Extravío en la pequeña Europa: Val Ortego


Por Don Quiterio

     Alfonso Val Ortego es un pintor por destino desde niño. Acaso por ello, o acaso simplemente como ejercicio de estilo, se entusiasma pintando niños jugando, comiendo, en situaciones enigmáticas, pisando charcos.

 

    Como en sus figuras femeninas, es capaz de pintarlos a través del circuito de la abstracción, su gran pasión. En efecto, la pasión de Val Ortego es la pintura en su determinación más amplia: igual te pinta un mural sobrecogedor como se adentra en la abstracción pura, en la ilustración, en el dibujo, en su mundo repleto de incertidumbre. Comprometido con la imaginación y con el lenguaje, sus obras están llenas de referencias, de laberintos cruzados, de erudicción, de indagación en las aristas del conocimiento, de su praxis, y entona un canto de amor a la vida, el arte, la tierra y la propia pintura. Una pintura reposada, entrañable, atenta, sentida y mágica, que entabla un paralelismo entre esos lugares que se diluyen con la realidad del pintor zaragozano.

   Ahora expone una serie de paisajes en la taberna ‘Pequeña Europa’, al lado del horno ‘La magdalena”, en la mítica calle Heroísmo. ‘Extravío’ los titula, como un paseo para ver y sentir la memoria de unos paisajes. Son estos unos monólogos interiores, esto es, unos extravíos, como una verdad (o, mejor, realidad) reveladora, fuera de los cauces de un encorsetado realismo, tendente a redondear (o deformar) sus universos como una ecuación infalible para abrir la pintura a otros campos semánticos y a otros territorios estilísticos. La pintura, según el artista zaragozano, está obligada a configurarse como mito, lenguaje y estructura.

   Val Ortego tiene un especial compromiso con el tratamiento de la luz en el que basa su prerrogativa plástica. La clave de su expresividad radica en la manera que nos hace llegar un fragmento próximo y veraz de su propia intimidad, un paisaje que se hace cercano (o lejano) porque para él lo es. Unos paisajes, en fin, que nacen en la necesidad del reencuentro y la comunicación consigo mismo y con el espectador para no perecer en la soledad desnortada. Estamos, pues, ante la plasmación pictórica personalizada de lo que el autor ha visto con sus ojos de mirada ‘bressoniana’. Unos paisajes que llevan, a la vez, el valor añadido de una recreación atinada y sensible. Porque el arte, no habría que decirlo, es también gusto e intención, sensatez y amorosidad. La ejecución, al fin y al cabo, huye de las estridencias y se refugia, en último término, en la intimidad, desde la actitud que homologa el todo de cada composición, los recursos resolutivos y la solvencia en el trato de la cromática y el dibujo.

   Paisajes que contienen esa temperatura que se siente por expresiva, que vienen a ser como un recorrido, un rastro, por la piel de la naturaleza, y sus interiores, y el latir del viento, para narrar en sus apéndices bosques y campos repletos de rumores, árboles que nos miran en busca de su fuerza, flores que hacen aroma de sus colores. Todo ello encerrado en la emoción y el sentido, la actitud y el gusto. Porque Val Ortego practica una pintura, esto es, de la emoción, con el rigor –y el vigor- de un equilibrio asentado en el orden, número áureo, y esa carga emotiva que está en el ser humano y la naturaleza, embargados con su carga poética. Es, a fin de cuentas, el resultado de una pasión, de su propia creación meditada y madura, vivida minuto a minuto, paso a paso, con el latido del pulso que registra puntualmente todo lo que le rodea, admira y quiere.

   Sin pasión, y de esto sabe mucho el zaragozano, no se conseguiría absolutamente nada. Y la libertad, para él, acaso no existe, sino, en todo caso, la búsqueda de la libertad, y esa búsqueda es la que nos hace libres, le hace libre. Val Ortego no sale nunca de esa exploración, y ese valor le sirve para hablarnos de la memoria y el deseo, el olvido y la incertidumbre, rastros y restos, ausencias y distancias, cansancio y abandono, fuga y recuerdo, los paraísos perdidos, y tiene bastante de materia de juego, fluida, envolvente, y, al mismo tiempo, inasible. Un universo único, extraño, hecho de imaginación pura, experiencia, compromiso, inteligencia, lucidez y pasión. Todo lo contrario, y esto es importante matizarlo, al academicismo. La obra que gozamos en “Pequeña Europa” es la de un individuo que pinta en silencio en la inmensa soledad de un estudio.

   Un tiempo de silencio áspero, un ejercicio de estilo intenso, cuyo desarrollo atípico, salpicado de guiños al cinematógrafo de Bresson, de Tarkovski, de Jancsó, de Angelopoulos, incluso de aquellos gélidos y sombríos paisajes después de la batalla de un Wajda, tiene un remanso, un tiempo pausado –y pensado-, puro clima, poesía. Los prolongados silencios, el secretismo que impera, impregnan estos paisajes con todas las características de su pintura. Su pintura quieta, reflexiva, desafiante, que conjuga en subjuntivo el verbo contemplar, no tiene otra vocación que la del viaje y la pérdida, del olor de las flores, del corazón de un bosque, del paraíso perdido. Una exposición punzantemente densa, gélidamente cálida, dolorosa e íntima, cuyo aliento sabe respirar bajo las aguas del intimismo.

   Sus extravíos albergan detalles autorales y emociones soterradas. Kant dice que la razón no nos permitirá expresar nada que esté fuera de la experiencia, y lo trascendental, como está fuera de la experiencia, es inexpresable. Val Ortego habla de lo trascendental, busca un lenguaje que nunca podrá ser directo. Por eso fracasan las religiones, porque quieren enunciar cosas que no se pueden enunciar, tipo el cielo, el limbo o el infierno. Eso no puede ser así. Val Ortego es más espiritual que religioso, y esta muestra juega con los márgenes de la imagen y del sentimiento.

   Val Ortego, en última instancia, investiga en estos paisajes el modo en que puede captar el punto de fusión entre el tiempo histórico y el tiempo humano para poner en relación pasado y presente, naturaleza y vida, mostrando escenarios desde una mirada brumosa, silenciosa, olvidadiza. Un viaje como articulación del flujo del tiempo. ¿Llegará el tiempo en que los críticos de las artes y sus estudios hablen de Alfonso Val Ortego? Los artistas de su generación, y todas las generaciones que han llegado después, tienen sus deudas, y, como mínimo, habrá que reconocer en su figura su poderío original.

   De momento, el único posible relato que nos queda es el que estoy escribiendo y que habremos de convertir en nuestra historia, sin críticos entogados ni coronados necios. Si acaso, en esta historia habrá un pintor, una puerta abierta, un viejo árbol, un abrazo en la calle, una mesa común y una mano fraterna. La mano que mece el color, el paisaje, la vida. El extravío de la pequeña Europa.

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