Los estrenos en los cines: ¿Interesa el cine ajeno a la comercialidad?


Por Don Quiterio

¿Cuántos títulos verdaderamente buenos se estrenan en la cartelera zaragozana a lo largo de un mes? ¿Y a lo largo de un año? ¿Interesa el cine como hecho artístico o simplemente como espectáculo de usar y tirar?

En España, por ejemplo, se intenta realizar un cine más o menos comercial y, a la vez, con cierta raigambre de autoría. No siempre se consigue. Vean, si no: ‘Combustión’ (Daniel Calparsoro) es, esto es, un tan comercial como digno thriller de acción que se fija en la serie ‘A todo gas’, es decir, carreras de coches y chaquetas de cuero, tacones de aguja y curvas peligrosas; ‘Alacrán enamorado’ (Santiago Zannou), un previsible y convencional relato pugilístico que habla de las conductas xenófobas, más efectista que creíble, basado en la novela homónima de Carlos Bardem, también intérprete junto a su hermano Javier, con demasiadas concesiones al melodrama amoroso; ‘La venta del paraíso’ (Emilio Ruiz Barrachina), una adaptación que hace su director (junto a Gonzalo Suárez de coguionista) de su propia novela homónima, que narra la historia de una inmigrante mexicana refugiada en una pensión donde los huéspedes han creado una comunidad al margen de lo establecido, proclive a los excesos surrealistas; y ‘Ayer no termina nunca’ (Isabel Coixet), algo pedante y florido drama que conecta la crisis de la España de un futuro próximo con la de una pareja a la que tampoco se le termina el ayer, con chirriantes irrupciones de imágenes en blanco y negro, que se inspira libremente en la pieza teatral ‘Gif’ de la holandesa Lot Vakemans.


El cine de la vieja Europa viene expresado en varios títulos: la italiana ‘La nostra vita’ (Daniele Luchetti), una interesante propuesta social de irregular desarrollo sobre los golpes del destino y la solidaridad con un acento casi propio del documental; las danesas ‘La caza’ (Thomas Vinterberg), una asfixiante historia –que recuerda al Wyler de ‘La columnia’ o al Lang de ‘Furia’- de un hombre injustamente acusado que toca los asuntos de la pederastia y la presunción de inocencia, y ‘Noche de vino y copas’ (Ole Christian Madsen), una comedia previsible y bienintencionada, excesiva y tópica, sobre desavenencias amorosas con el deporte rey de fondo; la francesa ‘Un gran equipo’ (Olivier Dahan), otra comedia sobre el fútbol, sin sutilezas ni complicaciones; la alemana ‘Bárbara’ (Christian Petzold), excelente estudio del comportamiento en una localidad de provincias de la Alemania oriental antes de la caída del muro de Berlín, que se inspira en una novela homónima de Herman Broch, un poco al modo de las películas de Chabrol, de pequeños gestos más que de grandes hechos, pero sin asesinatos burgueses de por medio; y la franco-canadiense ‘Un amor entre dos mundos’ (Juan Diego Solanas), romanticismo a raudales con dosis de ficción científica, fantasía y locura desbordada e imprevisible, acerca de un amor que supera hasta leyes gravitatorias, en una especie de versión de ‘Romeo y Julieta’ del hijo del argentino Fernando Solanas, que habla, al mismo tiempo, de lucha de clases y explotación.


También se han estrenado varias producciones latinoamericanas: la mexicana ‘Cristiada’ (Dean Wright), un panfleto católico en el que se dan más vivas a Cristo Rey de los que puedan oírse en una comida de hermandad requeté, entre el drama de aventuras, el bélico y el western, desarrollado en el México de 1926, cuando estalla una violenta guerra civil, y que traslada el tono de hagiografía no solo a los beatos, sino a todos los rebeldes que cogieron el fusil como extensión del catecismo; la argentina ‘Tesis sobre un homicidio’ (Hernán Goldfrid), un filme parsimonioso y falto de garra basado en la novela de Diego Paizkowsky, sobre lo legal y lo legítimo, la justicia y la ética, que recuerda al Campanella de la extraordinaria ‘El secreto de sus ojos’ (de hecho, los productores son los mismos); y la coproducción entre Brasil, Estados Unidos, Francia e Inglaterra ‘En el camino’ (Walter Salles), aplicada y un tanto tediosa adaptación de la agitada novela de Jack Kerouac, ambientada en los orígenes de la generación “beat” norteamericana, de la que estuvo interesado Francis Ford Coppola –aquí coproductor-, que opta por la linealidad narrativa y la monótona sucesión de elementos reconocibles: jazz, alcohol, drogas, sexo compartido…

Las novedades de la cartelera zaragozana se cierran con el clásico cupo de películas impuestas por las grandes cadenas estadounidenses: ‘Efectos secundarios’ (Steven Soderbergh), un drama psicológico con apuntes de crítica social, económica, empresarial y política, con los medicamentos contra la depresión como eje central que deriva hacia un inversosímil thriller carcelario y judicial; ‘Posesión infernal’ (Fede Álvarez), una variación del filme original de 1981 de Sam Raimi (del que ahora es productor), entre el terror, el sadismo y el humor, que recupera la estética gore con mucho sudor, muchos vómitos y litros y más litros de sangre; ‘Lol’ (Lisa Azuelos), horripilante versión americana de la no menos horripilante homónima francesa, a cargo de la misma realizadora, a través de las historias que se cuentan madre e hija; ‘Oblivion’ (Joseph Kosinski), un entretenimiento algo confuso y sin atisbo de emotividad en torno a la conciencia, la memoria y la identidad de un futuro postapocalíptico, que recuerda unas posibles estéticas kubrickianas e hitchcockianas; ‘October baby’ (Andrew y Jon Erwin), necio panfleto antiabortista dirigido a católicos conservadores y evangélicos protestantes, cuyos directores –para ellos, pues- han prometido donar el diez por ciento de lo que recauden a organizaciones provida; ‘Tipos legales’ (Fisher Stevens), un guion muy tonto que pretende ser lírico y tragicómico para una historia entre el humor negro y las complicidades de la comedia de viejos camaradas reunidos, al estilo de la eastwoodiana ‘Space cowboys’, pero más cercana, en realidad, al ‘Resacón en Las Vegas’ de la tercera edad, con un Al Pacino que debería pensar muy seriamente en hacer ya tocata y fuga; ‘To the wonder’ (Terrence Malick), controvertido filme del autor de ‘El árbol de la vida’, con la que comparte el mismo tono autobiográfico, tratamiento formal y ausencia de diálogos, sustituidos por monólogos interiores que reflejan la soledad del ser humano, y si en aquella hablaba de su infancia, ahora se refiere a sus relaciones de pareja; ‘Memorias de un zombie adolescente’ (Jonathan Levine), desvergonzada comedia romántica con toques de terror, donde los muertos vivientes atraviesan por distintos estados en su enfermedad, hasta acabar reducidos a huesos; ‘Tierra prometida’ (Gus Van Sant), aplicada tesis ecológica a partir de una historia de Dave Eggers, sobre las tácticas que utilizan las grandes empresas multinacionales a la hora de presionar a los propietarios del suelo, cuya riqueza natural desean explotar; ‘Un lugar donde refugiarse’ (Lasse Hallström), convencional drama romántico e intriga policial basado en una novela de Nicholas Sparks, la historia de una joven que, huyendo de su pasado, llega a un pueblo dispuesta a no abrir de nuevo su corazón a nadie; e ‘Iron man 3’ (Shane Black), tercera entrega de la saga marveliana que maneja asuntos como la ingeniería genética, la manipulación mediática y el terrorismo, en un funcional filme comercial.

¿Interesa –decía al principio- el cine ajeno a la comercialidad? ¿Cuántos títulos verdaderamente buenos se estrenan en la cartelera zaragozana a lo largo de un mes? ¿Y a lo largo de un año? ¿Interesa el cine como hecho artístico o simplemente como espectáculo de usar y tirar? ¿Por qué se llenan las salas ante las superproducciones impuestas por las grandes cadenas estadounidenses? ¿Tiene el público –el erudito y el otro- parte de culpa de que no lleguen películas diferentes, aunque sean pequeñas y de empresas independientes? ¿Quién ha ido a verlas cuando no existía todavía la piratería, internet o la subida del iva? Si nos fijamos bien, el testigo de las desaparecidas salas Renoir –último reducto del cine de autor en Aragón y propiedad de Enrique González Macho a través de su empresa Alta films, ahora en caída libre- lo han recogido en Zaragoza las de Aragonia, exhibiendo de ciento a viento versiones originales y cediendo sus butacas a un posible cine de calidad. Si nadie frena el hundimiento de las distribuidoras independientes en España, la cartelera va a seguir empobreciéndose a marchas forzadas y de manera irreversible.

Un tema espinoso, desde luego, del que nuestro compañero Carlos Boyero, que siempre escribe lo que piensa, le pese a quien le pese, pone los puntos sobre las íes en un texto que, por su valentía e interés, reproducimos: “Las primeras noticias que tuve de la existencia profesional de Enrique González Macho fueron películas rusas que él distribuía a través de una pequeña compañía. No me gustaban, siguen sin gustarme, llevo toda una vida sin intentar engañarme a mí mismo ni a los que leen lo que escribo. Tengo un olfato privilegiado para detectar la gilipollez, la impostura, lo que conviene decir y opinar en tiempos convenientes. Cuando vi ‘Dersu Uzala’, esa historia preciosa sobre un superviviente de la taiga que no ha perdido la generosidad y que Enrique se empeñó en estrenar, me ocurrieron las mejores sensaciones que te puede regalar el cine. En esa época, los aún más tontos que mezquinos dueños de una revista que se llamaba ‘Guía del ocio’ deciden en nombre de la suculenta publicidad que aportan las multinacionales que jamás voy a escribir mal de una película. Tarea impensable en mi caso, pero que me va a perseguir mediante la amenza y la censura en todos los periódicos en los que he trabajado. Me echan, me putean, juicios, más juicios, el niño malo contra la pared y sin cobrar. Y aparece un fulano que dirige Alta, al que suelo masacrar sus películas, que le notifica a mi asquerosa empresa que no volverá a meter publicidad en ella si yo no puedo escribir lo que pienso”.

Y termina Boyero: “Enrique volvería a reivindicar mi libertad cuando doscientos idiotas anónimos, encabezados por esos indomables profesionales del arte (o de la publicidad) llamados Erice y Guerin, lanzan su grotesco e inútil manifiesto exigiendo que cierren mi reaccionaria boca en el progresista periódico en el que me gano la vida. Posee autoridad moral. Enrique es el hombre que pudo reinar y reinó estrenando un cine en el que creía, jugándose la pasta y ganando mucha en épocas en las que determinada gente buscaba un cine distinto, en versión original, sabiendo que tenían acceso al cine de autor de cualquier parte. Y, por supuesto, podría contar cosas feroces del negocio fastuoso que supuso para tantos asesores culturales, comisarios, festivales, distribuidoras, parte de ese cine de autor que no interesaba a nadie con dos neuronas. Pero Enrique siempre lo eligió con cerebro. Que cierre su negocio es una verdadera tragedia. Para él y para nosotros”.

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