Tópicos tozudos / Fernando Usón Forniés


Por Fernando Usón Forniés

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

Finalizamos nuestro estudio sobre el cine cómico, revisando las últimas grandes aportaciones al género en su época de esplendor: la obra de Chaplin y McCarey durante los años 30.

TÓPICO 11.

VARIANTE B. El cine cómico desapareció con el cine mudo.

PARTE 2.

Chaplin.

Es bien sabido que Chaplin fue, de los grandes directores del mudo, el único, junto a Eisenstein, que se resistió a incorporarse a la nueva técnica. De hecho, su primera película del período, “Luces de la ciudad” (1931), aunque con música y efectos sonoros, carece de diálogos; y en más de una ocasión ironiza sobre la palabra hablada, como en la escena inicial, donde la voz humana se distorsiona hasta rendirla incomprensible. La opción de Chaplin, visto el resultado final, no pudo ser más lógica, pues “Luces de la ciudad” no sólo muestra a un cineasta en pleno control de sus recursos, sino que constituye la cima absoluta de su obra, un título sin concesiones de ningún tipo, donde además su autor supo eludir esos finales tan poco creíbles de atractivas jovencitas rindiéndose enamoradas a zarrapastrosos vagabundos, poniendo, en cambio, el punto final donde debía ponerlo: en el reconocimiento de dos seres en plena encrucijada vital y de futuro incierto. Es más, muy pocas veces en el cine, e incluso en otras artes, se ha conseguido tanto con tan pocos elementos y con tanta aparente sencillez como en “Luces de la ciudad”.

Sin duda, Chaplin solía tener en cuenta el cine realizado en Europa, y así, si ya “La quimera del oro” había utilizado el añadido de un intempestivo final feliz heredado de “El último”, y más tarde “Tiempos modernos” tendrá más de un punto en común con “Metrópolis”, “Luces de la ciudad”, en un bonito efecto de boomerang, acusa cierta influencia del Buñuel de “La edad de oro”, no sólo por la escena inicial del escándalo provocado a las fuerzas sociales, sino, sobre todo, porque la sexualidad se erige en el motor principal de los personajes, y porque aquí, más acusadamente que en anteriores filmes del inglés, el slapstick ya no es mero vehículo de humor, sino portador de una gravedad de fondo inusual en el género.

Llama la atención que la chabacanería siempre latente en Chaplin alcance aquí su formulación más rabiosa. Muchas veces, se encuentra ligada a insinuaciones sexuales, más bien exabruptos de tan evidentes: el millonario vacía el licor en los pantalones del vagabundo; una mujer se sienta sobre un puro encendido, y el vagabundo la alivia regándole las posaderas con un sifón. Otras, la intención es más amplia, y la vulgaridad se transfigura en un clamor al cielo: si Chaplin muestra a su personaje trabajando de barrendero en un gag magnífico que involucra, por este orden, un caballo, una manada y ¡un elefante!, es para resaltar su condición de paria que recoge cagarrutas varias, pero también, sobre todo, para calificar la moral social del entorno como puro detritus; o si, al inicio, vemos al hombrecillo con la espada de una estatua ensartada en la parte trasera de los pantalones, no es tanto para mostrar el escándalo originado, sino para constatar que la sociedad siempre jode, aquí literalmente, al más débil (y todavía hay en español una expresión que se adecúa mejor a la imagen chaplinesca…).

Y sin embargo, maravilla que esta manifiesta chabacanería se mantenga en prodigioso equilibrio con el afán de trascendencia que acucia a los tres personajes principales: el vagabundo, la muchacha ciega y el millonario excéntrico. A este anhelo apuntan, por ejemplo, las miradas a lo alto de la chica o el sacrificio voluntario del vagabundo, influencias inesperadas de Dreyer y sus heroínas sufrientes; e incluso ese gesto del millonario de sujetarse con las manos la dolorida cabeza, préstamo menos sorprendente del Buñuel de “La edad de oro”. Como muestra de la coherencia magistral de “Luces de la ciudad”, es de notar que el deseo de trascendencia, como la grosería, también pasa por lo sexual. La chica desea tener novio como cualquier joven normal, como muestra esa sencilla y eficaz secuencia en la que a una vecina le viene a buscar su pareja, secuencia que juega fugazmente con la interpretación del espectador, ya que en el primer plano donde aparece el chico podría pensarse que corteja a la ciega. Por su parte, la frustración marital del millonario lo lleva a una amistad incondicional ¡con un vagabundo!, con el que comparte, cuando está ebrio, juergas e incluso lecho, para, luego, censurarse su comportamiento y borrarlo por completo de su memoria al estar sobrio: se trata evidentemente de una homosexualidad reprimida.

Por supuesto, es el vagabundo aquél cuyo deseo se ilustra con mayor complejidad. En un principio, se nos presenta como alguien obsesionado por el cuerpo femenino: primero, en el extraordinario gag, en plano único, de la estatua contemplada por él en el escaparate, tan obsesivamente que el hombre casi cae por un boquete en el suelo (bonita premonición: el deseo lo lleva al abismo); después, en un plano construido idénticamente al anterior, con esa muchacha que en el salón de fiestas baila ante él frenética, incitantemente, casi aireando su disponibilidad sexual…, en realidad, claro está, ante su pareja. Sólo que el deseo del hombre es tanto físico como espiritual, como bien se nota en su actitud con la cieguita, o como deja entrever un detalle visual que ilustra su dependencia afectiva de lo femenino: si, en la fiesta, Chaplin nos muestra al vagabundo sorbiendo unos spaghetti y a continuación una tira de confeti, incluso levantándose para seguir engullendo, en su visita a la chica, en un gag genial, tan tierno como cruel, ella, al ovillar una madeja, toma por error un hilo de la deshilachada ropa interior del hombre…, y así acaba despojándolo de su camiseta para conseguir un voluminoso ovillo (nueva premonición: se desviste a un santo para vestir a otro). Lo relevante de estas dos imágenes es que las tiras, unidas al hombre por la boca o por el vientre (y aún está el canalón que, cuando está sentado en la escalera, lo une con la ventana de la chica), se erigen en metáfora del cordón umbilical, de la dependencia emocional del vagabundo, al principio de algo impreciso, más tarde concretado en la muchacha ciega. No sólo la consabida veneración por lo femenino de Chaplin revela aquí su marcado componente edípico, sino que se hace evidente, de nuevo, la influencia de “La edad de oro” en “Luces de la ciudad”, esta vez vía Freud…; influencia de ida y vuelta, pues Buñuel recuperaría la idea del cordón umbilical en la muy posterior “Subida al cielo” (1951). Con estos datos, se debe reconsiderar la secuencia inicial, donde la ambigua situación del vagabundo quedaba claramente enunciada. Primero, aparecía durmiendo, cubierto bajo una lona, en el regazo de la estatua femenina y en posición fetal, como amparado por la seguridad del útero; y sin embargo, cuando su interacción con el monumento adquiría un carácter netamente sexual, en una nueva premonición, lo hacía con una figura masculina: la espada le horadaba los pantalones; al bajar, el hombre plantificaba sus posaderas en el rostro del guerrero… Y volviendo también al gag de la estatua del escaparate, es de notar que se corona con un hombretón que se interpone entre la figura y el vagabundo: una simple y contundente imagen de represión, pero quizá también una premonición (otra más).

Así pues, los tres deseos entrecruzados, de la chica, del millonario y del vagabundo, apuntalados por numerosas sugerencias, llevan a una lectura de “Luces de la ciudad” que acrecienta su ya superlativo pathos: el vagabundo parece prostituirse con el millonario para sacar adelante a su amada, de la que ni siquiera sabe si querrá corresponderle. Evidentemente, una formulación tan explícita del asunto era imposible en la época, y por ello Chaplin llenó el film de abundantes alusiones homosexuales, más o menos veladas, pero casi siempre adobadas con humor: tras el fallido intento de suicidio, el hombrecillo recoge la flor y sigue al hombretón ante la mirada de un amoscado policía; acto seguido de conocer a su amigo, el millonario arroja  al suelo la foto de la esposa, y luego, recuperando un tipo de gag habitual en McCarey, derrama el alcohol en el pantalón del vagabundo, momento que apunta a un intercambio sexual; los dos hombres amanecen en el mismo lecho cuando el resto de los invitados ha dormido en el salón; pasado el tiempo, los amigos se reencuentran efusivamente ante la atónita mirada de los transeúntes. Estas alusiones no se limitan a los encuentros con el millonario, pues también existen otras referencias homosexuales, sobre todo en la antológica escena del combate de boxeo. Así, en el vestuario, el vagabundo prodiga mil sonrisitas y hace mil cucamonas para congraciarse con el boxeador…, y éste, alarmado, opta por quitarse los pantalones tras una cortina. ¡Y qué decir del combate! Si antes, en la sala de fiestas, Chaplin había escenificado un tango como si fuera una lucha, ahora, en el ring, en uno de los momentos estelares de su cine, organiza un combate como si fuera un ballet; sólo que lo hilarante de la coreografía viene teñido por lo amargo de la situación, pues la liza encubre un esfuerzo desesperado por salvar a la mujer amada…

Esta es una de las características esenciales de “Luces de la ciudad”: la amargura que subyace bajo tantos gags. Se encuentra al inicio larvada, en esa situación cómica dada por el escándalo provocado por un sin techo que no ha encontrado sitio mejor para pasar la noche que bajo la lona que cubre un monumento; se hace más evidente en su encuentro con el millonario, con la tentativa de suicidio de éste, situación que Lloyd y Keaton ya habían tratado en “Haunted spooks” y “Hard luck” respectivamente, pero con menor acidez, pues es de notar que, en “Luces de la ciudad”, en su segundo intento de suicidio, el millonario casi provoca la muerte del vagabundo; y la amargura es definitivamente insoslayable en los despertares del millonario, que, sobrio, rechaza a su salvador y compañero, y en las consiguientes tentativas del mayordomo por echar al “intruso” de la mansión (ese comunista adinerado que fue Chaplin muestra que el criado está más interesado que su acaudalado amo en mantener la segregación de clases). Es más, muchos gags parecen anunciarle al vagabundo que sus ilusiones con la muchacha invidente no tienen ningún futuro: la ciega le vacía un jarro de agua en la cara; una maceta le cae en la cabeza; un guante caído lo deja definitivamente K.O. tras el combate. Lo sorprendente de estos gags en concreto es que, más allá de su resorte fácil basado en el golpe, la sonrisa del espectador acaba congelándose en los labios, pues dejan al descubierto la precaria situación del protagonista.

En “Luces de la ciudad” existe una preciosa contraposición entre los tres protagonistas del film, gracias al tema de la mirada y de su carencia, pues la ceguera física de la chica se contrasta con la intermitente del millonario y con la sentimental del vagabundo: la joven no puede ver; el excéntrico se niega a hacerlo cuando está sobrio; y el mendigo simplemente es incapaz de percibir su realidad. Lo que se dirime en el film va mucho más allá de la típica lucha por la supervivencia material, típica de Chaplin: se trata de la supervivencia emocional, de cómo conservar la propia identidad en una sociedad represora y hostil. Por eso, el siempre alabado y prodigioso final resulta uno de los momentos más emocionantes que ha dado el cine: cuando la ciega que ha recuperado la vista y ha perdido la ingenuidad, que ha trepado en el escalafón social, se topa con su zarrapastroso benefactor, hundido en la miseria; cuando, al acariciarle fortuitamente la mano, la mujer lo reconoce, un sublime travelling de las manos al rostro del vagabundo se convierte en toda una epifanía. “¿Puedes ver ahora?”, le pregunta el hombre, “Sí, ahora puedo ver”, responde ella.

“Tiempos modernos” (1936), ambientada en la Gran Depresión con sus miríadas de parados, muestra al Chaplin más combativo social y más sincero políticamente, al Chaplin más crítico con la injusticia reinante; no por nada, ese brillante gag en que la banderilla roja que Charlot recoge del suelo lo convierte, por azar, en líder comunista, puede interpretarse como su peculiar salida ideológica del armario. Quizá por ello, y por la evidencia de sus postulados antimaquinistas, “Tiempos modernos” ha tendido a ser uno de sus filmes más elogiados. Sin duda, la pugna subyacente entre el Chaplin más discursivo y el ínclito practicante del slapstick, como todas las dualidades a lo Jekyll y Hyde, es de gran interés; pero, en ocasiones, el equilibrio se tambalea, y el Chaplin autor comprometido está a punto de ahogar al Chaplin clown. Por ello, aunque excelente, “Tiempos modernos” está lejos de alcanzar la maestría y perfección de la precedente “Luces de la ciudad”, donde tendencias contrapuestas y hasta contradictorias se entretejían en armonía total. En el film de 1936 a veces los gags se erigen en soflama demasiado evidente: como en la máquina alimentadora de obreros ensayada en Charlot (lo mejor del desarrollo es, inesperadamente, una línea de diálogo: “No es práctica”, rechaza lacónicamente el empresario); o como en el gag inicial del rebaño equiparado a la riada humana, sorprendentemente próximo al efecto de montaje entre mujeres y gallinas que Lang realizó ese mismo año en “Furia”…, aunque, ciertamente, en “Tiempos modernos” su inclusión es más coherente con el discurso, y además, Chaplin enriquece la idea al incluir, en medio, a la oveja negra. Hay también ciertas concesiones que habrían sido impensables en “Luces de la ciudad”, como esa ensoñación de la casa ideal que el vagabundo le hace a la golfilla (de hecho, Chaplin eliminó, por fortuna, una escena de “Luces de la ciudad” en que la ciega fantaseaba a su benefactor como un príncipe de opereta), o peor aún, como ese plano de la muchacha enfundada en un abrigo de visón, encantada con ello (vamos, como si la única opción a la miseria fuera un lujo desmedido). Asimismo, los diez minutos finales, pese a haber despertado el entusiasmo cinéfilo inexplicablemente, operan en contra del film por su tendencia a la identificación más ramplona. Primer resbalón: el numerito de la canción sin sentido es muy poco gracioso, excesivamente alargado, y encima, trufado con risas postizas como en la más piojosa de las sitcom televisivas de hoy en día; y que la canción de marras suponga un éxito entre la concurrencia del bar no hay quien se lo crea, al menos si nos limitamos a la diegésis del film y no extrapolamos el personaje a la estrella que lo encarna (por cierto, que de esta extrapolación tramposa y fácil ya había abusado Chaplin en “El circo”). Y segundo tropezón: el final, que no es de extrañar que fuera una segunda opción del director (había rodado previamente otro), por lo postizo y artificioso; es más, el famoso y edulcorado plano de la parejita caminando hacia el horizonte en contraluz lo calcó el cineasta de una película que admiraba, “The salvation hunters” (1925), de Sternberg, donde resultaba mucho más coherente y acertado. ¡Qué diferencia entre la postalita final de “Tiempos modernos” y esos primeros planos que, desnudando el alma de los personajes, clausuraban magistralmente “Luces de la ciudad”!

No, pese a sus muchos incondicionales, “Tiempos modernos” no es una obra maestra…, aunque podría haberlo sido. Y de hecho, si la película es, pese a sus debilidades, extraordinaria, sin duda uno de los mejores Chaplin, es porque el mítin progresista y bienintencionado no consigue neutralizar la fuerza de tantos y tan excelentes momentos cómicos. Las mejores secuencias, muchas, son, no por casualidad, las que hacen gala de un slapstick más puro. Así: el ataque de locura que sufre Charlot en la fábrica, momento que consigue conjugar brillantemente el humor con el discurso (en una idea genial, el hombrecillo rebelde neutraliza a sus mansos compañeros poniendo en marcha la cinta de la fábrica); todas las secuencias de la cárcel, la de la celda, la del comedor y esa antológica “conversación” con la mujer del pastor a base de borborigmos; la bestial secuencia del astillero; los descarados intentos de Charlot por volver a la confortable seguridad de la prisión; la choza que a cada toque revela un nuevo desperfecto; el intento de reparación de la maquinaria, con Charlot de aprendiz, y las sucesivas vicisitudes que padece su jefe, etc.

Si cuando Chaplin rodó “Tiempos modernos” ya nadie en ningún país del mundo, ni siquiera en Japón, rodaba cine mudo, cuando emprendió “El gran dictador” (1940), el gran cine cómico era una reliquia del pasado: tan sólo Keaton y Laurel y Hardy practicaban sus últimos coletazos con resultados, por ser suaves, nada insignes. Durante una década pues, Chaplin combinó su anacronismo artístico con el vanguardismo discursivo, utilizando el ya venerable género cómico para lanzar mensajes cada vez más abiertamente políticos. “El gran dictador”, una evidente parodia de Hitler a la vez que una virulenta denuncia del discurso nacional socialista, es, de hecho, si no la primera película militante de Hollywood (estaba el precedente de “Bloqueo”, de Dieterle, con interpelación directa al espectador incluida), sí la primera película antinazi rodada en él, la que abriría el extraordinario conjunto de títulos que le iban a seguir, siempre rodados por directores de origen europeo, al menos los mejores (Borzage, Lubitsch, Lang, Sirk…). Ciertas insuficiencias de “El gran dictador”, casi siempre de guión, provienen precisamente de cierta falta de adecuación entre una sensibilidad ya entonces pretérita y una interpretación de unos hechos candentes: por muy poco plausible que sea que los periódicos de la mañana lleguen con la noticia de la búsqueda de Schultz y el barbero ¡antes que la propia policía!, más increíble resulta todavía que unos emigrantes repentinos se hagan con una rica explotación vitícola, así, por las buenas. Otras imperfecciones provienen de la contradicción entre las ambiciones de producción y los recursos disponibles, como se percibe en muchos deficientes decorados cuya evidente falsedad casa mal con la actualidad y urgencia del discurso; especialmente, esos forillos pintados (en la estación, en la tribuna final), más propios de una película de los diez primeros años del cine, digamos, de Méliès, que de una del final del período mudo, época de esplendor de Chaplin…; y mucho menos adecuados, por otra parte, que en la posterior “Monsieur Verdoux” (1948), donde  resultarán defendibles, debido al tratamiento más íntimo y concentrado de la historia.

“El gran dictador” es, como “Tiempos modernos”, un film donde batallan errores y aciertos, y donde, por fortuna, acaban triunfando los últimos. Ciertamente, quizá el film de 1940 no atesore tantos fragmentos antológicos como el de 1936, pero ni mucho menos resultan escasos. Resaltemos: todo el extraordinario inicio en el frente; los discursos de Hynkel y sus arranques de furia con el sufrido Herring (“arenque” en inglés); la soberbia secuencia barbera, en plano único, a los sones de la “Danza húngara nº 5” de Brahms, secuencia que, por si hubiera alguna duda, demuestra la profunda musicalidad del arte de Chaplin (por no ir demasiado lejos, recordemos el combate de boxeo en “Luces de la ciudad”, el ataque de locura en “Tiempos modernos”, o la celebérrima danza de Hynkel con la bola del mundo en la misma “El gran dictador”); etc. Además, en este, el último film burlesco de su autor, resulta notable que la dualidad a lo Jekyll y Hyde que acuciaba entonces al Chaplin cineasta y que, a la sombra, había desequilibrado “Tiempos modernos”, por fin se materialice en la pantalla, y lo haga brillantemente gracias al doble papel que encarna el Chaplin actor: por un lado, el barbero judío; por otro, el dictador ario Hynkel. Sin embargo, pese a que el primero es el auténtico heredero de Charlot, por su indumentaria, por su clara referencia inicial al corto “¡Armas al hombro!”, finalmente el personaje clown acabará revistiendo mayor gravedad, mientras que el personaje “serio” se revela, ya desde el principio, como un auténtico payaso, en el mal sentido de la palabra.

“El gran dictador” supera a “Tiempos modernos”, si no en secuencias de antología, sí en coherencia y equilibrio; de hecho, las mayores debilidades del film precedente aquí acaban conformándose en aciertos. Así, el final esperanzado, que en “Tiempos modernos” resultaba bastante postizo, en “El gran dictador” alcanza cotas elevadísimas: el emocionado discurso del barbero se dirige, mirando a cámara, nada menos que a toda la humanidad, y de repente, en lo que es un acierto superlativo (no se puede amar al género humano, en abstracto, sin amar a los que nos rodean) pasa a conjugarse en segunda persona del singular, y el hombrecillo habla en exclusiva, merced a las ondas radiofónicas, a su novia Hannah sobre ese futuro esperanzador en el que en ese momento ninguno de los dos puede creer. Los desbordantes primeros planos sobre Chaplin y sobre Paulette Goddard pueden codearse, por su intensidad y emoción, con los que cierran “Luces de la ciudad” y constituyen una de las cimas del cine de su autor. Hay otra cuestión, y es cómo “El gran dictador” hereda de “Tiempos modernos” la ironía hacia la palabra hablada, pero con resultados mucho más brillantes: la inane cancioncilla del film precedente se transforma aquí en los virulentos discursos de Hynkel en los que Chaplin recrea un alemán de pacotilla (hasta aparece la palabra “sauerkraut”) y de sonoridades caninas, con el fin de desbaratar la pretendida lógica de la ideología nazi y dejar al descubierto el profundo absurdo de la misma. Y esta ironía aun se transforma en suspicacia y mofa en algunos gags que deforman las duraciones estimadas de la palabra hablada: en la traducción simultánea del primer discurso de Hynkel, en el dictado de la carta a la secretaria.

Y sin embargo… El final de “El gran dictador” supone la definitiva clausura tanto del cine mudo como del slapstick; algo que ciertamente ya se había producido en 1936 con “La vía láctea” de McCarey y Lloyd, sólo que, tal vez, más como reflejo de los cambios en el sistema de producción cinematográfica que del fin de toda una concepción del mundo política y social, que es lo que deja traslucir el último film cómico de Chaplin. Por un lado, el cineasta, a despecho de sus pullas anteriores a los diálogos, construye el emocionante final sobre el discurso del barbero, en lo que supone el definitivo reconocimiento del poder real de la palabra hablada, mucho más contundente, desde un punto de vista ideológico, que el de las imágenes. Por otro, el actor parece despojarse de la máscara que siempre había portado, de su sonrisa y su mirada viva, de su pícara complicidad con el espectador, pues ya no interpreta, sino que, sin ninguna afectación, comunica directamente a ese mismo espectador sus deseos e inquietudes respecto a la humanidad entera; los suyos, no los de su personaje. Chaplin, con una sola salva, aniquila a Charlot y a todo lo que pudiera quedar del cine mudo. Por ello, no deja de causar perplejidad el entusiasmo provocado hoy en día por esas galardonadas películas que son “The artist” y “Blancanieves”, cuando debieran haber sido denunciadas como absolutas imposturas. El cineasta más apegado que imaginar cupiera al cine silente había reconocido que no se podía vivir anquilosado en el pasado, y con el “El gran dictador” había clausurado definitivamente toda una época.

McCarey.

Mientras Laurel y Hardy continuaron explotando en el sonoro los mismos gags y los mismos gestos que los hicieron famosos (como esas miradas a cámara de Oliver Hardy, cada vez más descaradas y menos sutiles), sin ser capaces de superar sus mejores logros de finales del mudo, McCarey siguió creciéndose como director. Para demostrarlo ni siquiera es necesario acudir a “Sopa de ganso”, pues basta con contemplar “Let’s go native” (1930).

A principios del sonoro, paralelamente al musical, comenzaron a cultivarse en Hollywood las variedades o revista, tipo de cine que finalmente acabaría sucumbiendo frente al empuje de su género hermano. En las variedades, la trama es todavía más liviana, el argumento todavía más irrisorio que en el musical; no hay cuestiones enjundiosas de fondo, pues lo único que cuenta es ofrecer una serie de números vistosos unidos con alambres; no suele existir protagonismo absoluto, y las riendas del film, al igual que en el vodevil teatral, se van  pasando de un actor a otro para su mayor lucimiento cómico o canoro. Si, de los grandes estudios, Paramount, con su abultada nómina de cómicos, fue el que más potenció la moda de las variedades, como en los filmes de los Marx o en la simpática “Collage swing” de Walsh, el director más destacado de la tendencia fue McCarey, que la abordó al menos en tres ocasiones: “Let’s go native”, “Torero a la fuerza” (1932) y “Sopa de ganso” (1933). Lo que llama la atención en el primero y en el último de estos filmes, es cómo el director potenció abrumadoramente las situaciones cómicas, e incluso pervirtió las musicales mediante un humor corrosivo. En particular, “Let’s go native”, no sólo se inicia con un gag en la más pura tradición del slapstick (el mirón que cae al abrirse la puerta), sino que las dos primeras partes de la película rebosan de ellos (incluso durante la secuencia del naufragio), muchos, muy finamente pautados. Y aunque no sea el más brillante momento cómico ni de lejos, llama poderosamente la atención, por lo que tiene de mofa de los encorsetados sentimientos de las variedades, el demoledor final del número musical “It seems to be spring”, tan cursi al inicio, poco a poco adobado por idílicas escenas primaverales, ¡incluida una pareja de osos enamorados y retozones!, y coronado por la impagable imagen de los amantes canoros ¡sepultados bajo una capa de nieve!, ¡¡y cantando todavía!! ¿Influencia del final de “Un perro andaluz”?

“Let’s go native” demuestra la comprensión absoluta que la mayoría de directores procedentes del mudo ya tenía del cine sonoro, pues, aunque (no podía ser de otra forma) la mayoría de los gags son visuales, otros muchos cobran valor gracias al sonido, a veces por el off sonoro (como en la escena de la mudanza), otras por la presencia de ruidos inusuales (Jeanette MacDonald y Eugene Pallette intentando poner en marcha el coche), o también por la modulación de la palabra articulada (como el saludo de McDonald a sus compañeras, mientras mantiene una conversación con su enamorado en cubierta). Además, en “Let’s go native” ya se encuentra perfectamente delineado el estilo de McCarey, basado en planos muy largos, tan típicos del slapstick de los orígenes por otra parte, que no sólo permiten interaccionar a los actores entre sí con mayor libertad, sino que dejan que el ritmo lo pauten naturalmente las acciones surgidas de dicha interacción, todo lo cual le da a tantas obras del director, y a ésta en particular, un aire de espontaneidad difícil de igualar. Pero, sobre todo, este olvidado film podría ser la prueba fehaciente de la autoría del McCarey mudo, pues en él se recuperan numerosos gags de sus cortometrajes, hasta el punto de convertirlo casi en un compendio de su última obra silente; y todavía los gags están sensiblemente mejorados, gracias a una planificación magnífica y a un tempo fluido que, liberado ya de los intertítulos del cine silente, es perfecto, sin más. Así, reaparecen los destrozos y caídas típicos de sus filmes con Laurel y Hardy y con Anita Garvin y Marion Byron; como también se esboza la típica situación del coche que embiste a un guardia urbano; o como asimismo aparece el público que se ríe de un personaje, en concreto, en la magnífica secuencia del almuerzo en el yate. Es más, de “Mighty like a moose” retoma la dentadura postiza de Chase en los dientes de chino que pone Jack Oakie para despistar a un policía; de “A pair of tights”, la batalla a la que se iban sumando incautos curiosos tirándose al suelo unos a otros, cambiada por la idea de arrojar los sombreros al mar proveniente de “His wooden wedding”; de Long fliv the king”, el gag final de la valiosa corona que cae por la borda… Y todos estos momentos resultan superiores a sus precedentes, de forma que los primeros cincuenta minutos del film merecen figurar entre lo mejor rodado por el director hasta la fecha. Por desgracia, la última parte, la que transcurre en la isla paradisíaca, por muy bien rodados que estén los dos números musicales principales (“Let’s go native” y “I’ve got a yen for you”), admirablemente ajustados a los personajes en su planificación; este bloque, decimos, no se encuentra a la altura de lo anterior, quizá porque, al desaparecer las convenciones sociales que ridiculizar, el slapstick le cede la preeminencia a la revista. Pero ello no invalida los extraordinarios logros de lo precedente.

Durante un par de años el cineasta trabajó para otras compañías, rodando para Fox Esposa a medias” (1930), película de muy difícil acceso, para Gloria Swanson Indiscreta” (1931), y finalmente, para Samuel Goldwyn “Torero a la fuerza”. Indiscreta” es una magnífica comedia con ribetes melodramáticos, que tan sólo en sus secuencias finales recupera situaciones y modos del slapstick; lógico que McCarey intentara algo así de todas, todas, pues no podía desaprovechar la prodigiosa mímica de Swanson. En concreto, la resplandeciente escena en que Swanson juega a hacerse la loca, y provoca a su tía para que también se lo haga, remite a “Crazy like a fox”, mientras que el final, sito en uno de esos trasatlánticos recurrentes en el cineasta (de “Isn’t life terrible” a Tú y yo”, pasando por Let’s go native” y Hubo una luna de miel”), recupera en la figura del almirante al que Swanson intenta burlar a uno de esos típicos policías a los que tanto vejaban los protagonistas de sus filmes burlescos. Por desgracia, la revista “Torero a la fuerza” se encuentra a años luz de Indiscreta”; es más, es el único largometraje mediocre de su director en treinta años, donde un desganado McCarey, más simple realizador que cineasta, neutralizado por los florilegios de Busby Berkeley y los chascarrillos de vodevil malo de Eddie Cantor, apenas pudo ofrecer una escena cómica…; y de la degradada comedia de la que  “Torero a la fuerza” hace gala, mejor no hablar. La disparatada corrida final es, de hecho, lo único que redime el peor largometraje de su autor en su dilatada carrera, hasta que llegara su decepcionante despedida en los años 60 con “Satán nunca duerme”.

Una vez instalado definitivamente en Paramount, McCarey tuvo la oportunidad, película a película, de trabajar con todos los actores cómicos más relevantes de la casa; y nada más aterrizar en la productora de la montaña, ocurrió uno de los encuentros más providenciales en la carrera del californiano: el que tuvo con los hermanos Marx en “Sopa de ganso” (1933), película que se convertiría en la obra maestra absoluta del director dentro del género burlesco, y con abismal ventaja, en la mejor película del cuarteto. Los Marx, en particular Harpo y Groucho, fueron los clowns más destacados, en realidad los únicos verdaderos clowns, surgidos a comienzos del sonoro, cuyo gran éxito debe no poco a la confrontación de la verborrea de Groucho con la expresividad muda de Harpo, tan hipertrofiadas la una como la otra. Sin embargo, hasta “Sopa de ganso” las películas de los Marx encajaban, más que en el burlesco propiamente dicho, en el género de las variedades, no en vano los hermanos comenzaron como grupo cantante…; y con posterioridad, de hecho, el abandono del cine cómico por parte del cuarteto, con la salvedad del celebérrimo gag del camarote en la sobrevalorada “Una noche en la ópera” (1934), ya sería definitivo, pues, convertido en trío, se dedicaría a realizar inanes comedietas, lejos, muy lejos, de la alocada subversión de sus películas con Paramount y en las que, significativamente, la relevancia de un Harpo descafeinado sería cada vez menor. Por el simple cotejo de una y otra filmografías, por todos los inagotables gags y situaciones, por la forma coreográfica de mover a los actores, “Sopa de ganso”, aunque impensable sin los Marx, es un film totalmente de McCarey.

El californiano se dio perfecta cuenta de lo que fallaba en las anteriores películas de los Marx, así como de la alta capacidad de sus intérpretes, así que, yendo más lejos que en “Let’s go native”, decidió prescindir de todo momento insustancial, consiguiendo un ritmo trepidante que apenas dejara respiro al espectador. ¿Cómo? Convirtiendo los números musicales directamente en gags, y potenciando éstos en el resto del film, rebuscando, si hacía falta, en el propio bagaje. Como muestra de lo primero, baste pensar en la burla a las convenciones sociales y patrioteras mediante la coreografía en, especialmente, los números musicales “Hail, Freedonia!”, donde las pausas generan momentos de quietud irresistiblemente absurdos, y “The War”, donde las masas, siguiendo a los Marx con entusiasmo, ejecutan coreografías ridículas a más no poder (y para acentuar aún más la parodia, más de un plano recuerda al cine soviético revolucionario). Es más, “Sopa de ganso” es la única película de entonces de los Marx donde Harpo no toca el arpa, evitando ese esperado numerito de soso lucimiento que, además, por su ñoñería, siempre contradecía la idiosincrasia iconoclasta del mudo del cuarteto. Respecto a la abundancia de gags memorables, sería arduo, prolijo y poco estimulante intentar enumerarlos todos, pero no nos resistimos a destacar especialmente cuatro momentos. Los dos primeros, por pertenecer a los archivos del director y por alcanzar en “Sopa de ganso” una perfección insuperable: el típico gag de Laurel y Hardy del equívoco de los sombreros aquí se amplía a un tercero en discordia, y así, Harpo, Chico y Edgar Kennedy ofrecen un lío desopilante; y por supuesto, el gag del espejo, retomado del corto con Chase “Sittin’ pretty” y alcanzando aquí la perfección absoluta con Groucho y Harpo, más, con la añadidura de Chico como inesperada guinda final, combinado además con la caracterización especular de varios en discordia, bigote incluido, que era el momento estelar de “The caretaker’s daughter” (1925). El tercer momento es justo anterior a la famosa escena del espejo: el intento de robo de los planes de guerra por parte de Chico y Harpo; y resulta especialmente relevante por construirse fundamentalmente sobre el sonido, utilizado aquí de forma brillante y desaforada. Es, además, muy significativo que la posterior escena del espejo sea en esencia muda, donde apenas y solamente se oyen los pasos de los pies descalzos, pues las dos escenas combinadas son una muestra inmejorable del singular equilibrio que el mejor cine de comienzos de los 30 en general, y “Sopa de ganso” en particular, alcanzaron entre la imagen, por un lado, y el sonido y los diálogos, por otro. En cuanto a la última set-piece que destacamos, mira proféticamente hacia el futuro: se trata del final del film, donde con ritmo trepidante, de galope, esta acerada crítica a las instituciones que es “Sopa de ganso” alcanza el paroxismo, un poco a la manera de “Mighty like a moose”, ofreciendo además una secuencia que, a base de sinsentidos y falsos raccords fundamentalmente, alcanza una modernidad absoluta que el género no volvería a experimentar hasta las últimas películas de Jerry Lewis (especialmente, “Entremeses”, 1983).

“Sopa de ganso” es la mejor despedida que McCarey pudo dar al género donde se formó y se encontró como artista, la traca final de su cine cómico. No obstante, durante los años siguientes, hasta 1936, el director aprovecharía la mínima oportunidad para seguir practicando el slapstick, o al menos tomarlo como referencia, en las comedias que rodó entonces. La tendencia al gag es sin duda superior en la inmediata y estupenda “Viaje de placer” (1934), donde, gracias a la disponibilidad de los seis magníficos actores cómicos a los que hace referencia el título original (“Six of a kind”, es decir, “Seis de la misma pasta”), los cruces de comedia con burlesco son más abundantes, destacando especialmente la escena en el precipicio y la de la frustrada partida de billar de W. C. Fields, en la que supone su más brillante aparición en el cine. Este coqueteo con el slapstick aparece incluso en “No es pecado” (1934), la única buena película protagonizada por uno de los mitos más marchitos de Hollywood, la famosa diva y pésima actriz Mae West, donde hay un gag extraordinario, dado en un plano único de fluidez magistral (y no es el único momento excepcional, aunque sí el único que enlaza con el burlesco): ese entrenamiento de boxeo resuelto en un par de ganchos, lo que le cuesta sentarse en una silla a aquél para el que se ha organizado la prueba…, que a la postre no ve nada del combate. “Nobleza obliga” (1935), en cambio, ya se decanta abiertamente por la comedia, pues, incluso cuando habría resultado factible reproducir algún gag, McCarey se negó a hacerlo. Baste con pensar en la entrada e inmediata salida de Ruggles en el carruaje, heredada de idénticas acciones (cambiando los taxis originales por el carruaje) de filmes de Lloyd y de Keaton: lo que se busca aquí ya no es la carcajada, sino la sonrisa… y el placer por la coreografía.

Pese al mayor prestigio de “Nobleza obliga”, sobre todo en su país de origen, la culminación de esta etapa de McCarey se alcanza con la soberbia “La vía láctea”, rodada al año siguiente. No obstante, este film recupera, si bien esporádicamente, la noción del gag: no podía ser de otra forma cuando la estrella era Harold Lloyd, por mucho que aquí fuera uno más del elenco (de hecho, el copyright no se registró a nombre de The Harold Lloyd Company, por primera vez en años, sino al de Paramount Pictures). La tensión entre burlesco y comedia que caracteriza “La vía láctea” se refleja en múltiples aspectos. Así, el personaje del cómico ya no se identifica plenamente con su persona, pues se llama Burleigh Sullivan; y en el reparto se enfrentan fructíferamente un icono del slapstick, Lloyd, con un emblema de la alta comedia, Adolphe Menjou. Es muy significativo al respecto ese momento en que, tras su triunfo inicial en el ring, Burleigh se enreda en las cuerdas: McCarey no inserta un plano exclusivo de Lloyd, sino que mantiene un plano entero con Menjou en primer término, mientras al fondo Lloyd se hace el lío; es decir, el director ni se deleita en un momento que en el slapstick, especialmente en el practicado por él, se habría prolongado para exprimir la situación cómica hasta el final, ni le dedica un plano excluyente a la estrella, sino que se lo hace compartir con sus compañeros de reparto y aun lo coloca al fondo del cuadro. Casi parece una declaración de principios de un McCarey decantándose por la comedia, dejando el slapstick para el pasado. No es el único momento en que el director se resiste a la lógica del gag y prefiere hacer avanzar la acción en lugar de regodearse en una situación, por muy divertida que pueda ser: por ejemplo, en el primer encuentro entre la hermana de Burleigh y los boxeadores, fácil lo tenía McCarey para reproducir, siquiera someramente, el gag de los sombreros intercambiados de “Sopa de ganso”, pero prefirió anteponer al efecto cómico la relación entre los personajes por su situación en el cuadro. Sólo una vez desarrolló el cineasta a fondo un gag: en la secuencia de la vuelta del triunfante lechero metido a boxeador, McCarey recuperó el gag del lanzamiento de sombreros, uno de los grandes momentos de “Let’s go native”…, sólo que, en lugar de ofrecerlo en continuidad, lo fue dispersando a lo largo de la secuencia. Pues una de las características más notables de los gags de “La vía láctea” es que, salvo el anterior, son de desarrollo muy puntual y casi siempre muy rápido, tanto, que se acaban en un santiamén. Ahí están la caída al estanque, la huida del ring, la bajada desde el techo del tren, la burla al policía… La única vez que McCarey se permitió una mínima distensión fue en la secuencia en el taxi, con los relinchos del potrillo: ¿acaso una cariñosa pulla a la cara caballuna de Lloyd?

La cuestión fundamental que subyace en “La vía láctea” es que, por mucho que el gusto por la desmesura quede intacto, si la alternancia entre gags y secuencias de situación se extiende a lo largo de todo el film, las últimas son las que acaban dominando a los primeros, con el objeto de no interrumpir un ritmo marcado de forma casi puramente musical gracias a los fluidos movimientos de cámara y a la coreografía con los actores. Estamos, pues, más ante un cine de puesta en escena que del gag: así, el magnífico toque del cartel de Burleigh pegado a las posaderas de su novia se da en un soberbio plano, de fluidez envidiable, que conprende varias posiciones de cámara; y de hecho, su valor y contundente efecto debe casi todo, no a su dudosa originalidad (proviene del film de Lloyd “¡Ay, que me caigo!”), sino al hecho de estar rodado en una extraordinaria toma única. McCarey lleva en este film a uno de sus puntos álgidos su afición a coreografiar los movimientos de los actores, siempre efervescentes y llenos de naturalidad, como en el paseo cruzado del boxeador, del entrenador y de su chica (tomado directamente de otros conspiradores, los de “Nobleza obliga”); como en el gag colectivo de la barbería; como en los enfrentamientos, rozando lo físico, entre la panda del boxeo con la hermana de Burleigh; como en el multitudinario recibimiento al triunfante lechero en la estación; como en la ridícula clase de boxeo que éste improvisa con la estirada Mrs. LeMoyne; como en las escenas en el vestuario, etc., etc.

Las cuatro comedias que McCarey rodó para Paramount de 1934 a 1936, “Viaje de placer”, “No es pecado”, “Nobleza obliga” y “La vía láctea”, aparte de mostrar a un director conquistando la maestría en una rama distinta a la suya habitual, conforman un testimonio único y excepcional en la historia del séptimo arte: la de la metamorfosis de un género en otro, la de la pervivencia de determinadas estrategias expresivas de un tipo de cine, el cómico, en aquél, la comedia, que acabaría comiéndole el terreno. Aún más pasmosamente, al año siguiente y para la misma productora, McCarey aún integraría sin tacha dichas estrategias en otro género en principio más extraño al slapstick, el melodrama, en una de sus obras maestras. “Dejad paso al mañana” (1937) es un film que no tuvo continuidad inmediata, pues sus formas tienen más relación con cierto cine actual, más contemplativo y austero, que con sus coetáneos…, aunque, pese a su engañosa apariencia de facilidad, sean mucho más complejas (baste con pensar en la aclamada y esforzada “Amour”, de Haneke, la cual, a pesar de ciertas relaciones argumentales y formales con el film de McCarey, resulta mucho más simple). “La vía láctea”, primero, y “Dejad paso al mañana”, después, bien pueden entenderse como el fin de toda una época… o la profecía de otra.

Continuará.

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