“Bailar al son”, cortometraje de Rosa Gimeno


Por Don Quiterio

Adentrarse en lo más íntimo de una pieza del calibre de ‘Bailar al son’ (Rosa Gimeno, 2013) es viajar con ella a lo largo de su corta duración, un trayecto nada convencional, imprevisible, al azar de las circunstancias y los deseos, al azar de los estados de ánimo, del sosiego y la reflexión.

No está el ambiente para exquisiteces, pero, quizá por ello, es el tiempo de reconocer las cosas bien hechas. El majestuoso e irrenunciable arte de soñar. Nada más. Y nada menos.


El ideario de Rosa Gimeno (Zaragoza, 1954) discurre entre la dureza del existencialismo y la belleza de la vida, una dualidad o contrapunto que desarrolla en una propuesta donde el azar está en todos los aspectos del hecho artístico: cine, teatro, danza, música. Y persigue también la pervivencia de la memoria, una memoria que vuelve constantemente, como versos libres colgados de un hilo que se mueven cuando alguien –o algo- pasa. Versos ineludibles que parece entonar Eva Villar, la maravillosa intérprete de ‘Bailar al son’. El nombre de una cosa es la misma cosa, cuando la cosa tiene nombre. Decir rosa es una manera de encantar. Hay nombres que saben a hierba o a mar. Los hay que huelen a caramelo. Escucho tu nombre y me pongo a bailar un vals. Ojos negros, insinuantes, aterciopelados. La lluvia se resistió a ser nombrada porque parecía ser agua, río, cascada o mar.

El cine solo es el acto de poner en imágenes una conciencia moral por una necesidad comunicativa. Mientras haya hombres habrá humanismo y, por lo tanto, una u otra forma de creación artística. El buen cine es un diálogo con el espectador, y habla de muchas cosas, del dolor, de las raíces del daño, del amor y de la culpa, de la pérdida, del azar y el tiempo, de la vida y la muerte. El agua como signo inexorable de vida, en los manantiales, los ríos, el mar. “Nuestras vidas”, escribe el poeta, “son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”…

Rosa Gimeno lleva en el corazón la paradoja y la ambigüedad en esta su primera incursión cinematográfica, en este cortometraje artístico, y tiene razaones para la esperanza. La razón que más abunda para vivir esperanzados es aguantar, acoger, compartir, ayudar. También concibe el arte, acaso por sus inicios en el dibujo, la pintura y la escultura, con esa aparente resignación de quien sabe que el lugar en el que se encuentre en cada instante es exactamente el sitio al que tendría que haber ido. Se trata de establecer la meta justo donde te pueda el cansancio, ni un poco antes, ni un metro más allá, como le ocurre al caballo cuando se da cuenta de que insistir en el trote solo le va a servir para que el viento le devuelva el aliento a la boca. Esas imágenes en las que se “oye” la posible estampida de unos caballos es, decididamente, reveladora.

Redactora de la mítica revista ‘La Luna de Madrid’ y fundadora de la editorial ‘Limbus’, Rosa Gimeno sabe que el tiempo vuela y deja a su paso los peligros del olvido. Lo que pasó ayer ya es viejo en el calendario donde señalamos lo que está pasando ahora mismo. El azar de la memoria sirve para fijar los recuerdos y elaborar una teoría del tiempo pasado sin escabullirnos del presente. La eficaz iluminación de Columna Villarroya y la matizada fotografía de Santiago García (quien se encarga, al mismo tiempo, del montaje final) ayudan a establecer la idea del tiempo. Parece que ha pasado el tiempo y, en realidad, eso es lo único que ha pasado. El tiempo. De donde nacen la distancia y el olvido. Y que el azar, efectivamente, fija.

Con guion y producción de la propia Rosa Gimeno, ‘Bailar al son’ es un acertado poema visual, hermoso y delicado, que juega con la idea del azar como motor de la existencia humana. De ahí, para qué negarlo, el subtítulo de ‘La tirada de dados’, una pieza que invita a soñar. Soñar, en efecto, otros mundos, otras realidades, otras miserias. Otro de sus efectos poderosos, aún cuando las imágenes sean las mismas, es quien ve el relato advierte diferentes perspectivas. Por tanto, siempre hay un descubrimiento, extraño y paradójico, como una puerta cerrada que se abre. Tiene, pues, algo de magia, algo, esto es, de juego de dados. ¿Cómo es posible que un puñado de imágenes, una detrás de otra, cobren vida y actúen por su cuenta en el sentido y en el sentimiento de quien las ve?

Así, la banda sonora (piano de la sonata de Jauácêk, el vals de ‘Ojos negros’, Ella Fitzgerald, los murmullos del gentío, el ruido de la lluvia) y los tres fundidos en amarillo, azul y rojo (en un guiño al juego del azar en los “tres colores” kieslowskianos) hacen de enlace y de mirada interior, juegan con la simbología de las tonalidades, de las situaciones, para establecer el estado de las cosas: unos dados, un tapete verde, una pequeña cascada, un río, una corriente, una foto en blanco y negro, una mujer en la habitación, una silla, una ventana, el baile de esa mujer, la doble pantalla, las olas de un mar embravecido…

Cuando llegas al final (con ese “americano en París” de George Gershwin), cuando el mar se embravece y toma una textura de ensueño, adviertes una impronta sin definición posible. Recuerda lo confesado por san Agustín respecto a qué es el tiempo: uno sabe lo que es, pero si se lo preguntan no conoce la respuesta. Kierkegaard lo decía de otro modo: “Quien se pierde por su pasión pierde menos que quien pierde la pasión”. Un trayecto, a fin de cuentas, imprevisible, de azares y azoteas. El majestuoso e irrenunciable arte de soñar. Nada menos.

Artículos relacionados :