilusiones, la magia más cotidiana del cine, como esos discretos soñadores de Bertolucci. O esos sobrios relatos de Assayas. O ese improbable Wideberg. O ese más que probable Philippe Garrel.
No hay nostalgia en ‘Los ilusos’, hay esperanza por el futuro. Las malas imágenes se han apoderado de la realidad, y Jonás, que cumplirá cuarenta años en el 2020, parece militar contra la dramaturgia clásica, con lo que hay que matar al padre (o sea, a Godard), porque su palabra se ha convertido en dogma. Ha llovido mucho desde entonces, pero, en cierto modo, ‘Los ilusos’ responde a las mismas preocupaciones, sin sucumbir a devaneos posmodernos. La película, así, encuentra en la limpieza neutral de sus imágenes su forma de reventar el clasicismo desde un punto de vista equidistante entre el entusiasmo de la experiencia vivida y la objetividad de quien explica su historia sabiendo cómo va o cómo no va a terminar. La imagen trascendente de ‘Los ilusos’ es la del creador que descubre su vocación artística, y que decide encontrar su propia voz entre los escombros. No hay nostalgia en ‘Los ilusos’. Hay, decía, esperanza por el futuro.
Un filme arriesgado, vanguardista, libre, abierto, que contiene muchas pequeñas historias y personajes, alrededor de un entusiasta y joven cineasta, con sus ilusiones, sus contradicciones, sus lecturas, su próximo proyecto cinematográfico sobre el suicidio, sus amores y desamores. A la manera de las noches americanas de Truffaut y, reitero, de todos los llamados “nuevos cines europeos” (Kluge, Menzel, Passer, Straub, Soutter, Delvaux, Makarejev, Jancsó, Gaál), Jonás rueda por las calles y bares de un Madrid viejo e intenso, sus librerías, sus videoclubs, sus salas de cine, aprovechando el paisaje urbano como elemento integrante de la acción (o de la no acción). Y sus personajes entran y salen, o salen y entran, en la mejor tradición del toque Lubitsch. Y hablan y hablan. Y no paran de hablar (bla, bla, bla), mientras son aspirantes a cineastas, a escritores, a músicos, a veces con cierto pesimismo, otras con sorna, divertidos, del drama a la comedia, de la comedia al drama.
Trueba, en fin, experimenta, juega, mezcla códigos y texturas, cambia de registro narrativo, acaso con dispersión, desordenado (o desordenadamente ordenado), acaso de un modo teatral, estático, con dos partes que no parecen ensamblarse como el guante a la mano, tal vez intencionadamente, tal vez no. Decididamente, Jonás, que no cumplió veinticinco en el año 2000, ha querido caminar con estos jóvenes (o no tan jóvenes) de la mano, emulándose en el protagonista –su “alter ego”, pues resulta imposible no reconocerlo en esa proyección, aunque solo sea en un treinta y siete por ciento- y en las imágenes de este grupo, ineludiblemente, hay una manera muy gráfica de decir, con permiso de Leo McCarey, “dejad paso al mañana”. Ya lo dijo un personaje de Alain Tanner, parafraseando a Oscar Wilde: “No soy tan joven para saberlo todo”. Y todavía hay quien discute si el tercer milenio empezó en el año 2000 o en el 2001…